El amanecer llegó como una herida. La luz atravesaba las cortinas pesadas, pero Elisa no sintió alivio alguno. Su cuerpo estaba entumecido, como si cada hueso pesara más de lo que debía.
Apenas logró incorporarse: el brazo donde Elián había tomado la muestra ardía con un dolor sordo que se extendía por todo su costado.
Era algo que no entendía; no era la primera vez que le extraían sangre, que era diferente esta vez porque su cuerpo parecía haber cambiado.
Se llevó la mano al pecho. Su corazón latía más rápido de lo habitual, pero cada latido parecía hueco, incompleto, como si algo se hubiera llevado una parte de ella que no regresaría jamás.
La habitación estaba en silencio, pero el eco de la noche anterior seguía vivo en su memoria: la aguja, la sangre llenando el cristal, los labios de Elián posándose en la copa. Un estremecimiento recorrió su cuerpo. No era solo horror. Había algo más, algo inconfesable.
Trató de levantarse, pero sus piernas no cedieron. Se desplomó sobre la cama, jadeando. El sudor frío le pegaba cada mechón de cabello a la frente. Cerró los ojos, buscando calma… y entonces comenzaron las imágenes.
Soñó.
Un bosque rojo, iluminado por una luna enorme y sangrienta. Entre los árboles, una figura la esperaba: Elián, vestido de n***o, con las manos extendidas. Sus ojos brillaban como brasas, y cada vez que parpadeaba, el cielo se oscurecía un poco más.
Ella caminaba hacia él sin poder detenerse. Sus pies se movían solos, hundiéndose en la tierra húmeda. Podía oír la respiración del bosque, podía sentir la pulsación de la sangre bajo su piel, como un tambor que marcaba un destino.
Cuando llegó hasta él, Elián le tomó la mano con delicadeza.
—Ya eres parte de mí —susurró en el sueño—. Y yo, parte de ti.
El calor de su voz la quemaba y la helaba al mismo tiempo. Quiso apartarse, pero su cuerpo no le obedecía. Una sombra surgió detrás de él, gigantesca, alargada, con garras que rozaban el suelo. Y entonces despertó con un grito ahogado.
La habitación estaba intacta. La vela consumida aún reposaba en la mesa, como prueba muda de que el tiempo había pasado. Pero el sueño había dejado una huella real: marcas rojizas en su muñeca, como si algo hubiera apretado su piel con demasiada fuerza.
Elisa se abrazó a sí misma.
—No puede ser real… no puede…
El sonido de la puerta interrumpió sus pensamientos. Uno de los hombres de traje entró sin inmutarse.
—El amo Elián desea saber cómo se encuentra —dijo con voz monocorde—. Le envío esto para que coma algo.
Ella abrió la boca para responder, pero no encontró palabras. El hombre inclinó la cabeza, dejó la bandeja de comida y se retiró, cerrando la puerta tras él.
El silencio volvió a caer, más pesado que antes. Elisa respiró hondo y se miró en el espejo. Su rostro estaba más pálido, sus labios más secos. Pero lo que más la perturbó fue el brillo en sus ojos: no era solo cansancio. Era como si algo nuevo habitara en ella, algo que no estaba la noche anterior.
Se dejó caer en la silla frente al escritorio. Allí estaba el diario en blanco que había visto el primer día. Tomó la pluma con manos temblorosas y escribió una frase:
"Hoy sentí cómo mi cuerpo ya no me pertenece."
La tinta se corrió, formando figuras extrañas sobre el papel, como si hasta las palabras quisieran escapar. Cerró el cuaderno con violencia y lo empujó lejos.
El resto del día pasó en una bruma; trataba de comer, pero la comida no le sabía igual; sentía que ya nada era igual. Cada tanto, caía en un sueño ligero y volvía a ver fragmentos del bosque rojo, de Elián en la penumbra, de aquella sombra que crecía detrás de él. Al despertar, el mismo pensamiento la atormentaba: su sangre había abierto una puerta, y ahora algo atravesaba lentamente hacia este lado, reclamando cada parte de ella.
Al despertar encontró otra bandeja; esta vez el plato estaba tapado y encima tenía una nota.
“Necesitas alimentarte, por favor, come lo que te he preparado; nos vemos a las 8 p.m. para cenar”.
Decidió comer para tratar de recuperar fuerzas; esta vez devoró cada bocado. Era como si el simple hecho de saber que Elián le había preparado aquella comida despertara en ella un apetito feroz y el saber que cenaría con él despertara un anhelo de verlo.
Después de comer se levantó con mejor ánimo y decidió salir a caminar; deseaba ver a su hermana, pero su cuerpo en esos momentos le indica que era mejor no irse lejos.
El aire fresco del gran jardín le dio mil años de vida; sentía cómo el delicioso aroma de las flores impregnaba dentro de ella.
—El señor Elián necesita verla ahora —interrumpió el hombre que le había llevado de comer.
Elisa solo asintió y se dispuso a seguirlo nerviosa. Solo podía pensar que se metió en problemas por estar en el jardín sin permiso.
—Adelante —se escuchó detrás de una gran puerta de mármol.
Elisa entró sin dudar, aunque seguía nerviosa.
—Elisa, he pedido que trasladen a tu hermana —dijo Elián.
—No entiendo —balbuceó Elisa—. He hecho algo mal.
—No me has dejado terminar de hablar —dijo Elián—. He pedido que la trasladen a la mansión, tendrá el mejor equipo médico cuidando de ella noche y día. Y te tendrá a ti.
—Gracias. —Elisa lo abrazó sin pensarlo.
—No tienes que agradecer —dijo Elián fríamente—. Necesito que estés tranquila cada vez que me des tu sangre.
—Ve a alistarte, casi es hora de cenar.
Elisa asintió y se marchó; su corazón se había emocionado de pensar que Elián se había preocupado por sus sentimientos, pero lo hacía por su sangre.
Elián, por su parte, sintió sentimientos que no entendía con ese fugaz abrazo que decidió interrumpir porque tenía que descubrir qué había cambiado dentro de él desde esa primera toma de sangre.