Ariana
De hecho, si no me hubiera quedado embarazada de su hijo hace años, habría pensado que fue un sueño.
¿Qué diablos está haciendo aquí?
Es incluso más guapo de lo que recordaba. Su cabello está más largo, no tan cuidadosamente cortado. Le da el aire de una obra maestra de Miguel Ángel. Tiene una barba incipiente que lo hace parecer un pícaro, y su nariz es perfectamente romana. He estado esperando durante los últimos siete años que mi hijo heredara esa nariz.
Los labios del señor Vegas están apretados en una expresión de desaprobación absoluta, pero yo recuerdo lo carnosos que eran. Y, por Dios, esas pestañas. Las mujeres de todo el mundo se aplican capas y capas de rímel todos los días tratando de crear lo que Dios le dio tan generosamente. Es alto, más alto de lo que recordaba. Pero claro, llevaba tacones la noche que nos conocimos en el bar del hotel.
La edad no ha hecho más que acentuar y perfeccionar la belleza de sus rasgos. Cada centímetro es un Adonis. Cada centímetro.
—Oh, Dios mío. —Mis manos tiemblan tanto que casi dejo caer la taza de café sobre la estación cuando me doy vuelta para dejarla y tomar una servilleta—. Lo siento mucho… lo siento muchísimo…
El señor Vegas emite un sonido de frustración y ni siquiera me mira a la cara cuando me arrebata la servilleta de la mano. Diane se lanza con una servilleta propia para salvar su chaqueta de lino, pero su formación en Recursos Humanos parece activarse porque decide no tocar el pecho de su compañero.
Su pecho sexy.
Me llevo las manos a las mejillas, un hábito desafortunado cuando me siento abrumada.
—Lo siento mucho.
—Tú… —Cruza la mirada conmigo y deja de hablar. ¿Me reconoce?
Entorna los ojos, como si intentara ubicarme. Siete años es mucho tiempo. Si no tuviera a su copia exacta correteando por mi casa como recordatorio diario, estoy segura de que tampoco lo reconocería.
Aunque, bueno, es el hombre más sexy que he visto en mi vida.
El destello de reconocimiento da paso a una mirada tan cargada de calor que me sonrojo desde la coronilla hasta los dedos de los pies. La química física entre nosotros fue instantánea la primera vez que nos vimos. No me sorprende en lo absoluto que siga allí, intacta, todos estos años después.
Mis rodillas están peligrosamente cerca de flaquear.
Pero me salvo cuando él se da vuelta. Exhala.
—Esta chaqueta y camisa van a necesitar limpieza en seco —espeta.
—De verdad, lo siento muchísimo.
¿Cuántas veces he balbuceado esa misma frase idiota como una corderita esperando, estúpidamente, a que el lobo la devore sin posibilidad de salvación?
—Adrián —dice Diane con voz amable—. Esperaba poder hacer esta presentación en mejores circunstancias, pero los accidentes ocurren. Ella es Ariana Vance. Es tu nueva asistente.
—¿Qué? —preguntamos al unísono, el señor Vegas y yo.
Adrián. Adrián Keller. Por supuesto. En el frenesí de mi error idiota, no se me había ocurrido conectar los puntos.
Oh, no. El mundo es un pañuelo, un pañuelo diminuto.
Nos miramos. Adrián no parece más contento que yo.
—No puedes hablar en serio —dice, dejando de secarse la camisa y mirando a Diane.
Pues vaya. No recordaba que fuera tan maldito desagradable. Es cierto que le arrojé café encima, pero fue un accidente. Hablando de primeras impresiones horribles. Me cuesta no taparme la cara para ocultar la vergüenza.
—Lo digo totalmente en serio —dice Diane. Es el tipo de mujer que no tiene problemas en plantarse ante una confrontación, y eso me gusta de ella. No en vano es jefa del departamento de Recursos Humanos.
—No lo creo —dice Adrián, sin mirarme. Como si no existiera.
Oh Dios, oh Dios, oh Dios. De todos los escenarios de pesadilla que se me ocurrieron anoche mientras no podía dormir, escupirle café encima a mi jefe, que además es el padre de mi hijo, no es algo que hubiera imaginado ni en los recovecos más mórbidos de mi mente.
¿Por qué tengo que ser un desastre total?
Quiero salir corriendo de aquí antes de que tenga la oportunidad de despedirme. ¿Puede despedirme? Tal vez pueda recoger los pedazos de mi dignidad camino a la salida.
Pero Jeremy. Mi dulce Jeremy. Tomé este estúpido trabajo de asistente para poder cuidar de él. Es mi vida. Necesita un techo sobre su cabeza. Se acerca su cumpleaños. Quiere jugar en la liga infantil. Y con mi hermana Elise fuera de combate, también tengo que ocuparme de ella. Necesito este trabajo. Y no voy a dejar que ninguna de estas circunstancias incómodas y absurdas me haga echarme atrás.
Ni siquiera pude conseguir un trabajo sirviendo helados, por el amor de Dios. Tengo veinte dólares en mi cuenta bancaria y ya estoy pensando en alimentar a mi hijo con ramen instantáneo con huevo hasta que me paguen.
No voy a dejarme intimidar por este hombre. Sea mi jefe o no. Sea sexy o no. Sea el padre de mi hijo o no.
—Llevaré tu ropa a la tintorería —digo con voz calmada, dando un paso al frente, sorprendiéndome a mí misma.
—¿Qué? —responde Adrián, mirándome. Con las líneas marcadas entre sus hermosas cejas gruesas, parece permanentemente disgustado.
—Llevaré tu ropa a la tintorería —repito. Es difícil no venirme abajo bajo la mirada que me lanza, pero mantengo la cabeza en alto—. Fue mi error. Me—me sorprendiste, eso es todo.
—Vaya susto el que te diste —dice, mirándome con desdén.
—Me asusto con facilidad —respondo, lo cual no es del todo cierto. Nunca en mi vida había escupido mi bebida encima de alguien, y menos de mi jefe, pero bueno, sumémoslo al desastre.
—¿Podemos hablar un momento? —le dice Adrián a Diane, dándome la espalda como si me despidiera con la mirada.
—Por supuesto —responde Diane amablemente. Me mira—. Puedes ir a acomodarte en tu oficina, Ariana. Vamos, Adrián, hablemos en la mía. —Se da la vuelta y comienza a caminar por el pasillo, bastante complacida consigo misma. Dios la bendiga.
Adrián la sigue con una expresión de mutinía. Me lanza una última mirada, un revoltijo de irritación, deseo y preguntas.
Todavía no me reconoce, gracias al cielo.
En cuanto desaparecen de vista, me dejo caer contra la estación de café y suelto un suspiro. Tengo las manos empapadas de sudor, así que levanto la taza de maldito café con ambas manos para llevarla a la cocina. No necesito más cafeína disparando mis niveles de cortisol, muchas gracias. Hoy no puedo confiarme con más café.
Camino por el pasillo hasta mi escritorio, que Diane me había mostrado antes durante el recorrido, para mantenerme fuera del camino de todos.
Tengo que contarle a Adrián sobre Jeremy, ¿no?
Siete años de búsquedas infructuosas. De esperar. De soñar con que algún día podría decirle a mi hijo quién era su padre. ¿Cuántas veces ha vuelto del colegio y me ha preguntado por él? Cuanto más crece, cuanto más tiempo pasa con otros niños, más nota que no tiene un papá como sus amigos. Mi ex, Brett, cambió eso por un tiempo. Jeremy nunca lo llamó “papá”, pero empezó a ocupar ese lugar. Tal vez, si todo no hubiera salido mal, lo habría llamado así.
Oh, Dios. No puedo pensar en eso ahora.
¿Qué pasa si le presento a Adrián a Jeremy y él también desaparece? Jeremy y yo apenas pudimos con lo que pasó con Brett.
¿Qué pasa si Adrián me despide? ¿O si, en vez de desaparecer, se involucra demasiado? ¿Y si intenta quitarme a Jeremy?
Los escenarios que dan vueltas en mi cabeza me revuelven el estómago. He pasado por demasiado, he visto demasiado, como para creer que las probabilidades de añadir una pareja a nuestra pequeña familia de dos estén alguna vez a mi favor. No importa cuánto lo intente, mis relaciones nunca parecen funcionar.
—Diane dice que te quedas —dice Adrián, con voz cortante, detrás de mí.
Doy un salto y vuelvo al presente. Estoy frente a mi escritorio, mirando fijamente una tacita llena de clips. Me doy la vuelta y lo veo pasar junto a mí, dejando una estela de su colonia. Suficiente para hacerme tambalear otra vez.
Apoyo una mano en el escritorio para estabilizarme.
Él se da vuelta y cruza los brazos sobre su camisa manchada de café. Nos miramos durante un instante que me deja sin aliento.
Entrecierra los ojos, con la mirada clavada en la mía.
—Pero aún así quiero que te vayas.