La Primera Entrega

1018 Words
La lluvia caía con fuerza esa noche; la respiración agitada de Elisa se mezclaba con el estruendo del cielo. Durante el día había comprendido que era su única oportunidad de salvar a su hermana y no la iba a perder. Salvaría a Elena costara lo que costara; se lo había prometido a sus padres. El reloj de la mansión marcaba la medianoche cuando la puerta de su habitación se abrió sin previo aviso. Dos hombres de traje, tan implacables como sombras, se acercaron y la invitaron a seguirlos. Ella dudó unos segundos, pero uno de ellos señaló con una leve inclinación de cabeza: no era una orden que pudiera ignorar. Recorrieron varios pasillos interminables, flanqueados por candelabros de hierro que desprendían un resplandor débil. Los muros de piedra parecían susurrar con el eco de pasos pasados, como si cada huésped anterior hubiese dejado allí un rastro invisible. El aire era denso, cargado de algo que no sabía si era incienso, polvo antiguo o simplemente el peso del tiempo. Finalmente, llegaron a una sala que parecía arrancada de otra época. Una cama de terciopelo azul se extendía en el centro, pero no era un lecho para descansar, sino un altar preparado para un ritual. Sobre una mesa cercana descansaban objetos relucientes: agujas, tubos de cristal, frascos plateados… El ambiente era cálido y oscuro, perfumado con incienso y algo más... hierro. Y allí, de pie, estaba Elián. Vestido de n***o absoluto, con una copa en la mano, como si la escena fuera parte de una ceremonia privada. Sus ojos grises brillaron apenas la vio, la observaba con una calma inquietante. Él solo sonrió. Elisa solo pensaba en lo bello que se veía en ese momento, pero al recordar que no se podía enamorar y decidió concentrarse en el lugar. —Llegas puntual —dijo Elián con voz grave, y dejó la copa sobre la mesa—. Es hora de cumplir lo acordado. Elisa tragó saliva, sintiendo que cada latido de su corazón retumbaba en sus oídos. —¿Aquí? —preguntó, incapaz de disimular el temblor de su voz. Elián asintió, acercándose lentamente. —Aquí. Y no temas… te prometí que no serías tocada más allá de lo necesario. Solo necesito una muestra de tu preciosa sangre… aunque para mí, incluso una gota tuya vale más que todo el oro de este mundo. Ella quiso retroceder, pero sus rodillas se doblaron bajo la presión invisible de aquella mirada. Uno de los hombres le indicó la cama; no con violencia, sino con una cortesía fría que resultaba aún más inquietante. Elisa se sentó, con las manos apretadas contra su regazo. Elián tomó asiento frente a ella. Sus gestos eran pausados, ceremoniosos. Abrió un pequeño estuche y sacó una jeringa de cristal, delicadamente tallada, como una reliquia. —No habrá dolor… al menos no del que temes en estos momentos. Le sostuvo la muñeca. Sus dedos estaban helados, pero la firmeza de su agarre transmitía un extraño consuelo. Mientras preparaba la aguja, Elisa no pudo evitar susurrar: —¿Por qué yo? Entre tantas personas… ¿Por qué mi sangre? Elián levantó la vista. Sus ojos tenían un brillo hipnótico. —Porque es la única que resuena con la mía. Llámalo azar, destino, o… condena. La aguja se deslizó en su piel con suavidad. Un ardor breve recorrió su brazo, seguido de un cosquilleo que se esparció como fuego lento por sus venas. Elisa observó cómo el cristal de la jeringa se teñía con un rojo intenso, más vivo de lo que había visto jamás. Era como si su propia esencia se negara a ser contenida. Elián la retiró y, con un gesto reverente, vertió la sangre en una copa de cristal oscuro. La sostuvo entre sus manos como quien recibe un sacramento. —Hermosa… perfecta y la sangre adecuada. Elisa apartó la mirada, mareada. Pero el silencio de la sala se quebró con el sonido de labios rozando el borde del cristal. Elián bebió un sorbo, lento, como si degustara un vino exquisito. Un suspiro escapó de su garganta, y por un instante su máscara de control se quebró: en su rostro apareció algo salvaje, una necesidad reprimida durante demasiado tiempo. —Eres mía ahora —susurró, apenas audible, pero lo suficiente para helar el aire. Elisa quiso protestar, pero en lugar de miedo sintió un escalofrío diferente recorriéndole la piel. La fragilidad del momento la hacía vulnerable… y, al mismo tiempo, inexplicablemente poderosa. Elián apartó la copa, volviendo a erguirse. El ansia en sus ojos se disipó, reemplazada por la calma de siempre. —Eso será suficiente por hoy. Descansa. Tu cuerpo necesitará adaptarse. Uno de los hombres cerró el estuche con la misma precisión con que lo había abierto, y la sala volvió a parecer un espacio inerte, como si nada hubiera sucedido. Pero Elisa sabía que no era así. Había dado la primera ofrenda, había sellado la realidad de un contrato del que no podía escapar. Mientras la escoltaban de regreso a su habitación, sus pensamientos se confundían entre miedo y un extraño magnetismo. No solo había perdido sangre esa noche: había entregado una parte de sí misma que jamás podría recuperar. Y en la penumbra de la mansión, Elián la observaba retirarse, con una sonrisa apenas perceptible. Había probado lo que tanto tiempo había esperado… y estaba seguro de que nunca volvería a conformarse con menos. Elisa se sentía mareada y confundida, pero empezó a recordar esos miles de rumores que había escuchado durante años sobre el último Thorne. El heredero de una antigua dinastía, dueño de medio continente… y algo más. Algo que las voces no se atrevían a nombrar por miedo a que los desaparecieran. Pero ella ya lo sabía, lo había confirmado esa noche. Elián era un vampiro y por eso deseaba tanto su sangre, lo que todavía era un dilema era qué tenía de especial su sangre para ser la adecuada. —Elisa… Gracias por tu sangre. Esa noche, exhausta por la primera extracción de sangre, decidió ignorar esa voz que tanto la proclamaba; ya tendría tiempo de descubrir de dónde provenía.
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