Tragedia

1141 Words
Han pasado más de tres meses desde que mi vida cambió por completo. Me echaron de casa sin nada más que la ropa que llevaba puesta, y desde entonces, he estado sobreviviendo en la calle, buscando refugio donde puedo, durmiendo en parques o en los rincones más oscuros de la ciudad. No ha sido fácil, pero he aprendido a endurecerme. No tengo otra opción. Por suerte, conseguí un trabajo como lava platos .A penas me pagan lo suficiente para comer. Mi sueño es reunir el dinero necesario para irme a Estados Unidos, encontrar a Fernando y decirle todo. Estoy segura de que cuando se entere del bebé, vendrá a mi lado. Él me ama, estoy convencida de eso, tanto como yo lo amo a él. Solo tengo que aguantar un poco más. Le he dejado varios mensajes y lo he llamado hasta el cansancio, pero él no responde, jamás me responde. En este momento, mis manos están ocupadas con platos y ollas, tratando de mantener el ritmo mientras mi cuerpo ya empieza a sentir el cansancio del día. Mi vientre ha crecido más rápido de lo que esperaba. Debo estar entre los tres y cuatro meses de embarazo, aunque ni siquiera estoy segura; no he podido ir al médico, no tengo el dinero para eso. —Niña, ten cuidado con ese vientre, no vayas a romper algo —se burla uno de mis compañeros, su tono cargado de sarcasmo. Aprieto los dientes, ignorándolo como siempre. Las bromas sobre mi embarazo se han vuelto una rutina diaria, pero ya no me afectan como antes. Sé que no entienden mi situación y que a ellos les da igual, solo soy otra chica más que ha cometido un error, al menos a sus ojos. Para mí, este bebé es lo único que me mantiene de pie. Aparte del trabajo en el restaurante, también hago collares con mis propias manos y los vendo en el parque. No es mucho, pero me ayuda a ahorrar un poco más para mi viaje. Cada vez que vendo uno, imagino que estoy un paso más cerca de encontrar a Fernando, de que todo vuelva a estar bien. Pero en el fondo, la incertidumbre me consume. No sé cómo será el futuro. Y aunque trato de mantener la esperanza, cada día se siente más difícil. Cuando salí del restaurante, el cansancio ya pesaba en mis piernas, pero no podía darme el lujo de descansar. Me dirigí directamente al parque, con la pequeña bolsa de collares que había hecho durante la semana. Al llegar, vi a la señora Rosario, una anciana que siempre se sienta en el mismo banco. Nos habíamos cruzado varias veces, y aunque nunca hablamos mucho, ella siempre me ofrecía una sonrisa cálida. —Nunca dejas de trabajar, muchacha —dijo con su voz suave, mirándome con esos ojos llenos de sabiduría y bondad. Me acerqué a ella, sentándome a su lado por un momento. Sentía el peso de los platos y las ollas que había estado cargando todo el día, pero también la presión de mi vientre, que crecía más rápido de lo que había imaginado. —No tengo otra opción —respondí con una sonrisa cansada—. Necesito juntar dinero. Ella me observó en silencio por un momento, y aunque no lo dijera, parecía entender más de lo que yo estaba dispuesta a contar. —Eres fuerte, muchacha —dijo finalmente, estirando una mano temblorosa para tocar la mía—. No dejes que este mundo te robe esa fuerza. Su amabilidad me conmovió, y aunque no tenía mucho que ofrecerle, le sonreí agradecida. Ella era de esas pocas personas que no me miraban con lástima ni juicio, sino con comprensión. Eso, en un mundo que se sentía cada día más frío, era un respiro. —Gracias, señora Rosario —dije suavemente, mientras me levantaba para empezar a vender mis collares—. Significa mucho para mí. Acompañé a la señora Rosario hasta su casa, que resultó ser una mansión imponente, con un jardín bien cuidado y grandes ventanales. Aunque el lugar era lujoso, me sentí extrañamente cómoda con su calidez. Después de despedirme, regresé al parque, caminando lentamente debido al cansancio extremo. Estaba agotada, y mis pies parecían pesar toneladas. Decidí ocultarme entre los árboles para descansar un momento y evitar posibles peligros. Sin embargo, mi breve calma fue interrumpida cuando una camioneta se acercó. Reconocí el vehículo; era uno de los carros de la casa de mi padre. El chófer bajó y se dirigió hacia mí. —Azul, tengo un mensaje de Fernando para ti —dijo el hombre con tono impersonal. Me sorprendió escuchar sobre Fernando, y mi corazón se aceleró con esperanza. —¿Cuál mensaje? —pregunté, ansiosa. Sin previo aviso, el chófer lanzó al suelo la cadenita que yo le había regalado a Fernando. Me agaché rápidamente para recogerla, pero en ese momento, el hombre, de cabello oscuro y ojos cafés, me lanzó al suelo con una brutalidad inesperada. Antes de que pudiera reaccionar, me dio un puñetazo en la cara. El dolor me hizo perder el aliento. —¡No, suéltame! —grité, intentando liberarme, pero él no cedió. —El joven no quiere estorbos que lo aten a una muerta de hambre —dijo con frialdad, mientras sacaba una navaja y la empuñaba cerca de mi vientre. El dolor fue indescriptible cuando sentí el frío de la navaja perforando mi vientre. Un grito de agonía se ahogó en mi garganta mientras la sangre comenzó a brotar. El hombre no se detuvo allí; después de clavar la navaja, me dio dos patadas brutales en el abdomen. Cada impacto fue como un golpe de un martillo, sacudiendo todo mi cuerpo. Me di la vuelta con dificultad, el dolor atravesando cada fibra de mi ser, y abracé mi cuerpo con fuerza. La sangre se mezclaba con mis lágrimas, y la sensación de traición y desesperanza era abrumadora. La navaja había dejado una herida profunda, y el dolor era tan intenso que parecía consumirlo todo. El hombre se inclinó hacia mí, su rostro un velo de fría amenaza. Sus palabras resonaron con una crudeza implacable: —No vuelvas a acercarte a los Vidal o te mataré… Cuando el hombre se alejó, la agonía se apoderó completamente de mí. Me giré con dificultad para ver el daño en mi vientre. La sangre seguía fluyendo sin parar, y el dolor era casi insoportable. A pesar de mis esfuerzos por levantarme y buscar ayuda, mis fuerzas se desvanecían rápidamente. Intenté mantenerme consciente, pero la sensación de debilidad y el dolor abrumador hicieron que me desmayara. Mi visión se nubló y, finalmente, la oscuridad se cerró a mi alrededor, llevándome a un estado de inconsciencia mientras yacía en el suelo, con la esperanza de que alguien llegara a ayudarme antes de que fuera demasiado tarde.
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