Cuando desperté, el primer impulso fue bajar mis manos hacia mi abdomen. Sentí un vacío doloroso; mi vientre estaba plano, y el bebé ya no estaba. Un sollozo salió de mi garganta, el dolor de la pérdida era inmenso y casi insoportable.
Miré a mi alrededor, tratando de orientarme, y vi a la señora Rosario acercándose con una expresión de alivio y tristeza. Su cabello castaño y sus ojos verde agua me dieron una pequeña sensación de consuelo en medio de mi devastación. Ella tomó mi mano con ternura.
—Muchacha, tienes suerte de estar con vida. Estuviste más de seis meses en coma —dijo con una voz suave pero firme.
—Mi bebé —susurré, mi voz quebrada por el dolor.
—Tu niña está en el cielo, cariño… Pero tú estás viva. Debes testificar quién te lastimó.
—Yo… no me acuerdo —dije, mi mente todavía nublada por el trauma.
La idea de enfrentar a Fernando, ahora protegido por mi padre y con el poder de Cristóbal Vidal, era aterradora. El miedo me paralizaba.
—No me atrevo a denunciar a Fernando… él es ahora el protegido de mi padre, y Cristóbal Vidal es un hombre muy poderoso —murmuré.
—Jamás me has dicho tu nombre —dijo la señora Rosario con una nota de curiosidad y comprensión.
—Yo soy Ana Julia Méndez —respondí, el peso de mi antiguo nombre, Azul Vidal, ya no me pertenecía. No quería ser la huérfana a la que todos lastimaban, no quería saber nada más de esa familia.
En ese momento, un hombre joven se acercó; era el médico. Su cabello castaño y sus ojos color miel reflejaban una preocupación sincera.
—Se llama Ana Julia —confirmó la señora Rosario.
—Pues Ana Julia, eres afortunada de estar con vida —dijo el médico con una voz profesional pero empática—. Lamentablemente,es muy complicado que logres un embarazo que llegue a término en el futuro.
Sus palabras cayeron como una fría verdad, el impacto de la pérdida del bebé sumado a la angustia de las dificultades futuras me hicieron sentir aún más perdida. Mi vida había cambiado drásticamente, y el camino por delante parecía incierto y lleno de desafíos.
La señora Rosario me apretó la mano con una calidez reconfortante.
—Cariño, irás conmigo a mi casa. Yo te cuidaré —dijo con firmeza—.
—Yo no podría aceptar… —respondí, mi voz temblando con incertidumbre.
—Claro que sí aceptarás —insistió, su tono era tranquilizador—. Tengo una enorme sorpresa para ti.
Esa misma tarde, el médico me revisó y, sorprendentemente, me dieron el alta. La señora Rosario me llevó a su casa, que resultó ser una enorme mansión de la familia Coleman. Era un lugar impresionante, lleno de elegancia y sofisticación. Pero noté dos coronas en la entrada, lo que indicaba que había habido una reciente pérdida.
Mientras recorría la casa, una enfermera bajó con un bebé en brazos. El bebé era el más hermoso que había visto en mi vida. Su piel era suave y su pequeño cuerpo parecía estar envuelto en un aura de inocencia y tranquilidad. La señora Rosario hizo una señal para que me lo entregaran, y al sostener al bebé, sentí su calor y el latido de su pequeño corazón. Fue un momento de pura emoción y alivio.
—Él es Dante Coleman, mi nieto menor —presentó la señora Rosario con una sonrisa de orgullo.
El bebé, con su delicada apariencia, parecía ser un rayo de esperanza en medio de mi dolor.
La señora Rosario me miró con tristeza mientras hablaba.
—Mi hijo y su esposa acaban de fallecer en un accidente. Solamente me quedaron mis nietos. Pobres niños, me imagino lo que deben sentir al perder a sus padres, porque es lo que yo sentí cuando me quedé sola.
—Lo siento mucho, señora Rosario. Me imagino lo que sentirán los niños —dije, mi voz llena de empatía por su dolor.
Justo entonces, la puerta se abrió y apareció un hombre alto, de cabello oscuro y ojos verde esmeralda. Su mirada de desdén se posó sobre mí, examinando mi sencillo vestido, que estaba roto en la parte de la falda. Sin decir una palabra, extendió las manos y me quitó al bebé de los brazos.
—Abuela, es increíble que traigas a pordioseras a nuestra casa y les permitas cargar al bebé —dijo con desdén.
—Yo no soy ninguna pordiosera. Mejor me voy, señora Rosario —dije, sintiéndome herida y humillada.
—No, no te irás —dijo la señora Rosario con firmeza—. Leo, ella es Ana Julia y será mi protegida a partir de hoy. Necesito su ayuda.
—Ayuda no necesitamos ayuda —replicó Leo con un tono de desprecio.
La señora Rosario rió suavemente, con una mezcla de ternura y determinación.
—Tú trabajas todo el día y yo necesito a alguien que me ayude con el bebé.
Aunque Leo parecía decidido a rechazarme, no podía negar la necesidad de ayuda. No quería volver a las calles ni alejarme de Dante.
—Abuela, puedo contratar a las mejores enfermeras —sugirió Leo, aún con un tono despectivo.
—No está en discusión, Leonado Coleman. Ana Julia se quedará —dijo la señora Rosario, poniendo fin a la discusión con autoridad.
Yo me sentí aliviada y agradecida, sabiendo que al menos tendría un lugar donde quedarme y la oportunidad de estar cerca del bebé que tanto necesitaba.