La puerta de la habitación de Elisa se cerró con un chasquido sordo detrás de ella. Había pasado el día junto a su hermana, sin apartarse de su lado más que lo estrictamente necesario.
Verla tan desconcentrada y retraída le dolía.
Pero verla viva le había devuelto un hilo de esperanza… pero también le había clavado una espina más honda en el corazón.
Sabía lo que Elián había hecho: no le dio un regalo, le dio una cadena invisible, le dio un regalo envenenado bajo la promesa de un amor.
Se dejó caer en el sillón junto a la ventana. La noche afuera era espesa, un océano n***o que apenas dejaba entrever las siluetas de los árboles. La mansión parecía rodeada por un bosque que respiraba con ellos, atrapándolos en un círculo imposible de romper.
Tal como esos sueños que ha tenido tan frecuentemente después de dar su primera muestra de sangre.
Un golpe suave la hizo volver de sus pensamientos y levantarse de golpe. No esperaba a nadie; Elián le había dicho que solo daría su sangre cada tres días.
—¿Sí? —preguntó, con voz temblorosa.
La puerta se abrió con lentitud, como si quien estuviera detrás no necesitara pedir permiso para entrar a su habitación o a su vida. Elián apareció en el umbral, vestido de n***o, la camisa abierta en el cuello. Sin la solemnidad del traje impecable, se veía casi humano, pero no por ello menos inquietante.
Lo único que no se podía negar era que con cualquier traje su hermosura parecía irreal, como si fuera un dios que no pertenece a ese mundo, pero Elisa ya tenía claro que no era ningún ángel o dios; era un demonio con piel de cordero que solo la quería para él.
Un vampiro que solo quería su sangre.
—¿Puedo? —preguntó, aunque ya estaba entrando.
Elisa retrocedió un paso, instintivamente.
—Ya estás adentro.
—Es mi casa después de todo —dijo fijándose en la rosa que yacía en un florero en la mesita de noche junto a su cama.
—¿Qué quieres, Elián? —preguntó Elisa al darse cuenta de que miraba intrigado la rosa.
—Te traje algo de comer —respondió chasqueando sus dedos y de inmediato uno de los hombres de traje dejó frente a Elisa una bandeja de comida.
—Gracias por la comida, no tengo hambre —dijo Elisa—. Pero no fue lo que pregunte.
Él observó un instante su reacción, en silencio, como si la pregunta tuviera mil respuestas más de las que había dicho. Después se acercó un par de pasos, despacio, como un animal que no desea asustar a su presa.
—Y también quiero hablar contigo —dijo con voz baja—. Después de lo de hoy, me parece lo justo.
Elisa sintió un escalofrío recorrerle la espalda.
—¿Justo? ¿Es justo traer a mi hermana aquí como… como rehén?
Elián la miró con un gesto que no era burla ni enojo, sino algo más complejo.
—No es una rehén, Elisa. Es tu ancla. La única razón por la que aceptaste quedarte. Y sí, tal vez usé eso a mi favor. Pero dime… ¿Hubieras aceptado de otra manera?
Ella abrió la boca para protestar, pero no encontró palabras. El silencio se volvió espeso entre ellos.
Elián acortó la distancia, hasta quedar lo bastante cerca como para que Elisa pudiera sentir el calor o el frío que emanaba de él. Sus ojos grises la atraparon como cadenas invisibles.
Él sabía que desde la primera muestra de sangre algo en ellos cambió; al menos dentro de él ya no quería tenerla lejos, quería sentir su contacto, quería sentirla piel con piel, pero tenía que controlar sus impulsos para no perderla.
—No serás tocada si no lo permites. Te lo prometí, y cumplo mis promesas —dijo, con una suavidad peligrosa—. Pero no confundas promesa con distancia. No pienso alejarme de ti.
El corazón de Elisa latía con tanta fuerza que temió que él pudiera oírlo. Dio un paso hacia atrás, chocando con el borde de la mesa. Elián avanzó un poco más, inclinando el rostro apenas, como quien estudia cada rasgo con una paciencia infinita.
—Eres distinta —susurró—. Hay algo en ti que me recuerda lo que alguna vez fui. Esa terquedad, esa forma de desafiarme incluso cuando tiemblas de miedo.
Elisa tragó saliva, la piel erizada. Quiso responder, pero la voz se le atoró en la garganta. Elián levantó la mano lentamente, como si le diera tiempo de apartarse, y rozó con los dedos un mechón de su cabello. El gesto fue tan leve, tan inesperadamente delicado, que la paralizó.
—No tienes idea de lo difícil que es para mí… contenerme —murmuró, su voz grave resonando en el aire como un secreto.
Ella cerró los ojos un instante, luchando contra la mezcla de repulsión y una atracción que no quería reconocer.
—Aléjate —logró decir, aunque el tono carecía de la firmeza que esperaba.
Elián sonrió apenas, sin apartarse todavía.
—Lo haré. —Su mano bajó con lentitud, liberándola del contacto—. Pero quiero que recuerdes algo, Elisa: no todo lo que soy es monstruo. Hay partes de mí que aún recuerdan la humanidad… y tú las despiertas.
El silencio quedó suspendido en la habitación. Un instante después, Elián dio un paso atrás, como si le costara hacerlo, y se dirigió hacia la puerta. Antes de salir, se volvió hacia ella con esa mirada insondable que mezclaba ternura y peligro en igual medida.
—Duerme bien, Elisa. La oscuridad de esta casa no siempre es enemiga. A veces, puede protegerte y estoy más que seguro de que la oscuridad de esta casa desea protegerte tanto o más que yo.
La puerta se cerró tras él, y Elisa se dejó caer de rodillas junto a la mesa, las manos temblando.
No entendía qué le pasaba, qué sentía por él; no sabía si debía odiarlo, amarlo, si debía rechazarlo, si debía buscar una salida.
Pero en lo más profundo de su ser, había algo peor que el miedo: era la certeza de que una parte de ella empezaba a responder a ese roce de oscuridad.