Chicago, Distrito Financiero - 2:47 AM
Marcus Ashford había visto diecisiete cadáveres en sus nueve años como detective de homicidios de Chicago. Suicidios que no lo eran. Asesinatos disfrazados de accidentes. Escenas tan brutales que los técnicos forenses vomitaban antes de terminar.
Ninguno lo había preparado para esto.
La oficina ejecutiva en el piso 43 de la Torre Millennium estaba impecable. Ni una gota de sangre manchaba la alfombra persa de quince mil dólares. Ni señales de forcejeo perturbaban el orden meticuloso del escritorio de caoba. Las cámaras de seguridad—tres funcionando perfectamente—no habían captado nada inusual en doce horas.
Solo un CEO muerto en su silla de cuero italiano, con los ojos abiertos mirando algo que ya no estaba ahí.
Lo que perturbaba a Marcus no era el cadáver. Era la expresión.
Terror absoluto mezclado con algo más. Algo que parecía... adoración. Como si Richard Kellerman hubiera visto algo tan aterrador y tan magnífico simultáneamente que su mente se rompió tratando de procesar la contradicción.
Marcus se agachó junto al cadáver, estudiándolo con distancia profesional. Kellerman tenía cincuenta y dos años. Manicura reciente. Corte de cabello de doscientos dólares. Traje hecho a medida que probablemente costaba más que el salario mensual de Marcus.
Sin marcas visibles de violencia. Sin espuma en la boca. Sin cianosis. El forense tendría que determinar la causa exacta, pero Marcus había estado en suficientes escenas para reconocer cuando algo estaba fundamentalmente mal.
Y aquí, todo estaba mal.
—Detective Ashford.
La voz de su compañera, Sarah Chen, sonó tensa desde el otro lado de la oficina. Sarah llevaba solo tres años en homicidios, pero era la investigadora más meticulosa que Marcus había conocido.
Marcus bordeó el escritorio. Sarah estaba arrodillada junto a la pared sur, iluminando con su linterna algo grabado en el panel de madera oscura.
No grabado exactamente. Quemado.
—¿Qué demonios es eso? —murmuró Marcus.
El símbolo era imposible de describir. Líneas que se curvaban en ángulos que no deberían ser posibles, que parecían moverse cuando no las mirabas directamente. Marcus sintió su visión periférica captando movimiento constante, pero cuando giraba la cabeza las líneas permanecían estáticas.
Mirarlo más de unos segundos causaba dolor sordo detrás de los ojos.
—No lo sé. Pero hay más. En el baño. En la ventana. Dentro del cajón de su escritorio. He contado diecisiete símbolos idénticos, todos quemados en superficies diferentes: vidrio, madera, mármol, metal.
Sarah se detuvo, mordiéndose el labio.
—Como si algo hubiera estado tratando de abrirse paso. Desde adentro. Desde dentro de las paredes, del vidrio, del metal mismo.
Marcus sacó su teléfono, tomando fotografías desde múltiples ángulos. Notó algo extraño: en la pantalla, el símbolo aparecía ligeramente diferente de cómo se veía a simple vista. Como si la cámara captara dimensiones adicionales.
Se acercó al cadáver nuevamente. Richard Kellerman, CEO de Kellerman Financial Group. Casado veinticinco años. Dos hijos en universidades de la Ivy League. Sin enemigos conocidos. Filántropo que donaba millones. m*****o de ocho juntas directivas.
Un pilar de la comunidad.
Y en su muñeca izquierda, apenas visible bajo el puño de su camisa, Marcus notó algo.
Un tatuaje.
Jaló cuidadosamente la manga hacia arriba.
El mismo símbolo que estaba quemado en las paredes. Pero este no estaba simplemente tatuado con tinta ordinaria.
Estaba... latiendo.
Muy levemente, el símbolo en la muñeca de Kellerman pulsaba con un ritmo que no coincidía con ningún latido cardíaco humano. Un ritmo más lento, más profundo.
—Sarah. Llama al forense. Y necesitaremos del laboratorio forense con equipo especializado. Esto es...
Las luces se apagaron.
No gradualmente. Todas al mismo tiempo, incluyendo las luces de emergencia que legalmente deberían tener batería de respaldo.
La oscuridad fue tan completa que Marcus literalmente no podía ver su propia mano. Era oscuridad antinatural, densa, casi tangible.
—Marcus. ¿Qué pasó con las luces?
Marcus alcanzó su arma por instinto, sus dedos encontrando la empuñadura familiar de su Glock. Buscó su linterna, pero cuando presionó el botón, nada sucedió. La batería estaba completamente cargada esta mañana.
—Quédate quieta. No te muevas.
Pero sabía que no era solo un apagón. Los apagones no apagaban linternas con baterías frescas. Los apagones no creaban oscuridad que se sentía como estar sumergido en líquido n***o.
Y los apagones definitivamente no respiraban.
Marcus lo escuchó: una inhalación profunda, húmeda, como si viniera de pulmones llenos no de aire, sino de tierra mojada. Luego exhalación, lenta y deliberada.
Algo estaba respirando en la oscuridad con ellos.
—Marcus. Hay alguien más aquí. Lo siento moviéndose.
Marcus también lo sentía. Un desplazamiento de aire. Una presencia imposible de ubicar porque parecía venir de todas direcciones simultáneamente.
El olor llegó después. Azufre, definitivamente, pero mezclado con algo más antiguo. Algo que olía como tierra antes de que la vida creciera en ella. Tierra estéril. Tierra muerta.
Marcus apuntó su arma hacia donde pensaba que estaba el sonido, sabiendo que era inútil. No podía ver nada.
Pero la voz, fue lo peor.
Era profunda, resonante, imposible de ubicar porque venía de todas partes y ninguna parte. Pero lo que la hacía aterradora era el tono. No amenazante. No cruel. Casi... divertida.
—Detective Ashford.
Marcus sintió su sangre enfriarse. La cosa conocía su nombre.
—Marcus David Ashford. Nacido el 17 de marzo de 1985. Hijo de Katherine Anne Ashford, nieto de David Matthew Ashford, bisnieto de...
La voz se detuvo abruptamente.
Un silencio se extendió. Marcus tenía su dedo en el gatillo, su cuerpo tenso, cada instinto gritándole que disparara, que corriera.
Cuando la voz continuó, había genuina sorpresa en ella.
—Oh. Qué interesante. No sabías, ¿verdad?
—¿Quién está ahí? ¡Identifíquese! Esta es una escena de crimen activa.
La risa que siguió hizo eco extrañamente. No era risa humana. Tenía demasiadas capas, demasiadas voces superpuestas.
—¿Interfiriendo? Oh, Detective. No estoy interfiriendo. Estoy iluminando. Revelando. Despertando.
—¡Marcus! ¡Algo me tocó!
—¡Quédate donde estás!
—¿Sabes qué eres realmente, Marcus Ashford? ¿Sabes de dónde viene tu línea de sangre? Tu bisabuelo no era completamente humano. Era lo suficientemente humano para pasar desapercibido, pero su abuelo... ah, su abuelo era algo mucho más interesante.
—No sé de qué estás hablando.
—¿No? Pero tu sangre lo sabe. Tu sangre recuerda. Por eso puedes ver los símbolos. Por eso te duele la cabeza cuando los miras. Por eso has tenido esos sueños extraños toda tu vida—sueños sobre ciudades que nunca existieron y guerras nunca registradas.
Marcus sintió su mundo inclinarse. Porque la cosa tenía razón sobre los sueños. Desde que tenía memoria, Marcus había tenido pesadillas recurrentes. Ciudades de cristal cayendo. Criaturas con demasiadas alas luchando contra cosas hechas de sombra pura. Voces en idiomas que no debería entender pero comprendía.
Había ido a terapia cuando era adolescente. Los doctores lo habían llamado imaginación hiperactiva. Le habían dado medicamentos que no funcionaron.
Eventualmente había aprendido a vivir con los sueños.
—Tu tatara-tatara-abuelo era un Adamah Rishon. Uno de los Primeros. Los humanos defectuosos que Dios creó antes de perfeccionar el diseño con Adán y Eva.
La voz estaba más cerca ahora, tan cerca que Marcus podía sentir aliento frío contra su mejilla.
—Eso es mitología. Historias.
—Toda mitología tiene raíz en realidad. Los Adamah fueron sellados hace eones. Pero algunos dejaron descendencia antes. Sangre diluida a través de generaciones, tan delgada que es casi imperceptible. Casi. Pero sigue ahí. En ti.
Marcus sintió algo cálido en su mano derecha.
—Y ahora que la guerra ha comenzado realmente. Ahora que los sellos se rompen y los Olvidados despiertan... esa sangre diluida se volverá muy valiosa.
Las luces volvieron.
Todas al mismo tiempo, tan abruptamente como se habían apagado.
Marcus parpadeó contra el resplandor, su arma aún levantada, buscando frenéticamente algún objetivo.
La oficina estaba vacía. Él y Sarah estaban completamente solos. Nada había cambiado. Kellerman seguía muerto. Los símbolos seguían quemados en las paredes.
Pero algo era diferente.
Sarah lo miraba con ojos muy abiertos, su rostro pálido.
—Marcus... tu mano.
Marcus miró hacia abajo.
En el centro de su palma derecha, grabado con precisión quirúrgica, había una marca que definitivamente no había estado ahí treinta segundos antes.
El mismo símbolo imposible. Líneas que se curvaban en ángulos equivocados.
Y mientras Marcus lo miraba, horrorizado, la marca comenzó a arder.
No con calor. Con frío. Un frío tan intenso que se sentía como fuego, irradiando desde su palma hacia arriba por su brazo.
—¿Qué mierda...?
Su teléfono sonó. Con manos temblorosas, Marcus contestó.
—Ashford.
—Detective Ashford. Mi nombre es Sister Evangelina. Necesito que escuche con mucha atención.
—¿Quién es usted? ¿Cómo consiguió este número?
—Eso no importa ahora. Ha sido marcado. La marca en su mano lo hace visible para cosas que antes no podían verlo. Tiene aproximadamente seis horas antes de que vengan a reclamarlo.
—¿Qué? ¿Quién va a venir?
—Los demonios que lo marcaron querrán su sangre. Los ángeles que detectan su linaje querrán eliminarlo. Y los humanos que sirven a ambos querrán usarlo. Tiene seis horas, Detective.
—Usted está demente. Voy a rastrear esta llamada—
—Mire la pared detrás del escritorio de Kellerman. La sección que parece intacta.
Marcus miró. Parecía perfectamente normal.
—No veo nada.
—Mire con la mano marcada. Sosténgala hacia arriba.
Sintiéndose ridículo pero desesperado, Marcus levantó su mano derecha. Miró la pared a través de sus dedos extendidos.
Y vio.
La pared estaba cubierta de símbolos. Docenas. Cientos. Invisibles al ojo normal pero brillando con luz negra.
Y formaban palabras. En idioma que no debería poder leer pero podía.
"El primero despierta. Los sellos se rompen. La guerra comienza. Elige tu bando o sé consumido."
—Oh Dios.
—Dios no lo ayudará con esto, Detective. Pero yo puedo. Si me permite. Hay un lugar seguro donde puede aprender qué es realmente, qué significa esa marca, cómo sobrevivir.
—¿Dónde?
—La Iglesia de San Miguel Arcángel en Lincoln Park. Venga solo. No le diga a nadie a dónde va. Especialmente no a su compañera.
Marcus miró a Sarah, que estaba hablando por su propio teléfono con el forense.
—¿Por qué no Sarah?
—Porque ella lleva una marca diferente. Una más antigua. Y sirve a diferentes amos, aunque ella misma no lo sepa todavía.
La línea se cortó.
Marcus se quedó mirando su teléfono, luego su mano marcada, luego la pared cubierta de advertencias invisibles.
Seis horas.
El sol comenzaba a salir sobre Chicago, luz dorada filtrándose a través de las ventanas del piso 43.
Y Marcus Ashford, detective de homicidios, supo con terrible certeza que su vida acababa de dividirse en antes y después.
Antes de la marca.
Y después.
Después no iba a ser nada como antes.