¿Quien es el?
Capítulo 1 — ¿Quién es él?
Todo comenzó en febrero, hace cinco años. Yo tenía 23 y una necesidad desesperada de trabajar.
—Hola, me llamo Lea. Seré su asistente personal, señor Pablo.
—Buenos días, señorita Lea. Aquí están estas órdenes. Están listas para el paquete quincenal.
Su voz no tenía acento, ni profundidad. Era seca, correcta. Él, un hombre diez años mayor, moreno, de rostro severo y siempre oculto tras unos lentes. No era mi tipo. Y sin embargo… ¿por qué quería verlo otra vez?
Me trataba como una más. En general, evitaba a todos, casi inaccesible. Interacciones mínimas. Solo trabajo. Siempre trabajo.
Yo era la nueva. Tenía un novio, sí, pero la verdad... ya no lo quería. Seguíamos juntos por costumbre. Cada mañana al llegar, Pablo ya estaba en su escritorio. A veces, solo me miraba de reojo. Sin interés. Sin emoción.
Varios compañeros me tiraban la onda. Ya saben, lo típico de una oficina. Yo era joven, de busto generoso, piel trigueña, pelo largo y n***o, ojos almendrados, labios carnosos. Me gustaba maquillarme, verme bien. Pero todos estaban casados. Incluso él. Pablo tenía esposa y dos hijos. Hablaba muy bien de ellos. A veces con tanto orgullo que me molestaba.
Un día trajo a su hijo menor, un niño precioso de cuatro años. Se parecía a él, pero más lindo. Me lo presentó.
—Hola, campeón —le dije mientras le besaba la mejilla y le daba una paleta. Mis labios quedaron marcados en su piel. El niño sonrió. Pablo también.
Mis días eran monótonos. Menos por Lana. Ella era mi compañera y mi amiga. Atrevida, divertida, brillante. Un día, le conté algo que no me animaba a decirle a nadie:
—¿Qué crees, wey?
—¿Qué pasó?
—Me da pena, pero soñé con el señor Pablo.
—¡No manches! ¿Te mojaste o qué?
—No fue así, pero me sacó de onda. Siento raro cada vez que lo veo. Quiero que me mire... y ni me voltea a ver.
—¡Cuenta el sueño, estúpida!
—Soñé que íbamos caminando por la oficina. Nos cruzamos. Me mira, se acerca, y sin decir nada me abraza. Fuerte. Sentí su cuerpo contra el mío… y desde entonces no puedo dejar de pensar en cómo se sentiría en la vida real.
Lana soltó una carcajada.
—Dile algo, wey. No pierdes nada. Estás joven, estás buena. Y si te batea… pues ya.
Apagamos los cigarros y regresamos al trabajo.
Después de ese sueño, empecé a arreglarme más. Me perfumaba diferente, peinados nuevos, joyería más llamativa. Todo para ver si reaccionaba. Pero Pablo… ni una palabra. Nada.
Me resigné. Seguí con mi vida, con mi novio ausente. Llevábamos meses sin tener sexo. Yo lo provocaba. Un día incluso me masturbé frente a él para ver si reaccionaba. Ni eso.
Vivíamos juntos, pero yo dormía sola… caliente y frustrada, deseando que alguien me cogiera como una ramera. Y ese alguien... era Pablo.
En agosto, una compañera organizó una reunión. Fui con Lana. Todos estaban ahí, menos él. Obvio. Pablo no convivía con nadie. Era un fantasma en lo social.
Esa noche bebimos, reímos, bailamos. En algún momento, un compañero se me acercó.
—¿Y tú? ¿Tienes a alguien que te guste por aquí?
—Sí —le dije, bajando la voz.
—¿Quién? ¿Lo conozco?
—No me pela, así que da igual.
—A ver… dime.
—El señor Pablo.
Él se echó a reír.
—¡¿Pablo?! ¡Es mi mejor amigo!
—¿En serio?
Por un segundo, vi una luz de esperanza. Pero la apagó en seco.
—Sí, pero olvídalo. Tiene esposa, hijos, y... no eres su tipo. Te lo digo porque lo conozco desde niños. No te va a hacer caso. Con el corazón roto pasamos la fiesta y ya tomado Samuel se ofreció a llevarme a casa pero sentía un interés en mi más allá de amistad.
—¿Te llevo a tu casa? —preguntó Samuel, ya con los ojos entrecerrados por el alcohol.
—¿Y si mejor nos vamos todos juntos? —dijo Lana, riendo con otros compañeros.
—Yo manejo —insistió él—. Tú te ves cansada.
Y era cierto. El alcohol ya me estaba ganando. En el coche iban tres más. Los fuimos dejando uno a uno. Lana fue la penúltima. Cuando se bajó, me guiñó un ojo como diciendo cuídate. Me quedé sola con Samuel.
—¿De verdad te gusta Pablo? —preguntó mientras ponía una mano en mi muslo.
—No empieces, Sam —le dije, entre ebria y fastidiada.
—Podrías tener a alguien que sí te mire… —se acercó, y sin esperar respuesta, me besó.
Lo empujé. Su aliento a tequila me revolvió el estómago.
—No, Samuel.
Pero él insistió. Me besó de nuevo. Esta vez más lento, buscando mi lengua. Y entre el mareo, el calor y la rabia contenida… me dejé.
No sé cómo, pero terminamos en un hotel. Un cuarto oscuro, alfombra vieja, la cama con sábanas que olían a desinfectante barato.
Me desnudó torpemente, con manos lentas, inseguras. Me tumbó en la cama y comenzó a besarme los senos. Los lamía sin ritmo, sin pasión. Solo pasaba la lengua como si fuera un trámite. Me metió los dedos con torpeza. No buscaba nada, solo metía y sacaba como si con eso bastara.
Cuando me penetró, fue igual: sin intención, sin ritmo, sin placer. Se movía como si fuera una máquina descompuesta, más pendiente de sí mismo que de mí. Me dolía más el alma que el cuerpo. Cerré los ojos. Esperaba que terminara pronto. Y lo hizo. Dos minutos después, se quedó encima de mí… dormido.
Me dormí también. No por placer, sino por cansancio emocional.
Al amanecer, me vestí en silencio. Él ni se movió. Lo dejé ahí, roncando en la cama del hotel, como si nada hubiese pasado. Salí con la cara lavada y el alma hecha trizas.
Al llegar a casa, mi novio estaba en el sillón, viendo televisión.
—¿Bien la fiesta? —preguntó sin mirarme.
—Sí. —Y subí a bañarme.
No le importaba. Y aún así… me sentía como una traidora.
El lunes llegó como una condena. Volver a la oficina era lo último que quería. Samuel me miró con complicidad desde su escritorio. Yo apenas lo saludé.
Casi no recordaba nada con claridad. Solo fragmentos. Su voz borracha diciendo:
—Te voy a ayudar a que Pablo te note, pero tú me ayudas con Eli.
Habíamos hecho un pacto. Uno asqueroso.
Quería borrar esa noche de mi cabeza. Pretender que nunca pasó.
A la hora de la comida, me senté sola. Miraba la pantalla del celular en blanco, como una idiota. Hasta que llegó una notificación.
Mensaje de: Sr. Pablo
¿Podemos hablar un momento, Lea?
Sentí que el corazón se me iba a salir por la boca.
El martes me desperté con un vacío. No solo físico, sino visceral. Como si algo dentro de mí se hubiese podrido. La culpa era un sabor ácido que no se me iba de la lengua, aunque me lavé la boca mil veces.
Había cometido un error. No por moral. No por tener pareja. Sino porque me rebajé… y por nada. Samuel no era Pablo. Ni se le acercaba. Ni en voz, ni en mirada, ni en nada.
Evité verlo todo el día. Me sumergí en reportes, órdenes de compra, cotizaciones. Fingí que el trabajo me absorbía. Hasta que él apareció en mi escritorio con esa cara de idiota satisfecho.
—Hola, Lea. ¿Y si repetimos lo del sábado? Esta vez prometo hacerlo mejor —me guiñó el ojo.
Levanté la mirada con frialdad.
—No, Samuel. No va a volver a pasar. Fue un error. Estábamos borrachos. No lo quise.
—Pero si tú también te veniste —dijo con tono fanfarrón.
—¿Qué? ¿Estás loco? ¡Estabas dormido antes de que yo pudiera sentir algo! —solté en voz baja, pero tajante.
Él me miró herido en su ego. Bajó la voz.
—Ok. Está bien. Pero... ¿el trato? ¿Lo que hablamos?
—Eso sí sigue en pie —dije seria—. Si quieres que Eli te haga caso, tú tienes que hablarle bien de mí a Pablo. Solo eso me importa.
—Está bien. Yo cumplo —respondió, algo más serio.
Pero dentro de mí, el remordimiento crecía. Cada vez que pensaba en Pablo, algo me dolía. Como si al acostarme con otro, hubiera traicionado un deseo que aún no se hacía real, pero ya era profundo.
Al final del día, justo cuando pensaba que nada peor podía pasar, llegó el mensaje:
Mensaje de: Sr. Pablo
¿Podemos hablar un momento, Lea?
Tardé minutos en responder. Las manos me temblaban.
Lea: Claro, señor. ¿Necesita algo?
Pasaron segundos. Largos como minutos.
Pablo: Me contaron algo sobre usted… pero no sé si es verdad.
Me quedé mirando la pantalla.
Congelada.
Y ahí, terminó mi día.
Y comenzó todo lo demás.