La tarde cayó lenta sobre la Ciudad de México, dorando los ventanales del edificio donde trabajaba Braulio. Tras el almuerzo con aquella joven practicante —inocente, jovial, pero completamente ajena a su mundo— Braulio había regresado a su escritorio con una inquietud que le removía algo más que el estómago. Esa fragancia, ese andar, esa figura… todo en aquella mujer gritaba Lea, y sin embargo, no estaba seguro. Había pasado tanto tiempo. Siete meses. Y durante esos siete meses, él había aprendido a hacer las paces con su nueva vida: una casa elegante en una zona residencial de la ciudad, una mujer cariñosa que lo deseaba a cada momento, un hijo que crecía sano y fuerte, reflejando cada vez más su rostro y sus gestos. Su trabajo con César Valdespino marchaba de maravilla. Lo valoraban, lo

