Cicatrices que arden

1008 Words
Capítulo 3: Cicatrices que arden Lea entró a casa con el corazón latiéndole como si quisiera salirse por su garganta. La llave cayó dos veces antes de acertar en la cerradura. Cerró la puerta detrá s de sí y se apoyó en ella. Pablo se había ido. Su viernes de fuego se había apagado con una llamada de su esposa. Subió las escaleras, se quitó los zapatos y la ropa interior quedó olvidada junto al pantalón que apenas logró bajarse entre el ansia. Se tiró en la cama, con el cuerpo tembloroso. Aún olía a su perfume y al tabaco leve que él traía. Cerró los ojos. Se tocó. Con una mano entre sus piernas y la otra estrujando la sábana, dejó salir un gemido contenido. Imaginaba los dedos fuertes de Pablo, la forma en que le había susurrado al oído: “No sabes lo que me haces sentir.” Se acarició el clítoris con desesperación, mientras imaginaba sus labios bajando por su ombligo, su lengua encontrando el centro exacto de su placer. —Pablo... —susurró entre jadeos. Sus dedos se deslizaban húmedos, empapando las sábanas. El orgasmo fue lento, espeso, prolongado. Se arqueó en la cama, temblando entera mientras el nombre de él vibraba entre sus labios. Su respiración tardó en calmarse. Y justo cuando cerraba los ojos para dejarse ir en ese trance, el celular vibró. —¿Y ahora quién...? Vio el nombre en la pantalla: Michael. Su amigo de toda la vida. Su otra mitad emocional. Contestó aún jadeando. —¿Dónde estás? —preguntó él con su voz grave, como si la hubiera descubierto en plena escena. —En casa... en la cama —respondió ella con un suspiro post-orgásmico. —¿Sola? —la pregunta fue rápida, casi automática. —Sí. Bueno... Pablo ya se fue. No pasó nada —dijo, con un dejo de risa amarga. Michael no contestó de inmediato. —¿Estás llorando? —No... me acabo de venir pensando en él —dijo sin filtro. Porque a Michael le decía todo. Un silencio largo. —Lea, ¿tienes idea del hueco en el que te estás metiendo? —No fue nada... solo besos —mintió. —Y me besa tan bien, Mike... ¡es tan rico! Me muero por él... —¿Y él por ti? ¿Te lo ha dicho con palabras o solo con sus manos? Ella guardó silencio. Él continuó. —Mira, entiendo que estés caliente, que te sientas deseada... pero ese tipo no va a dejar a su esposa. Ya te lo dijo. ¿Y tú qué haces? Te mojas la cama por él... —Michael... no empieces. —¿Y si empieza a usarte solo cuando le conviene? ¿Tú crees que vas a salir bien de eso? Ella se abrazó a la almohada. —No lo sé. Solo sé que cuando me besa... me olvido de todo. Michael respiró hondo. Luego cambió el tono, más suave, casi dolido: —Tú sabes que eres mi persona. Eres mi Lea. No me gusta verte así, persiguiendo migajas de un tipo que no puede darte el pastel completo. —Eres mi mejor amigo... pero no entiendes. No es solo deseo. Creo que me estoy enamorando. —Y ese es el problema. —Su voz bajó. Hubo una pausa, como si tragara palabras que no se atrevía a decir. Luego agregó—: Solo prométeme que si algún día te rompe, me vas a llamar primero a mí. —Siempre lo hago, Mike. Siempre. Y sin saber por qué, Lea sonrió con tristeza. Porque sabía que con Michael tenía una cicatriz compartida... pero con Pablo, tenía una herida abierta. "Michael, mi cicatriz feliz" A veces, cuando todo se vuelve un caos, cuando Pablo desaparece tras una llamada de su esposa y mi cuerpo me traiciona deseando lo que no debo... pienso en Michael. Y me siento a salvo. Conozco a Michael desde los trece. Secundaria. Él era el niño nuevo del salón, con su mochila rota, su voz ya grave desde entonces y unos rizos rebeldes que todas las niñas querían tocar. Incluyéndome. Era alto para su edad, de brazos marcados incluso sin ir al gimnasio, con ojos color miel que parecían encenderse cuando se enojaba o se reía. No había punto medio con él. O lo amabas o te intimidaba. Yo hice ambas cosas. Fuimos amigos desde el primer insulto. Me llamó "cotorra" porque hablaba mucho. Le tiré su lápiz al bote de basura. Y de ahí nació todo. Michael era... bueno, un cabrón. Todas mis amigas babeaban por él. Y con razón. Tenía esa energía animal, esa manera de entrar a los lugares que hacía que todos voltearan. Las malas lenguas decían que tenía un pene gigante. Una vez en clase, una chica lo dijo tan fuerte que la maestra le pidió salir. Yo, en silencio, lo imaginé. Lo confieso. Claro que me gustó. Y claro que quise que me besara alguna vez. Pero luego pasó el tiempo. Él salió con medio colegio, y yo fui entendiendo que entre nosotros había algo más valioso: una hermandad brutal. Nos cuidábamos, nos acompañábamos, nos confiábamos secretos que jamás repetimos. A los quince nos hicimos una cicatriz juntos. Una carita feliz, quemándonos con la punta de un encendedor caliente en la muñeca. Una locura. Pero esa cicatriz... me ha dolido menos que muchas personas que han pasado por mi vida. Nuestras familias se volvieron cercanas, como si también ellas supieran que nosotros dos íbamos a durar más que los novios, los amigos o incluso los años. Michael me ha visto llorar por todos. Y a todos los ha odiado un poquito. Cuando le conté de Pablo, su voz cambió. Como si una alarma se activara. —Ese tipo no es para ti, Lea —me dijo al teléfono. Y sé que tiene razón. Lo sé. Pero también sé que aunque Pablo me rompa... Michael va a estar ahí, cicatriz en muñeca, cerveza en mano, listo para escuchar cómo una vez más... fui una pendeja por amor.
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