Capítulo 1

1623 Words
Libro de las Almas: 1.3: Antiguamente el libro se creó con la finalidad de llevar un cronograma y secretos del círculo de las brujas infernales. Sin embargo, esto cambió e algún punto de la historia cuando llegó de alguna forma a las manos de los arcángeles y comenzó su modificación. En él se pueden encontrar tanto hechizos, como pensamientos importantes en la historia, ya sea relevantes, o simples chismes. Un día desapareció de ambos mundos y solo una persona está capacitada para abrir de nuevo su contenido. A él le pertence todo lo que adentro se encuentra. Príncipe Demonio. ————————————————— Somer —¡Somer! ¡Llegarás tarde! —Mi madre, como todas las mañanas, me levantó, o por lo menos eso intentó quitándome la cobija y dándome una nalgada en señal de: Arriba, o te enfrentarás al huracán Catrina. Y sí, por muy irónico que suene, ese era su nombre—. ¡Vamos! Iré a preparar el desayuno. Resignada y algo somnolienta me levanté. Acababa de tener un sueño extraño. Bueno, no es como si todos mis sueños fueran normales pero este sí lo era porque lo sentí casi real, vivido. Me acuerdo de unas flores con un olor riquisimo, unos ojos de impactante color amarillo brillante parecido a un gato y una vista preciosa como de un jardín. Es como su realmente lo hubiese vivido, pero jamás he visto u olido algo así. Agité la cabeza quitando esos pensamientos y me estiré en la cama. Ay, no quería ir al instituto hoy. ¡Es fin de semana! ¿¡A quién se le ocurría dar clases esos días!? ¿¡Por qué tenía que ir!? Solo estaba en el momento y sitio equivocado, viendo lo que obviamente no tenía que ver y aquí estoy, castigada por idiota y por una estúpida máquina de hacer espuma. Hacía unos días, luego de que me dijeran que la llevase a la oficina del rector al final de una muy entretenida clase de teatro, sin querer, y por descuido debo admitir, la dejé atravesada; para mi desgracia, también conectada. Quería verificar que hubiese llegado bien luego de que rodó cinco escalones abajo después de caerseme por andar de distraída. Había pasado la prueba de encendido con éxito, solo quedaba desconectarla he irme, pero antes tenía que atarme los zapatos, cuando apoyé el pie en el orillo del mueble me tropecé y desconecté la lámpara que estaba a mi lado, donde casualmente había dejado la máquina de hacer espuma. La cuestión es que me equivoqué de cable por estar viendo a los chicos que entrenaban para las finales de atletismo. Estaban sin camisa corriendo... Y, sí, me senté en la máquina. “Ese estúpido error me salió caro”. A los treinta minutos todo el despacho estaba lleno de espuma; y al estar en Somerlandia, pues, salí de ahí sin revisar nada. Al final resultó que dos horas después de mi clase el director llamó por los altavoces al personal de limpieza molesto, y a mí por supuesto. Revisaron las cámaras de seguridad y vieron lo ocurrido, obviamente. Aunque, ahora que recuerdo, fue divertido llegar a la escena del crimen y ver cómo intentaba salir de allí sin tropezar a cada instante. Él se perdía por unos segundos adentro de la espuma y gritaba por ayuda. “Lo siento director. Es muy temprano para un baño de espuma por mi parte”. Pensé. Una sonrisa socarrona había surcado mis labios al verlo caer a cada momento sin poder mantener el equilibrio. Sin embargo, esa sonrisa se borró al advertir a mis padres parados allí en una esquina, viéndome fijamente. Ellos, como si se hubieran cronometrado, negaron con la cabeza al mismo tiempo. Mamá de brazo cruzados, y con cara de: ¿es en serio? ¿Otra vez, Somer? Despues de ello, obviamente ya saben cómo soy de torpe, me perdonaron y entendieron la situación luego de que hablara con ellos y les explicara lo sucedido —obviando la parte de la distracción, por estar viendo a los chicos sin camisa—. Pero, por desgracia el director no se apañó en mi defensa y me castigó sin consideración alguna. “¿Qué podría ser peor que eso?”. Me dije a mísma. Ah, sí, cuatro meses en detención obligatoria asistiendo a clases o, mejor dicho, encierro todos los sábados con el profesor Merlín. Sí, como el mago. Un viejo de sesenta años, veterano de guerra según él. Según yo, tendría para este entonces unos doscientos y más de años. Pero se le inunda la chaveta, sin mencionar su estricta metodología para entregar los trabajos. Él se encargaba de anotar sus fórmulas, trabajos y ejercicios de matemáticas en la pizarra a diestra y siniestra, ¡sin importarle el nivel en el que estuviéramos el muy desgraciado! ¡Era un maldito viejo, cara de bagre. Como todos los días, cada vez que llegaba al instituto y nos encontrábamos en esa aula, era como un Juego de Tronos entre los dos. Él por demostrar que era el puto amo superior de las matemáticas, y yo por bajarlo de esa galaxia, porque si había alguien que supiera de números en esta vida, esa era yo. ¡Y Bien! Veamos, no soy friki. Es que mis padres trabajan en un programa especial de la N.A.S.A. Papá es astrónomo, y mi madre es ingeniera científica molecular graduada en la universidad de Harvard, y papá en Oxford. Y hora que lo pienso, ¿cómo joder se conocieron? Después se los preguntaré. Me gustaria decir que todo esto me enorgullece y de cierta manera sí, pero cuando estas sola todo el tiempo... En pocas palabras, el crecer así ocasionó que el primer sonido gutural con sentido complexo salido de mi boca fuese: veintidós. ¿Por qué? No lo sé. Siempre fui una bebé extraña, o superdotada, como dicen mis padres. A decir verdad, mi IQ sobrepasaba al de Einstein; pero, así como parecía una máquina para aprender y razonar, era todo lo contrario para hacer amigos, distraerme y, sobre todo, era experta para tropezarme meterme en líos sin buscarlos. Eran apenas las ocho de la mañana y mis clases comenzaban a las nueve. Tenía tiempo de sobra para llegar pues mi instituto no quedaba sino a la vuelta de la esquina, dos calles bajando. Cuando nos mudamos de Oklahoma a la gran manzana, mamá pensó en todo para que nos quedaran los lugares cerca, y así no tener que gastar dinero en taxis. Internamente se lo agradecía, ya que eso de caminar y recorrer grandes distancias no es lo mío. Y si a esto se le suma tu mejor amigo que se mudó contigo para no dejarte sola, era pasable la mudanza y el nuevo cambio de ambiente. Después de tomar una larga ducha, con agua fría para ver si me despertaba —cosa que no funcionó al parecer, ya que salí del baño bostezando—, fui al armario para colocarme la ropa interior y buscar el atuendo que llevaría hoy: unos shorts negros, camisa de mangas largas lila y unos botines marrones que papá me había regalado para mi cumpleaños. Ellos serían mis acompañantes el día de hoy. Me agarré el cabello en una media coleta, mal hecha para variar, me vi en el espejo y decidí aplicar un poco de crema en mi rostro para cubrir las manchas del sol las cuales se veían como pecas sobre mis mejillas. No las odio, pero tampoco las tolero. Parece como si fuera un vampiro que no puede salir a la luz, cosa que no es mentira. “¡Mi cara, joder!”. Bajé a desayunar jugando con las mangas de mi camisa y me encontré con mamá sentada en uno de los taburetes de la cocina. Ladeé la cabeza mientras veía como tecleaba frenéticamente algo sobre su pobre computador. Ni el escritor más osado que haya pisado la Tierra era capaz de escribir con tanta rapidez, y con tanto desespero como mi madre en ese momento. Carraspeé un poco para que notara mi presencia en el umbral de la puerta. Ella me dio una mirada rápida para señalarme con la mano que mi comida estaba servida frente a ella. Me senté con el ceño fruncido en el lugar indicado, tomé una tostada con mermelada y la mordí sonoramente. Fresas. “Amo a mamá”. —¿Sucede algo? —pregunté curiosa, todavía con la boca llena—. Te vez ansiosa, mamá. Ella dejó salir un suspiro, agotada, junto a una mueca de desagrado. —Tu padre volvió a ver a esa mujerzuela, rubia oxigenada, de nuevo. —Ahí vamos de nuevo—. Hoy en la noche viajo para donde se encuentra, en la reunión de científicos gubernamentales. Una de las cosas que me daba ternura y gracia a la vez eran esos celos que tenía mamá todavía con mi padre. Lo amaba con toda su alma a pesar de que se habían enamorado jóvenes y que me habían tenido tarde, a los treinta y cinco años. No dejaba que las mujeres se le acercaran, así fueran colegas. Hay que admitirlo, papá puede tener sus años, pero encaja perfectamente en la categoría de Suggar Daddy. Varias compañeras de clases, cuando él iba a buscarme, me lo decían sin vergüenza. Pero como soy una hija celosa, hacía lo mejor que me salía: amenazarlas con tirarlas de las escaleras. Al principio se reían, pero como veían que era una amenaza de verdad se limitaron a hacer sus trabajos conmigo y no se volvieron a acercar a él… ni a mí tampoco, claro está.
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