Prólogo. Parte 1: El origen.

3775 Words
― ¿Qué es exactamente lo que tengo hacer para que el ritual de invocación funcione? ―preguntó Eduardo con un claro gesto de incredulidad. La anciana lo miró asombrada, ella esperaba que esa advertencia bastara para que el sujeto saliera corriendo de ahí, pero todo lo contrario, el tipo parecía determinado a comprobar que ella mentía. En sus cincuenta años sirviendo como sacerdotisa del satanismo y de la hechicería maligna, nunca se había topado con una actitud tan altanera y contestona. ― ¡Con eso no se juega muchacho! ―le respondió la mujer regresando los billetes que Eduardo acababa de depositar en su mano. Eduardo soltó una risotada grosera mientras metía sus dedos en un cuenco con un líquido rojizo y espeso que reposaba sobre una esquinera. ― Como lo imaginaba, son puras patrañas ―se mofó Eduardo en el rostro de la anciana estirando su mano para quitarle el dinero que le pertenecía―. Y pensar que me la recomendaron como la mejor satanista de la región… bah. Sus palabras estaban cargadas de burla. Miró alrededor y toda aquella parafernalia no le parecía más que una puesta en escena para funcionar como trampa caza bobos. Dio un giro sobre sus talones y antes de salir se puso a jugar con unos cráneos pequeños, como de bebes, que colgaban del techo, la verdad es que toda aquella utilería engañaría a cualquier otro, pero no a él, pensó para sus adentros. Eduardo era un caso particular, su obsesión por lo oculto y lo místico lo habían llevado por caminos inimaginables. Aquello que comenzó como el pasatiempo de un joven profesor de antropología, de a poco se fue convirtiendo en una insana obsesión que le llevo a hacer cosas y visitar lugares que cualquier otro palidecería de solo escucharlo, y solo por el deseo de tener experiencias cercanas con el lado oscuro. ― Si quiere cráneos de bebes reales para su decoración, tengo un contacto en el cementerio que se los conseguiría por un buen precio, de resto, su puesta en escena es admirable. Eduardo recorrió con su vista el ancho de la recamara. Un cuarto en tinieblas iluminado por la luz rojiza de unos velones intervenidos con químicos para dotarles de ese particular color, se hallaba recubierto en sus cuatro paredes por inscripciones echas con sangre que reeditaban casi a la perfección un antiguo conjuro en legua aramea que Eduardo se sabía de memoria. En el centro de la habitación, la sacerdotisa yacía postrada sobre un camastro casi desnuda, recostada sobre el cuerpo juvenil de uno de sus ayudantes varones que exhibía un falo grotesco. Una jovencita que cubría su sexo solo con un pedazo de tela negra, danzaba alrededor de todos ellos con un inmenso sapo aplastado contra sus enormes pechos y una máscara negra y amorfa sobre el rostro. ― ¿Entonces piensas que estoy bromeando? ―le recriminó la anciana. ― Es la única explicación. Yo vine hasta aquí y le ofrecí pagarle lo que usted me pidió, entonces me sale con esos sermones baratos que solo dejan entrever que no puede cumplir lo que promete. La anciana sacerdotisa hizo a un lado al muchacho, apartándolo con la mano. Se puso de pie haciendo un silencio ceremonial. Incorporada se mostraba como una mujer alta en exceso, con una contextura esquelética, por vestimenta solo llevaba una túnica roída y descuidada que de vez en cuando dejaba a la vista un par de senos flácidos y arrugados que colgaban a la altura de su estómago. El pelo grisáceo y mohoso caía desparramado en todas las direcciones. Dio un par de pasos y se colocó justo al frente de Eduardo, y con sus dedos anular e indicé terminados en senda garras, acaricio los labios de Eduardo. ― ¿De verdad no entiende lo que te estoy diciendo muchachito? ― Usted solo trata de asustarme ―le dijo Eduardo sin perder la compostura. ― ¿Sabes lo que significa querer llamar al mismísimo Lucifer? ―la anciana dejó escapar una risita de naturaleza incierta―. Al mismísimo príncipe de las tinieblas solo puede llamársele renunciando a dos cosas: a la libre voluntad y a la salvación eterna. Eduardo sostuvo la mirada de la sacerdotisa cuando la chica paso detrás suyo danzando con gestos obscenos. El muchacho aun recostado sobre el camastro se dejó ver el rostro, y Eduardo no le calculo más de unos quince años. ― Si eso es todo ―sentenció Eduardo al fin― no tengo problemas con eso. La anciana no pudo evitar un escalofrió cuando Eduardo sin previo aviso abrió los labios para dejar salir su lengua y lamerle los dedos que ella aún mantenía sobre los labios de él. ― Lucifer se complace en la lujuria ―acotó la anciana dando muestras de excitación―. Preparemos todo entonces. Eduardo miró complacido cuando la sacerdotisa comenzó a impartir órdenes a sus sirvientes para preparar todo el intrincado ritual. No era la primera vez que se encontraba en esa posición. Ya mucho tiempo y dinero había invertido pagándole a charlatanes como ella para siempre llevarse la decepción de descubrir que se trataban de fraudulentos y farsantes. De a poco le empezaba a tomar el gusto al simple placer de desenmascararlos, y por lo menos una vez al mes se dedicaba a concretar visitas a sitios como aquel, donde la sacerdotisa se jactaba de tener una línea de conexión directa con el mismísimo Lucifer. Sentado sobre un pentagrama que el joven dibujó con maestría ensayada, Eduardo se esforzaba en determinar si el líquido rojo empleado en el dibujo era sangre real o si solo se trataba de una fantasía empleada por parte de la anciana. Cuando el joven pasó cerca de él, Eduardo echo la cara a un lado para evitar que el enorme falo erguido del chico le golpeara en el rostro, ya que sin importar la acción que realizara, la erección no desaparecía de aquel cuerpo cavernoso. Mientras tanto la joven, ahora completamente desnuda, restregaba sus manos sobre su sexo dándose placer en el centro del pentagrama a un par de pasos de las narices de Eduardo. Aquel cuerpo retorciéndose de deseo de una forma tan explícita y asquerosa al mismo tiempo, lo puso en un estado de contradicción. Los pechos gigantes y redondos de la chica temblaban al tiempo que ella aumentaba la velocidad del roce sobre su clítoris. Gritos guturales y de deseo ahogado eran arrancados de la garganta de aquella muchacha que se sumía en un trance de espasmos y contracciones en la medida que placer rebosante la saciaba. Eduardo trató de ubicar a la sacerdotisa cuando las pocas luces de la habitación menguaron hasta dejar el espacio sumido en una penumbra incierta. Todo pasó muy rápido y nadie le avisó si todo aquello ya era parte del ritual planificado, pero sin pensárselo dos veces buscó la entereza para mantenerse alerta. Sin embargo el espectáculo de la chica de la máscara negra teniendo sexo consigo misma no le dejaba mucho espacio para la cordura. Cuando el trance del orgasmo le sobrevino a la muchacha, luego de su afanada labor sobre su entrepierna, dejó escapar un grito que le retumbo en los oídos al desprevenido Eduardo. Con el cuerpo cubierto de perlitas de sudor, la joven apretó con sus manos al mismo sapo hinchado y verrugoso que segundos atrás había aplastado contra su pecho y lo exprimió con tanta fuerza, que los ojos del animal saltaron de sus cuencas. Con las manos empapadas en la sangre y vísceras del anfibio, y luego de lanzar el cadáver a los pies de Eduardo, la muchacha se quitó la máscara. Eduardo asombrado observo el hermoso rostro de la chica que se encontraba frente a él. En sus facciones solo un rasgo chocaba frente a la armonía del resto: la chica no tenía ojos. Eduardo volvió a dar un vistazo a su alrededor, buscando a la sacerdotisa, pero a esa altura del ritual ya no se veía nada más allá de los confines del pentagrama dibujado sobre el suelo, y todo la habitación comenzaba a sumirse en un sonido de chillidos infernales. Por la cabeza se le paso la idea de confrontar a la chica y preguntarle sobre las heridas en sus ojos; no era algo poco común encontrar adeptos que en su furor se auto mutilarán el cuerpo de formas impensables, pero llegar a los extremos que había llegado aquella chica parecía algo ya bastante excesivo. Sin embargo el accionar de ella no le dejó tiempo para reaccionar. Inmediatamente luego de despojarse de la máscara comenzó a gatear arrastrándose como una serpiente sobre el suelo mohoso. En un pestañeo se encontró a los pies de Eduardo y acto seguido se irguió ante el quedando con su rostro a la altura de su entre pierna. Eduardo apretó los puños cuando descubrió delante de él aquella insinuante mujer. Su instinto no reparo en el hecho de que apenas segundos atrás, sobre su sexo, ella restregaba la piel de un sapo. En su pantalón, fue imposible disimular el bulto de una implacable erección que Eduardo no logró evitar. Cómo si ningún impedimento visual atenuara su proceder, la chica arrojó sus manos sobre el paquete de Eduardo, pero él reacciono deteniendo sus manos antes de que ella lograra tocar nada. La chica reaccionó dejando escapar una risa demoniaca y solo entonces le habló. ― Debes renunciar a tu libre voluntad ¿Lo olvidas? ―la voz de la joven era un sonido incierto, una sombra de dulzura se opacaba detrás de la lascivia que destilaban sus palabras. ― Pero nadie dijo nada sobre sexo ―replicó Eduardo. La chica no respondió nada, pero zafó sus manos del poder de Eduardo y acto seguido procedió a acariciar su abdomen. Eduardo levantó la vista para mirar una vez más y tratar de dar con el paradero de la supuesta sacerdotisa, pero su visión se mostraba cada vez más tenue. La chica al darse cuenta de que perdía la atención de su cliente, se levantó por completo dejando la punta de sus pechos justo en la cara de Eduardo quien por instinto trato de hundir en ellos su rostro pero optó para hacer la vista a un lado, pero la joven obstinada en captar su atención dio un brinco y quedo sentada en las piernas de él. ― No te resistas ―le susurró ella. ― No me resisto ―aclaró Eduardo―, solo no me dejo convencer por tus insinuaciones para poder descubrir el engaño. ― Aquí no hay ningún engaño. ― ¿Ah no? ―Eduardo le preguntó en tono burlón― ¿entonces lucifer si vendrá hasta aquí hoy? ― Lucifer te encontrara si eso es lo que quiere ―le habló ella buscando morderle el lóbulo de la oreja. Eduardo hacía un gran esfuerzo para mantener a raya sus impulsos de lujuria. Sabía que si quería mantener la compostura para no dejarse llevar por los artilugios y patrañas engañosas de esa gente debía mantener la mente lo más clara posible, y hundir su rostro en los senos de aquella mujer no era la mejor forma de conseguir la claridad mental. Aun una cuarta vez buscó Eduardo en los confines de aquella oscuridad el rastro de la sacerdotisa y de su asistente Príapo, pero no logró dar con ellos, en cambio la chica aprovechó su distracción para colocarle en su nariz su mano en forma de cuenco donde había depositado un polvo que saco de algún lugar que para Eduardo quedo en la incógnita. La chica sopló el polvo con profusión ocasionando que Eduardo no pudiera evitar inhalar aquella nube amarillenta que se había formado delante de él. Solo entonces ocurrió algo. Un repiqueteo de tambores embriagó el espacio de aquellas tinieblas, los brazos de Eduardo cayeron a ambos lados de su cuerpo y las pupilas de sus ojos se dilataron hasta más no poder. Su cuerpo empezó a retorcerse y a contorsionarse de formas anti naturales y a demostrar un estado de desenfreno. La chica se levantó de inmediato al sentir la reacción de su víctima. Los tambores incrementaron con furia su cacofonía y las velas dejaron de exhibir aquellas tímidas llamitas para dar paso a verdaderas llamaradas de antorchas que le conferían al recinto un color y una temperatura verdaderamente infernales. Eduardo cayó a un lado con el rostro hundido en un charco del incierto liquido rojo, y con la visión en horizontal alcanzó a ver como de entre las sombras emergía una figura descomunalmente aterradora: Una piel sanguinolenta y cubierta de una especies de escamas cubría un cuerpo de casi dos metros de altura; dos patas peludas rematadas en pesuñas se desplazaban con parsimonia avanzando hacia él; un torso arrugado que exhibía dos pechos flácidos y colgantes debajo de los cuales el espectro dejaba ver la dualidad de su sexo: un enorme falo erguido en una erección obscena y la abertura de lo que solo podía ser una monstruoso v****a. Como cabeza se adivinaba la vaga imagen de un macho cabrío con el cráneo rematado por dos espirales en sus cuernos, y unos colmillos que salían de sus fauces destilando una baba espesa. Trastabillando Eduardo retrocedió danto tumbos sin atinar a ponerse de pie. Como pudo, gateó para hacer distancia con aquella infernal aparición, pero para su infortunio la pared estaba demasiado cerca. Cuando intentó reponerse a sus erráticos movimientos fue demasiado tarde, la criatura había llegado a quedar a escasos centímetros de su posición y le amenazaba con sus fauces abiertas. Eduardo intentó gritar pero ningún sonido salió de su boca. La gigantesca cabeza de macho cabrío se inclinó sobre él, dejando caer un hilo de baba sobre su rostro. Y con gesto amenazador amagó con abalanzarse sobre él, fue entonces cuando Eduardo, quien hasta ese momento había fingido su estado de intoxicación, volvió a accionar de manera lucida. Con un movimiento rápido se incorporó haciendo trastabillar a la criatura con pasos torpes, y poniéndose de pie para luego encararle, logró ocasionar el descalabro del monstruo. Solo para entonces quedó en descubierto todo el teatro que la supuesta sacerdotisa había puesto en función, vestida con aquella inmensa mascara y subida sobre un par de zancos. Siempre que se preparaba para asistir a ese tipo de rituales, Eduardo su administraba una pequeña dosis de diferentiamina, una droga experimental y prohibida, que un colega químico le había recomendado. Los efectos psicotrópicos controlados de la diferentiamina sumían a la mente en un estado de inhibición radical donde los impulsos como el miedo o la supervivencia eran suprimidos, pero como efecto adicional evitaba que el sistema nervioso central pudiese ser alterado por el resultado de cualquier otro psicotrópico o estupefaciente, cualidad que a Eduardo le venía de lo mejor, ya que como lo aprendió con sus reiteradas experiencias, los charlatanes siempre se valían de los efectos de los opiáceos para engañar a los incautos. Así de esta manera Eduardo logró dejar en evidencia otra charlatanería más. Limpiando lo mejor que pudo su ropa y su rostro Eduardo no paraba de reír. La anciana desde el suelo, aplastada debajo de la parafernalia que le cubría, le gritaba toda clase de improperios y maldiciones mientras sus dos asistentes se debatían entre ayudarla o burlarse también ellos. Eduardo salió de aquel recinto por el mismo que camino que llegó, con una sonrisa de satisfacción dibujada en su rostro. * Rodeado por varios de sus conocidos en la barra del bar, Eduardo relataba los pormenores de su última hazaña desenmascarando a la anciana sacerdotisa. Una risotada sonora inundó aquel recinto cuando el relato llego a su punto de culmen. Eduardo era considerado casi una eminencia por aquel lugar: inteligente, guapo, soltero, de mediana edad, con una buena posición económica y con el don del habla para cautivar a cualquiera. Sus amigos le respetaban y las chicas se rendían a sus pies casi por arte de magia. Una ronda de tragos gratis siguió a la finalización de su narración, y un grito de salud reverbero en las paredes de aquel bar a medio llenar que mantenía un ambiente de baja iluminación y penumbra. La música de jazz sonaba a un volumen intermedio cuando Eduardo manifestó su retirada. Luego de algunas despedidas cordiales, Eduardo se enfiló hacia la puerta caminando entre las gentes, fue entonces cuando la divisó: sentada en una mesa apartada y solitaria, se encontraba sentada la mujer más hermosa que jamás había visto en su vida. Era una belleza hermosa como le gustaba decir, y le impresionaba descubrir que una mujer tan asombrosa se hallara sumida en la soledad. La joven se miraba imponente con rasgos que para él resultaban irresistibles: era delgada y a la vez voluptuosa, y de una altura no tan exagerada, con una piel natural y carente de maquillaje que dejaba adivinar la suavidad de su tez; exhibía un par de ojos negros como la noche, bien abiertos y contorneados por unas pestañas hermosas que acentuaban la dulzura que sus gráciles y carnosos labios conferían a su ovalado rostro; El cabello n***o como carbón, desprovisto de cualquier tipo de adornos, caía sobre su espalda y hombros enmarcando su faz con un par de mechones que bajaban por su frente. Por la vivacidad de su mirada y lo juvenil de su rostro Eduardo logro calcularle a la chica una edad bastante prematura; pero cualquier inocencia en ella quedaba descartada cuando se analizaba su forma de vestir: un vestido n***o, ajustado y de un amplio escote que apretaba sus senos, rematado por sobre la rodilla con encaje traslucido, permitía adivinar la robustez de sus piernas, las cuales mantenía cruzadas la una sobre la otra. Eduardo miró a los lados para saber si existía la presencia de algún acompañante, pero sobre su mesa reposaba una única copa vacía. Perfecto, pensó Eduardo encaminándose hacia su mesa. ― ¿Le puedo invitar un trago señorita? La pregunta de Eduardo quedó flotando en el aire durante un par de minutos. La chica, quien permaneció sin apenas inmutarse, le miró intrigada. ― ¡Aléjese! ―dijo al fin la joven sensual, quien con aquella cándida vos, y junto con su mirada provocadora y sensual, contrariaba por completo las palabras que recién salían de sus labios― Yo soy el diablo, el mismísimo Lucifer, y yo no bebo. La sorpresa inicial tras escuchar aquella singular manera de rechazarle, le dio a Eduardo pie para un contraataque de singular agilidad, que además de servir como despliegue de su inteligencia sagaz, atinó a surtir el efecto de rescatar la moribunda charla. ― En ese caso debo asumir que ya nos hemos conocido antes… mi nombre es Miguel, general de la huestes angelicales, para servirle ―el gesto de reverencia exagerada acompañó el sentido cómico de su presentación. La aparentemente infranqueable actitud de la chica cedió ante la ocurrencia de Eduardo. Su rictus de imperturbable apatía dio paso a la floración de una tímida pero grácil sonrisa que se dibujó en su rostro dejando entrever en sus labios una blanca dentadura marcada por un par de colmillitos que apenas sobresalían por sobre las otras piezas dentales. Una característica más en esa chica que para él resultaba irresistible. ― ¡Que intrépido es usted señor! ―con ademan teatral la chica correspondió el juego propuesto― Como se atreve a presentarse por estos lados a riesgo de tener que continuar viejas rencillas ―luego, volviendo a su tono de indiferencia forzada, le dio un responso―: Si su intención es la de conquistar a esta dama ¿no le parece que hubiese sido más inteligente la elección de otra figura literaria, digo, quizás una menos conflictiva? ―Tal vez señorita, pero mi sentido de solemnidad me llevó a declinarme por elegir la identificación del enemigo por excelencia del gran señor noche ―sintiéndose ganador en aquel duelo, Eduardo se adelantó hasta quedar muy cerca de la chica, tanto que el perfume de ella, grato y seductor, le inundo los pulmones de una fragancia dulce y delicada. ― Bien, le concedo eso ―afirmo la chica―, pero quizás el efecto que buscaba hubiese sido más elocuente si por ejemplo se presentaba como el personaje llamado Álvaro, protagonista de la novela del señor Cazotte, y así habría hecho gala de su rico conocimiento literario, o tal vez si buscaba un ejemplo más moderno, que se yo, quizás si me hubiese dicho que se apellidaba Corso. ― ¿Cuál Corso señorita? ―preguntó Eduardo notoriamente exaltado por el derroche de elocuencia manifestado por la joven― ¿El del libro de Pérez-Reverte o el de la película de Polanski interpretado por mi buen amigo Johnny Depp? ― Ninguno señor ―contestó con tono cortante la chica―. Ya le dije que no bebo, y de fumar ni hablar, y a ese Corso la vida se la va en ello. ― En ese caso mejor sería presentarme con nombre propio ―previendo la posible pérdida de interés, Eduardo, experto en artimañas de elocuencia, dio un paso al frente para mantener la conversación con vida― Mi nombre es Eduardo, Eduardo Paris, y estoy a sus órdenes mi Lady. La chica guardó silencio. Sus ojos, negros como la noche, penetraron en los suyos. Era un examen sin duda, y tras el dictamen se decidió la sentencia: Sus esbeltas piernas se movieron y haciéndose a un lado en el asiento de cuero que estaba junto a la apartada mesa dejo un lugar para él. Luego de esto, al fin la chica decidió presentarse con su nombre: ― Mi nombre es Luci, profesor. Eduardo tomó asiento mientras escuchaba intrigado aquella afirmación de parte de la joven, a quien ahora identificaba con la dulce evocación de esas dos silabas con vocales cerradas: Lu-ci. ― ¿Y Como sabe usted que soy profesor? ―tomando el lugar que Lucí le cedía, lleno de curiosidad, lanzó la pregunta. ― Se sorprendería de todo lo que puedo saber de usted con solo verlo. ― Es muy observadora, de eso me doy cuenta ¿acaso es usted lectora señorita? Las mujeres que leen mucho se fijan con facilidad en detalles que otras mujeres pasan por alto ― Algunas veces lo he sido ―contestó Luci clavando su mirada en él―, un poco, aunque me es más común ocupar el papel de escritora. La voz de la chica era una susurrante melodía que complementaba de forma perfecta su sensualidad natural y sus ademanes provocativos. Con cada palabra que salía de su boca la atracción de Eduardo no hacía sino aumentar. La charla de esa noche fue larga y tendida
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