El apellido Müller era sonado en varios rincones de Europa, Adal y su esposa Ángela eran conocidos por no deparar en gastos y por sus corazones altruistas que siempre estaban de la mano con las necesidades de los menos afortunados. Angela era una mujer joven, diez años menos que su marido, pero con una amplia sonrisa y unos ojos cargados de carisma que parecían ser la perdición del magnate. —Es un placer tenerlos aquí. Cuando mi esposo me dijo que había dado la invitación a su marido me preocupé, los hombres suelen ser olvidadizos. Pero hemos recibido sus donaciones y nada nos hace más feliz que su participación—Lorraine sonrió y depositó dos besos en la mejilla de la mujer, un saludo muy francés. —El placer es mío, este será el primer evento en el que participe con mi marido y me alegra

