Italia
02 de febrero de 2009, 7:00 am.
Bajo un cielo nublado en Italia, me bajo del auto, sintiendo una mezcla de melancolía y nostalgia. Echo de menos a mi antiguo chofer, quien renunció al graduarse como enfermero y ahora trabaja en la primera clínica que fundé en España. Aun así, visito a mis antiguos empleados siempre que puedo; no quiero que piensen que los he olvidado. Como decía mi abuela: “Los ratones hacen fiesta cuando no está el gato.” Hoy me siento desbordado, recordando mi reciente viaje a Italia, donde invertí en la industria de fármacos, generando empleo para miles. Sin embargo, persiste en mí un vacío que no puedo ignorar.
Mientras camino por los pasillos de mi clínica en Italia, que lleva mi nombre, **Ignacio Duque**, me asalta una sensación de insatisfacción. Siempre he creído en el esfuerzo; obtener el mejor promedio en mi carrera de medicina fue el paso crucial para convertirme en cirujano cardiovascular. Cuando recibí mi título universitario, salté de alegría. Sin embargo, hoy esa emoción parece lejana.
—¡Buenos días, doctor Duque! —me saluda mi recepcionista, su voz llenando el aire con una chispa de energía.
—¡Buenos días! —respondo, aunque una parte de mí se pregunta si el progreso profesional es lo único que define mi éxito.
He notado el interés de mi recepcionista. Cada vez que me ve, siento que anhela algo más. Sin embargo, la superficialidad de esas interacciones me ha dejado agotado. Estoy acostumbrado a que las mujeres, desde modelos hasta abogadas, se sientan atraídas por mi prestigio, pero la falta de conexión emocional en esas relaciones me ha dejado vacante.
Recientemente, conocí a Laura, una radióloga recién graduada. Ofrecí emplearla en mi clínica, atraído por su inteligencia y su amor por la medicina. Tras varias salidas, decidimos dar el paso hacia una relación formal. Quería que ella fuera la indicada, pero no estaba seguro.
Después de saludar a varios empleados, llego al consultorio de Laura, tratando de disimular la sonrisa que surge al verla.
—Hola, buenos días —digo, esforzándome por parecer alegre.
—Hola —responde, acercándose a mí y dándome un beso en los labios, un abrazo que momentáneamente ahoga mis inseguridades.
—¿Qué me cuentas? —pregunta, con curiosidad en sus ojos.
—Bueno, extraño a mi antiguo chofer, pero ahora trabaja de enfermero en la clínica —digo, esbozando una sonrisa que no refleja mi verdadero estado.
—¿Por qué no contratas a otro? —arquea las cejas, tratando de comprender mi reticencia.
—Hay algo que he aprendido. Puede venir alguien con la mejor apariencia, pero nunca reemplazará a quien se gana tu cariño —mi voz suena más firme de lo que me siento, intentando ocultar la insatisfacción que me acompaña desde ayer.
Laura asiente, y mientras miro sus labios rojos, me siento incapaz de dejarme llevar. ¿Por qué no puedo disfrutar este momento como debería?
—¿Qué tal si salimos hoy? —pregunta con un brillo en su mirada.
—Laura, tengo trabajo por hacer hoy, en otra oportunidad quizás —respondo, incapaz de ocultar la tensión que se apodera de mí.
—Ya que estamos hablando de trabajo, me gustaría dar clases en la Facultad de Medicina —dice, decidida.
—Eso suena excelente. ¿Cuándo iniciarás? —pregunto, tratando de desviar mi mente de mis verdaderos anhelos.
—La semana que viene. ¿Piensas venir a mis conferencias?
—Sí, claro, podría interrumpir la clase y distraer a los demás, como los típicos rebeldes —bromeo, pero la risa no llega a mi corazón.
—¡No seas así conmigo! —exclama, dándome un pequeño golpe en el hombro, aunque mi mente no está en ello.
—Ya, era una broma —me río, pero mi interior está lejos de la diversión.
Siento una punzada en el pecho. La conversación que no tuve con Samanta aún persiste en mi mente, un instante perdido que me atormenta. Un grupo de amigos interrumpió el momento justo en que estaba a punto de hablarle, y ahora lamento no haber tenido la valentía de acercarme a ella. Cada risa compartida con Laura se siente como un eco vacío, resonando con un deseo de conexión que no estoy seguro de poder encontrar.
La broma de Laura, un pequeño golpe en mi hombro, me devuelve a la realidad.
—Está retirado lo dicho —masajeo mi hombro, pero el chispazo de diversión se ve opacado por mis pensamientos.
Mientras continúo con el día, la insatisfacción persiste, un recordatorio de que en mi búsqueda de éxito, he dejado de lado algo vital: la conexión genuina y el amor verdadero. La conversación que no tuve con Samanta sigue latente en mi mente, haciendo que mi presente se sienta fragmentado y vacío.
***
Ignacio Duque se encontraba nuevamente sentado en su elegante escritorio, contemplando la vista de la ciudad de Roma mientras la luz de la tarde se filtraba a través de las ventanas. Su mente, a pesar del impresionante paisaje y de su éxito profesional, estaba atrapada en un laberinto de pensamientos oscuros. La imagen de Samanta flotaba en su mente como un fantasma, una presencia que no podía ignorar y que cada día se hacía más difícil de sobrellevar.
Mientras revisaba algunos informes médicos, sus pensamientos volvieron a la última vez que estuvo con ella. Las palabras no pronunciadas, las sonrisas que quedaron atrapadas en el aire, eran una carga que pesaba sobre su corazón. ¿Por qué no se había atrevido a acercarse? ¿Por qué había dejado que el miedo y la inseguridad lo mantenían prisionero en su propia mente? Sus éxitos en la clínica eran solo un velo que escondía un vacío abrumador. A medida que los compromisos profesionales aumentaban, también lo hacía su soledad.
La pizada de sus zapatos en el enmoquetado del despacho resonaba vacía, un eco de su vida profesional que rara vez encontraba satisfacción. Las interacciones superficiales con otros médicos y pacientes lo habían dejado exhausto. La admiración que recibía por su habilidad era efímera; en el fondo, se sentía como un impostor. La piel de su éxito parecía desconectada de lo que realmente deseaba.
Pensando en Samanta, sintió un nudo en el estómago. No era solo su belleza lo que lo atraía, sino su forma de ver el mundo. Ella representaba un camino distinto, uno donde la vulnerabilidad se podía permitir. A veces la imaginaba sugiriendo una nueva perspectiva, instándolo a abrirse, a mostrar sus verdaderos sentimientos. Pero sabía que, en su vida, eso era un riesgo que no podía permitirse. Se había moldeado a sí mismo en un ícono del control y la fortaleza.
Cada vez que se encontraba fuera de su clínica, rodeado de gente sonriente, sentía que estaba participando en una farsa. La imagen del médico exitoso se desmoronaba cuando se daba cuenta de que no había un verdadero interés en sus relaciones; todos eran utensilios de su propia carrera. La vida le demandaba tanto, pero lo que realmente deseaba no era el reconocimiento, sino una conexión.