La Reunión del Consejo

1829 Words
El salón no existía en ningún mapa terrestre porque no existía completamente en la Tierra. Suspendido en el espacio liminal entre lo material y lo espiritual, el Círculo de Concordia había sido neutral durante tres mil años. Su ubicación era imposible de describir en términos geográficos convencionales. Estaba en todas partes y en ninguna parte, accesible solo para aquellos que conocían las palabras correctas, los gestos precisos, el precio exacto en sangre o luz que el umbral demandaba. Las paredes del salón estaban hechas de algo que parecía mármol blanco, pero se movía casi imperceptiblemente, como si respirara. Símbolos antiguos—anteriores al sumerio, anteriores a cualquier lenguaje humano—brillaban tenuemente en la piedra viviente, pulsando con un ritmo que coincidía con algún latido cósmico. Siete sillas rodeaban una mesa circular de obsidiana pulida. La mesa reflejaba no la apariencia actual de quien se sentaba ante ella, sino su verdadera naturaleza. Era incómodo para todos, razón por la cual las reuniones aquí eran tan infrecuentes. Esta noche, las facciones se habían reunido bajo tregua sagrada. La última vez fue durante la Peste Negra, cuando un tercio de Europa moría. Antes de eso, la caída de Roma. El ángel llegó primero, como siempre. Sammael, Guardián de las Puertas del Este, se materializó a partir de un rayo de luz sin fuente discernible. En su forma humana aparente era un hombre de mediana edad con cabello plateado y ojos que contenían demasiada profundidad, como pozos descendiendo hacia el infinito. Vestía un traje gris simple, sin adornos. Pero la superficie de la mesa de obsidiana contaba otra historia. En el reflejo, Sammael era una figura de luz pura con seis alas que se extendían en geometrías imposibles. Sus ojos se multiplicaban en espiral hacia el centro de su ser, cada uno ardiendo con fuego blanco. Sammael había quemado Sodoma. Había matado a los primogénitos de Egipto. Era misericordia y masacre en partes iguales. Tomó su asiento sin ceremonia, sus alas invisibles plegándose en gesto de no agresión. El demonio llegó segundo, materializándose desde las sombras con olor a azufre y algo más antiguo—tierra antes de que germinara vida en ella. Andromalius, Duque de los Ladrones y Descubridor de Tesoros Escondidos, eligió presentarse como un hombre de mediana edad en traje impecablemente cortado. Cabello oscuro peinado hacia atrás. Ojos completamente negros—sin blanco, sin iris, solo oscuridad infinita que no reflejaba nada. En la superficie de obsidiana, su verdadera forma era masa de sombras retorciéndose con demasiados brazos, demasiadas bocas. Alrededor de él, cadenas espectrales se arrastraban. Se sentó frente a Sammael con sonrisa que no alcanzó sus ojos vacíos. —Sammael. Han pasado siglos. —La última vez fue en 1347. Acordamos límites durante la Peste. —Y ambos los violamos inmediatamente después. —Efectivamente. Luego llegaron los humanos. La primera fue una mujer de aproximadamente cuarenta años, aunque su edad real era imposible de determinar. Representaba a la Orden del Ojo Abierto, la sociedad secreta más antigua que servía a fuerzas demoníacas. Doctora Helena Voss. Bajo su traje de diseñador, tatuajes ocultos brillaban: pactos escritos en su propia carne. En la obsidiana, su reflejo mostraba algo perturbador: una mujer siendo devorada lentamente desde adentro por algo con demasiados dientes. Tras ella, un hombre demacrado de sesenta y tantos años tomó asiento: el Padre Thomas Reyes, representante de los Custodios de Salem, descendiente de una línea que se remontaba a los primeros sacerdotes hebreos. Su familia había mantenido pactos con ángeles menores durante generaciones. Su reflejo mostraba cadenas de luz dorada, hermosas pero opresivas, envolviéndolo completamente. Era tanto prisionero como guardián. La tercera humana cambiaba sutilmente según el ángulo—a veces masculina, a veces femenina, a veces algo entre ambos. Se llamaba simplemente "Oráculo" y representaba a la Hermandad del Umbral, los que habían elegido neutralidad y pagaban el precio de ver todos los futuros posibles simultáneamente. En la obsidiana, su reflejo se dividía y multiplicaba infinitamente, cada versión mostrando un posible resultado de esta reunión, la mayoría terminando en sangre. Los tres humanos tomaron sus asientos, formando los vertices de un triángulo incómodo. La sexta silla fue ocupada por algo que hizo que incluso Sammael y Andromalius se tensaran. El Nephilim entró sin ruido a pesar de sus tres metros de altura. Su cuerpo era contradicción viviente—mitad divino, mitad mortal, completamente imposible según las leyes que ambos bandos habían acordado después del Diluvio. No tenía nombre pronunciable en lenguajes humanos. Los registros antiguos lo llamaban "el Gigante" o "el Último de los Vigilantes". Había aconsejado a Gilgamesh. Había visto caer Troya. Su rostro era atemporal. Ojos dorados brillando con luz propia. Piel que parecía contener patrones cambiantes, como si antiguas escrituras fluyeran bajo su superficie. En la obsidiana, su verdadera naturaleza era visible: alas rotas, cicatrices de luz que nunca sanarían, el peso de siglos de neutralidad forzada. Tomó su asiento sin hablar. La séptima silla permaneció vacía. El silencio se extendió, tenso. Cada uno esperando que otro hablara primero. Finalmente, Sammael rompió el silencio. Su voz resonó con armónicos imposibles, como múltiples voces hablando simultáneamente. —Han roto el Segundo Sello. No era pregunta. Era acusación. Sus ojos de fuego blanco se fijaron en Andromalius. El demonio sonrió sin humor, reclinándose con estudiada indiferencia. —¿Acusaciones tan pronto? El Cielo siempre tan rápido para culpar al Infierno. ¿Quién quebró el Pacto de Nicea diecisiete veces en el último siglo? Posesiones preventivas. Eliminación de líneas de sangre completas. Reescritura de memorias— —Esto es DIFERENTE. La interrupción vino del Padre Reyes, su voz temblando. —Los Estratos Olvidados nunca debían ser tocados. Eso fue acordado después del Diluvio. Por TODOS. Los Adamah Rishon debían permanecer sellados hasta el fin de los tiempos. Doctora Voss se inclinó hacia adelante, tatuajes bajo su piel pulsando con mayor intensidad. —Los Adamah no son propiedad del Cielo. Fueron descartados. Abandonados como bocetos defectuosos. Si alguien tiene derecho sobre ellos, son aquellos que también fueron desechados por el tirano que se hace llamar Creador. —NADIE tiene derecho. La voz del Nephilim sonó como piedras antiguas chocando. Todos se giraron. —Fueron sellados por razones que van más allá de vuestra política. Despertar a los Primeros no es simplemente liberar prisioneros antiguos. Es despertar lo que ELLOS recuerdan. Lo que tocaron. Lo que aprendieron cuando la creación era fresca y las costuras eran visibles. Silencio absoluto cayó. Oráculo habló por primera vez, su voz muchas voces superpuestas. —El Tohu se agita en su prisión. Diecisiete puntos de la Red de Contención han mostrado debilitamiento en seis meses. Veintidós anomalías espaciotemporales. Cuarenta y tres casos de humanos reportando sueños idénticos—sueños sobre oscuridad que respira, sobre caos que piensa, sobre el universo deshilachándose. Los ojos múltiples de Oráculo se fijaron en Sammael. —No es coincidencia. No es degradación natural. Alguien está debilitando sistemáticamente los cimientos. Y todos aquí saben quién. El ángel se puso de pie tan abruptamente que su silla de piedra crujió. La temperatura subió veinte grados mientras su verdadera naturaleza presionaba contra los límites de su forma. —¿Lucifer? ¿El Lucero del Alba se atreve a—? Y por primera vez, Sammael mostró algo además de autoridad divina. Mostró miedo. Andromalius también se puso de pie. Toda pretensión de civilidad se evaporó. Las sombras en el salón se extendieron, hambrientas. —El Lucero del Alba tiene un plan que ni vosotros ni nosotros ni estos humanos podéis comprender. Ha visto lo que hay más allá del Velo. Ha tocado los bordes del Tohu. Ha hablado con los Adamah en sus prisiones. Y ha entendido lo que todos os negáis a aceptar. —¿Qué? —susurró el Padre Reyes, pálido como ceniza. Andromalius se inclinó sobre la mesa, sus ojos negros absorbiendo toda luz. —Que Dios no creó el universo de la nada. Solo lo organizó del caos. Y lo que fue organizado puede ser... desorganizado. Lucifer no quiere el Trono del Cielo. Ese siempre fue malentendido conveniente. Él quiere algo mucho más fundamental. —Quiere romper el universo —murmuró el Nephilim, cerrando sus ojos dorados—. Y comenzar de nuevo. Sin tiranos. Sin jerarquías. Sin orden forzado sobre caos natural. Sammael explotó en luz pura. Su forma humana se desgarró. Por un momento su verdadera naturaleza llenó el salón—seis alas desplegándose en dimensiones imposibles, tres pares de ojos ardientes, una espada de fuego blanco manifestándose. —¡BLASFEMIA! ¡HEREJÍA ABSOLUTA! Pero Andromalius solo rió, sonido como vidrio rompiéndose en reversa. —¿Verdad, querrás decir? Esta reunión es inútil, Sammael. No hay neutralidad posible. Los Clavos de Vacío ya están siendo forjados. Los sellos se debilitan día a día. Los Nephilim pronto deberán elegir bando. Sus ojos negros se fijaron en el Gigante. —Y cuando lleguemos a las Puertas del Cielo con armas que pueden matar ángeles permanentemente, cuando los Adamah liberados nos muestren dónde yace aprisionado el Tohu, cuando finalmente rompamos las Cadenas Primordiales... Se detuvo, saboreando el momento. —Aprenderéis lo que se siente ser abandonados por vuestro Creador. El Nephilim se levantó lentamente, su altura proyectando sombras pesadas. —Hay una razón por la que la séptima silla está vacía. Todos miraron la silla desocupada. Doctora Voss frunció el ceño. —Los Gnósticos Renacidos fueron invitados. Confirmaron asistencia. ¿Por qué—? —Porque ya eligieron —interrumpió Oráculo, todas sus voces unificándose en susurro horrorizado—. Los he estado viendo en futuros posibles. No están del lado del Cielo ni del Infierno. Están del lado del Tohu. Van a intentar liberar lo que está Antes. Van a pronunciar el Nombre Prohibido. El salón explotó en gritos simultáneos—acusaciones, negaciones, amenazas. Helena insistía que su orden habría sabido. El Padre Reyes citaba textos antiguos. Sammael y Andromalius gritaban uno al otro. Solo el Nephilim permaneció en silencio, mirando la silla vacía con resignación en sus antiguos ojos. Porque había visto esto antes. En los días previos al Diluvio. En los últimos momentos de Atlántida. En la caída de Babel. La humanidad siempre encontraba nuevas formas de invocar su propia aniquilación. Y esta vez, ni siquiera Dios podría detener lo que venía. Mientras las facciones se disolvían en sus reinos respectivos—Sammael en rayo de luz furiosa, Andromalius hundiéndose en sombras con risa de despedida, los humanos desapareciendo a través de portales—la séptima silla permaneció vacía. El Nephilim fue el último en irse. Se detuvo en el umbral, mirando hacia atrás. Y allí, grabado en el respaldo de la silla vacía con precisión quirúrgica, había aparecido un símbolo que no había estado ahí al comienzo. Un símbolo en lenguaje anterior a todos los lenguajes. Un símbolo que dolía mirarlo, que parecía moverse cuando no lo observabas directamente. El Gigante lo reconoció. Lo había visto hace eones, cuando el mundo era joven. Era el primer signo del Tohu. Y significaba, simplemente: DESPIERTO
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