La Lucha Interna

1026 Words
La puerta se cerró con suavidad detrás de Elián, pero su presencia permaneció en la habitación como un eco invisible. Elisa se quedó inmóvil, con la espalda apoyada contra la pared, el corazón aún latiendo como un tambor desbocado. El aire olía a él, a esa mezcla de perfume oscuro y frío metálico que la perturbaba más de lo que estaba dispuesta a admitir. Se dejó caer en la silla, temblando. —Aléjate… Aléjate de mí —murmuró para sí misma, repitiendo las palabras que había intentado decirle con firmeza, pero que habían sonado tan débiles en su voz. Se abrazó las rodillas, hundiendo la frente contra ellas. Las lágrimas, que había logrado contener frente a él, le brotaron al fin. Lo odiaba. Sí, lo odiaba con cada fibra de su ser. Odiaba la manera en que controlaba cada paso de su vida, cómo había convertido a Elena en su excusa perfecta, cómo manipulaba cada decisión hasta dejarla sin opciones. Pero lo que más odiaba… era a sí misma. Porque una parte de ella había sentido algo cuando rozó su cabello. Un estremecimiento que no fue solo miedo. Fue calor, fue electricidad, fue un susurro de atracción que no quería reconocer. Y eso la hacía sentir sucia, traidora, débil. Pero en el fondo lo que más rabia le daba era que ese simple roce la hacía sentir algo que nunca había sentido jamás. —No. No. No. —Se repetía como un mantra, intentando ahogar aquella chispa. Se levantó de golpe, caminando de un lado a otro de la habitación, como una fiera enjaulada. Miraba las paredes, las cortinas pesadas, el espejo que reflejaba un rostro que apenas reconocía como suyo. Tenía las mejillas encendidas, los labios mordidos, los ojos brillantes. Parecía una mujer atrapada entre dos mundos: la hermana protectora que había entregado todo por salvar a Elena y la prisionera que empezaba a flaquear bajo el peso de una presencia imposible de ignorar. Se acercó a la ventana. El bosque se extendía como un mar de sombras interminables. Los árboles se alzaban como centinelas mudos, y entre ellos parecía palpitar un silencio vivo. Intentó imaginar que más allá del horizonte había un camino, una ciudad, una salida. Pero lo único que veía era oscuridad. —¿Qué me estás haciendo, Elián? —susurró al cristal, como si Elián pudiera escucharla desde cualquier rincón de la casa—. Porque mi cuerpo está teniendo estas reacciones cada vez que recuerda ese roce. La imagen de su hermana se alzó de inmediato en su mente. Elena, conectada a máquinas, con el rostro pálido pero vivo. Esa era la razón, la única razón. Elisa cerró los ojos, aferrándose a la idea como un náufrago a una tabla. “Lo hago por ella”, pensó. “Soporto esto por ella. No es por mí.” Pero la voz de Elián regresaba como un susurro venenoso: “No todo lo que soy es monstruo. Hay partes de mí que aún recuerdan la humanidad… y tú las despiertas.” ¿Y si era verdad? ¿Y si en aquel hombre o lo que fuera quedaba algo más allá de la oscuridad? No. No podía permitirse pensarlo. Cada vez que se dejaba tentar por esa posibilidad, sentía que traicionaba a Elena, y a sí misma. Golpeó el cristal con la palma abierta, como si pudiera quebrar tanto el vidrio como las cadenas invisibles que la ataban. El sonido retumbó en la habitación, pero no produjo más que un eco hueco. Se dejó caer en la cama, hundiendo el rostro en la almohada. Allí, en soledad, permitió que los pensamientos se desbordaran. Recordó la primera vez que vio a Elián, en aquella sala de la mansión, con su copa de cristal llena de su propia sangre. La mirada fría, la elegancia perturbadora, la voz que la atravesó hasta los huesos. Y recordó la forma en que esa misma voz, minutos atrás, había bajado de tono para decirle que la necesitaba. Era absurdo. Era aterrador. Era real. El cuerpo no mentía. Su corazón acelerado, su piel erizada, la forma en que su respiración se había vuelto pesada cuando él estaba cerca… todo hablaba de algo más que miedo. Y eso la desgarraba. —No. No puedes sentir eso. —Se tapó los oídos, como si pudiera ahogar sus propios pensamientos. Pero las imágenes regresaban una y otra vez. Su mano rozando su cabello con una delicadeza imposible, sus ojos grises brillando como tormentas contenidas, la cercanía de su voz. El odio y la atracción se mezclaban como veneno en su sangre. Un veneno dulce que amenazaba con adormecerla, con convencerla de que tal vez no era tan terrible quedarse allí, bajo su protección. “¡No!”, gritó su mente. Se incorporó de golpe, respirando agitadamente. Miró hacia la puerta cerrada y se obligó a recordar la verdad: estaba prisionera. No importaba cuán suaves fueran las cadenas, seguían siendo cadenas. Pensó en Elena. En la promesa que se había hecho a sí misma de salvarla, de mantenerla lejos de cualquier oscuridad. ¿Qué clase de hermana sería si cedía, si permitía que aquel hombre la enredara en sus sombras? Se arrodilló junto a la cama y hundió la frente contra el colchón, apretando los puños. —Lo hago por ti, Elena. Todo esto es por ti. No me quebraré. No voy a… no voy a perderme en él. El silencio de la mansión respondió como un murmullo distante. Y, sin embargo, en lo más profundo de su ser, Elisa supo que esa lucha apenas comenzaba. Porque la oscuridad no siempre se impone con gritos o cadenas. A veces lo hace con un roce suave, con un susurro, con la ilusión de humanidad en un monstruo. Esa noche Elisa se quedó dormida entre la lucha interna por sus pensamientos, por Elián, y la lucha interna de pensar que le estaba fallando a su hermana si se enamoraba de Elián, el hombre que le estaba pagando el tratamiento, pero también era el hombre que las mantenía encerradas bajo un contrato de sangre que no podía romper hasta que Elena no estuviera totalmente recuperada.
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