Capítulo 5 Cuando ella abrió al fin los ojos y se incorporó, Heyst se puso en pie y fue a recoger el salacot, que había rodado algunos metros ladera abajo. Entretanto, la muchacha se ocupó de arreglar su cabellera, anudada en dos gruesas trenzas oscuras que se habían desbaratado. Le tendió en silencio el salacot y esperó, poco dispuesto a escuchar el sonido de su propia voz. —Sería mejor que fuéramos bajando —dijo en un tono apagado. Extendió la mano para ayudarla a levantarse. Tenía la intención de sonreír, pero la desechó ante el mutismo del rostro femenino en el que se pintaba un desaliento infinito. De vuelta por el sendero del bosque, tuvieron que atravesar el mirador desde el que el mar se ofrecía en todo su horizonte. El brillante y abismado vacío, el reflejo ondulante y líquido,

