Lo que los ojos callan Esa noche, Lea se había tomado su tiempo para arreglarse. En cuanto llegó a casa, se dio una ducha rápida, se perfumó ligeramente con su esencia floral amaderada —la misma que había hecho voltear a Braulio más temprano— y eligió un vestido entallado, n***o, de tela suave que delineaba su figura sin exagerar. Se recogió el cabello en un moño elegante y se puso un par de aretes de perlas. Pablo, puntual como siempre, ya la esperaba en la sala con una copa de vino en la mano. —Estás hermosa —le dijo, con esa sonrisa que parecía siempre apropiada, aunque a veces se sentía un poco mecánica. —Gracias, amor —respondió ella, dándole un beso rápido en la mejilla. —¿Lista para ir a Luzía? —Sí. Tengo hambre. Salieron juntos. El trayecto fue tranquilo, con música clásica s

