Capitulo 7 "Regla número 3"

1416 Words
1. No salir sin permiso. 2. No usar mi móvil después de las once. 3. No invitar a nadie a casa. 4. No usar ciertas habitaciones. 5. No contestar. 6. No provocarle. 7. No mirar más de la cuenta. 8. No respirar sin supervisión… probablemente. —Perfecto —murmuré, dejando caer el bolígrafo sobre la libreta—. Hoy rompemos la número tres. Zar maulló desde la ventana como si aprobara mi decisión. Me senté en la cama, móvil en mano, y abrí el grupo de w******p con mis amigas de siempre: Andrea, Zoe y Karla. 🟢 Bianca: ¿Plan en mi nueva cárcel de lujo hoy? 🟢 Andrea: ¿Es en serio? ¿Tu marido mafioso te deja? 🟢 Bianca: No he preguntado 😉 🟢 Karla: Estoy dentro. 🟢 Zoe: Yo llevo bebidas. ¿Nos morimos todas juntas o qué? Reí. De verdad reí, y eso ya era raro últimamente. --- Me puse un vestido corto, sencillo pero favorecedor, con zapatillas blancas. No iba a darle a Nikolay el placer de parecer “la señora de la casa”. Hoy solo quería ser Bianca, la de antes. El timbre sonó justo cuando terminaba de ponerme brillo en los labios. Bajé las escaleras corriendo como si tuviera quince años y un permiso que romper. Abrí la puerta de par en par. —¡Hola! —grité. Andrea me abrazó primero, luego Karla y finalmente Zoe, que traía una bolsa enorme con patatas, chuches y latas de refresco. Y justo detrás de ellas, estaba Él. Matías. El chico del beso. Cejas oscuras, sonrisa fácil, esa forma de mirar como si siempre estuviera a punto de decir algo divertido. No me lo esperaba. Sentí un pequeño salto en el estómago, pero lo disimulé. —¿Te molesta que viniera? —preguntó, algo cohibido. —Claro que no. Pasa. Bienvenidos a mi prisión cinco estrellas. --- La casa era grande, demasiado. Pero me aseguré de que se sintiera cálida. Pusimos música en el salón, las chicas se quitaron los zapatos, Matías acabó sentado en el suelo con una almohada en la espalda y jugamos a adivinar canciones, cotillear y recordar viejos momentos. —¿Y tú crees que sobrevivirás al matrimonio arreglado más raro del siglo? —me preguntó Zoe con una galleta en la boca. —Estoy en ello —respondí mientras servía Coca-Cola—. De momento no he perdido mi sentido del humor. Ni las ganas de rebelarme. —¿Y qué tal la vida de señora de la casa? —Estoy probando un nuevo concepto: anarquía decorada con flores. --- Fue entonces cuando se escuchó la puerta principal. No lo oímos llegar. Solo el sonido de sus zapatos sobre el suelo de mármol, suaves, rítmicos. Como siempre. —Bianca —dijo su voz desde el recibidor. Me giré. Matías también. Todas lo hicieron. Nikolay estaba impecable como siempre: camisa blanca remangada, pantalones oscuros, chaqueta en una mano. Miró la escena con calma. Luego, sus ojos se clavaron en mí, y una media sonrisa apareció en sus labios. —Me alegra que mi esposa tenga visita. No debería divertirse sola en una casa tan grande. El silencio fue brutal. Solo interrumpido por el sonido de la Coca-Cola llenando un vaso. Matías me miró. Su esposa. Sus ojos se agrandaron. Había llegado creyendo que yo vivía en casa de un familiar rico. Nunca le había contado toda la verdad. Y ahora… ahí estaba. Nikolay lo dijo sin levantar la voz. Pero su presencia llenó el salón como una tormenta silenciosa. —¿No vas a presentarnos? —preguntó Nikolay con cortesía. —Claro —respondí, algo tensa—. Ellos son mis amigos de toda la vida. Andrea, Zoe, Karla… y Matías. Nikolay estrechó la mano de todos. Matías fue el último. Le sostuvo la mirada más tiempo de lo necesario, y sin dejar de sonreír le dijo: —Encantado. ¿Matías, cierto? —Sí. Encantado. Nikolay ladeó la cabeza. —Espero que hayáis traído hambre. Puedo ordenar que os preparen algo. —No hace falta —respondí. —Siempre hace falta —dijo, y después se inclinó hacia mí, como quien va a decir algo trivial, pero que arde como ácido. —Estás preciosa hoy. Te ves… feliz. Agradece que me haya ido bien la reunión. O este reencuentro hubiera sido… distinto. Sentí un escalofrío. No me moví. Él se alejó sin más, subiendo las escaleras sin mirar atrás. Zoe me agarró del brazo. —Vale… ¿soy la única a la que se le ha parado el corazón? —Ese hombre es como una tormenta vestida de Armani —añadió Karla. —Y estás casada con él —murmuró Andrea. Yo no dije nada. Me senté en el suelo, con una sonrisa ligera, y les serví más patatas. —¿Qué esperabais? A mí la vida nunca me lo pone fácil. Pero eso no significa que no pueda divertirme mientras tanto. —¿Y lo del beso con Matías? —susurró Zoe. —Fue un error. Un error con vodka y rencor. Ya pasó. —Pero ese tal Nikolay está buenísimo —intervino Karla—. Y no sé si deberíamos estar más asustadas o más interesadas. —Ambas —murmuré—. Pero que no se note. La tarde continuó entre bromas, refrescos y canciones improvisadas. Andrea se atrevió a poner reguetón, y Zoe intentó convencer a todos de hacer un t****k. Karla hablaba sin parar sobre un chico nuevo que había conocido en la universidad. Bianca sonreía, intervenía de vez en cuando, pero su mirada buscaba cada tanto las escaleras por las que había desaparecido Nikolay. Como si su sombra siguiera colgada en el aire. Matías se mantenía más callado que de costumbre. Observaba. A veces sus ojos se detenían en ella. Bianca fingía no notarlo. Pero su cuerpo entero sabía cuándo la miraba. En un momento, me levanté con el móvil en la mano. —Voy al baño, ya vuelvo. Cuando salí del baño, ajustándome el vestido con la misma calma con la que se compone una sonrisa antes de entrar en guerra, me lo encontré allí. Matías. Apoyado contra la pared, con las manos en los bolsillos y una expresión que oscilaba entre la duda y la rabia contenida. —¿Me estabas esperando? —pregunté, con una ceja levantada. —Sí —respondió sin rodeos—. Necesito que me digas algo, Bianca. ¿Por qué me seguiste el beso? Me detuve. Era una pregunta que no venía disfrazada de juego, ni de tonterías. Era directa. Tan directa como su mirada, clavada en la mía. Suspiré. Apoyé la espalda en la pared contraria, frente a él, y crucé los brazos. —Porque quise. Porque por un segundo olvidé dónde estoy y recordé cómo se siente tener diecinueve años. Como si pudiera ser normal. Como si nada de esto existiera. Él frunció el ceño. —¿Y tu marido? ¿Nikolay? ¿Te pareció justo hacer eso si estás casada? Reí sin humor. —¿Justo? ¿Justo es que me vendieran como parte de una transacción para fortalecer alianzas? —dije con tono bajo pero firme—. No hay amor. No hay promesas. Solo una cárcel con mármol y copas de vino carísimo. Él no siente nada por mí. Y yo... solo intento respirar sin ahogarme. Matías dio un paso hacia mí. —¿Así que es un matrimonio concertado? —Sí. Él es... complicado. Y peligroso. Pero no es mi dueño. Nos miramos un segundo más, y en ese segundo se coló algo que hacía tiempo no sentía: libertad. O una ilusión de ella. Como una bocanada de aire robada. Él se acercó aún más. Su mano rozó mi mejilla. —Podrías haberme dicho todo esto antes. —Podría haber hecho muchas cosas —murmuré—. Pero estamos aquí, ahora. Y nos besamos de nuevo. No fue impulsivo como la primera vez. Fue más lento. Más consciente. Como si ambos supiéramos que estábamos cruzando una línea, pero que esa línea hacía tiempo que estaba desdibujada. Lo que no sabíamos era que, a pocos metros de allí, Nikolay observaba todo desde su despacho, con la mandíbula tensa y los ojos afilados. El sistema de seguridad mostraba cada rincón del pasillo. Y el audio, tan claro como un susurro al oído, no dejaba lugar a dudas. Él no dijo nada. Solo miró. Y pensó. Porque cada decisión suya se ejecuta como una sentencia. Y esta... ya estaba dictada.
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