Rarezas y Samaritanos
Serena regresaba del ala sur junto a Rafaele cuando se cruzó con Dante al entrar desde la terraza donde habían descansado. Él llevaba aún el saco de trabajo sobre el brazo y el nudo de la corbata apenas aflojado, como si acabara de volver de la ciudad. Su mirada, seria como siempre, se suavizó apenas al verla.
- Veo que mi padre ya te ha mostrado nuestras joyas más valiosas. - dijo Dante, con un gesto leve de cabeza, refiriéndose a los jóvenes becados.
Serena lo miró directamente.
- Son mucho más que joyas. Tienen algo que pocas veces he visto en mi entorno: pasión verdadera. - Hizo una breve pausa, la voz teñida de reflexión - Y sentido.
- No somos samaritanos, Serena. – aclaró Dante – Muchos de los proyectos están patentados y, cuando despegan, formamos parte de sus empresas como accionistas y contralores para que no desistan de sus sueños. También tenemos ganancias.
- Es lo justo. – dijo con tranquilidad – Están recuperando la inversión.
Dante se detuvo, evaluándola. Sus ojos oscuros buscaron en ella algo más que cortesía.
- Muchos que pisan esta casa ven solo rarezas. Chicos rebeldes con sueños imposibles. Tú los ves de otra forma. Me sorprende.
- No son rarezas. - contestó ella, con firmeza serena - Son más genuinos que la mayoría de las personas que he conocido en mi vida.
Rafaele sonrió, satisfecho, pero se excusó un momento para atender una llamada, dejándolos a solas. El silencio se estiró entre ellos unos segundos. Serena bajó la mirada, como organizando sus pensamientos, antes de añadir:
- Supongo que he pasado demasiado tiempo rodeada de gente vacía, aparentando… mientras otros, con mucho menos, crean algo real.
Dante frunció apenas el ceño, curioso.
- ¿Vacía? - repitió, inclinándose hacia ella.
Serena sostuvo su mirada. Había un filo de ironía en su tono, pero también dolor reprimido.
- Digamos que… pasé años pensando que el amor consistía en estar siempre disponible para alguien que nunca tuvo nada verdadero que darme.
Dante la observó en silencio, con una intensidad que la incomodó y la estremeció a la vez.
- Entonces, - dijo despacio, casi como una promesa velada - aquí no volverás a perder el tiempo en alguien vacío.
El aire se tensó entre ellos, cargado de significados ocultos. Serena se obligó a sonreír con elegancia, como si esas palabras no hubieran encendido algo en su pecho.
- Eso espero, signore Moretti. - replicó, con formalidad ensayada.
Pero al girarse para marcharse, su propio corazón le recordó lo que intentaba negar: hacía apenas unas horas había llegado a esa villa y ya había encontrado en Dante una chispa que nunca había sentido con Damian, ni siquiera en los años en los que lo había amado ciegamente.
Oficinas Winters - Despacho de Arthur
El despacho de Arthur Winters era un espacio solemne, con estantes repletos de volúmenes encuadernados en cuero y el gran ventanal que dejaba ver la ciudad gris de Londres. Arthur revisaba unos documentos cuando la puerta se abrió de golpe, sin que nadie tocara antes.
Damian entró con pasos apresurados, el rostro aún descompuesto por la mezcla de resaca y rabia.
- ¿Dónde está Serena? - exigió, cerrando la puerta con un portazo.
Arthur alzó la vista lentamente, ajustándose las gafas con calma. La ceja izquierda se arqueó, gesto que ya bastaba para intimidar a cualquiera que lo conociera.
- Buenos días también para ti, Damian. - respondió con ironía fría - Y baja la voz, no estás en un club nocturno.
- No juegues conmigo, abuelo. - replicó el joven, golpeando el escritorio con la palma abierta - He buscado en todos los lugares donde suele ir, en la mansión, en los jardines, hasta en la galería… y nada. Tú sabes dónde está.
Arthur se recostó en su silla, entrelazando las manos sobre el escritorio. Su mirada penetrante se clavó en su nieto.
- Serena no es un juguete para que la uses y dejes cuando te da la gana.
Damian bufó, altivo.
- Por supuesto que lo es. Siempre ha estado para mí. Siempre lo estará.
Un silencio pesado se extendió en la oficina. La paciencia de Arthur se tensó como un hilo a punto de romperse.
- ¿Siempre estará para ti? - repitió con voz grave - ¿Incluso después de lo que hiciste en el hotel?
Damian apretó la mandíbula, desviando la mirada.
- Te fue con el cuento. – bufó - Eso no significó nada. Fue solo sexo.
Arthur golpeó con fuerza el escritorio, poniéndose de pie con una energía que desmintió su edad.
- ¡Basta! – rugió - Si quieres que una mujer se quede a tu lado, debes respetarla ¿Es que no te entra en la cabeza, muchacho?
El nieto dio un paso atrás, sorprendido por la furia que rara vez veía en su abuelo, pero se recompuso enseguida, cruzándose de brazos con suficiencia.
- No entiendes, abuelo. Serena me ama. Lo ha demostrado toda su vida. No se irá por un error.
Arthur lo miró como si observara a un extraño.
- No fue un error, Damian. Fue la consecuencia de años de egoísmo, de tu soberbia, de tu incapacidad de ver que ella merecía mucho más que migajas de tu atención.
Se inclinó sobre el escritorio, su voz grave resonando como una sentencia:
- Y escucha bien: no pienso decirte dónde está. Has sido un necio y un egoísta. Esta es la consecuencia de tus acciones.
Damian lo observó con incredulidad, la ira recorriéndole las venas, pero había algo en la mirada de acero de Arthur que lo hizo detenerse antes de decir otra palabra.
Por primera vez en mucho tiempo, entendió que no tenía el control.
Damian salió del despacho de su abuelo con el pulso desbocado, las manos crispadas contra sus costados. La rabia le hervía bajo la piel, pero lo que más lo carcomía era el sabor metálico de la humillación. Lo habían expulsado como a un muchacho insolente, reducido a nada con un par de frases que aún le retumbaban en la cabeza.
Se dejó caer en uno de los sillones de la antesala, jadeante, como si hubiese corrido una maratón. Se frotó el rostro, el cabello, el cuello. No podía encajar lo que acababa de escuchar.
- ¿Qué mierda hice mal? - murmuró entre dientes, su voz rota, incrédula.
Serena siempre había estado allí. Siempre. Siguiéndolo con esa devoción irritante y a la vez necesaria, como un cachorro fiel que nunca conocía el cansancio ni el abandono. Él podía ir y venir, encerrarse en sus vicios, caer en brazos de otras y al volver, Serena lo recibía. No pedía explicaciones, no reclamaba. Estaba ahí, para él. Suya. Como una muñeca.
Se inclinó hacia adelante, apretando los puños contra las rodillas.
- Solo fue sexo… - escupió con furia, como si al repetirlo lograra que todo cobrara sentido - ¡Solo fue sexo, maldita sea!
Lo había hecho siempre. Con ella y con otras. Antes de ella, después de ella, incluso cuando ya era suya ¿Por qué ahora era diferente? ¿Por qué un par de piernas más tendría el poder de arrancarle a Serena de su lado?
Un nudo le quemó la garganta.
La veía en su mente: su mirada cuando lo sorprendió con aquella mujer, ese instante en que su rostro se quebró y, sin embargo, guardó silencio. Y aún así lo siguió. No se fue. Ni entonces, ni después. Le habló, bailó con él como si nada ¿Y ahora… ahora decidía abandonarlo?
Golpeó el brazo del sillón con un puñetazo seco, dejando escapar un gruñido.
No entendía. No podía entender. Para él nunca había sido un problema. El sexo era sexo. El amor -si acaso existía- estaba en otra parte, en ese lazo invisible que ella había sostenido siempre. Pero ahora… ahora parecía que todo se le escapaba de las manos.
Damian entendía los matrimonios de su estatus como sólo relaciones mutuamente beneficiosas. El tenía el estatus y Serena la belleza y educación que equilibraría la ecuación. Mientras él llevara dinero a casa y la tuviera cómoda, ella brillaría para él frente a sus competidores o enemigos y lo envidiarían porque ella le pertenecía. Era dócil en el sexo, inexperta. Se acostaría con ella cuando quisiera para hacerla gemir de placer y desahogar sus impulsos. Incluso podría decirle todas las palabras que había aprendido para manejar a las mujeres y que le abrieran las piernas y ella lo miraría con ojos enamorados. Sólo a él. Como siempre.
Entretanto el podría divertirse fuera. Las mujeres, el licor, los juegos, la adrenalina que necesitaba en un mundo perfecto de las corporaciones y las apariencias. Serena sería la esposa perfecta para que todos esos lobos le tuvieran envidia. Le daría un par de hijos para dejar tranquilo a su abuelo y para la vida social de Londres. Lo tenía todo planeado.
Y había sido descuidado. Tonto. Se había confiado.
Lo que lo atormentaba no era la culpa, sino la impotencia. No podía aceptar que Serena lo hubiera dejado, que no supiera dónde estaba, que su abuelo lo hubiese mirado a los ojos y le hubiese negado cualquier pista.
Damian se levantó de golpe, con los dientes apretados y el corazón ardiendo.
No. Serena tenía que volver. No podía terminar así. Ella era suya. Le pertenecía igual que sus otros juguetes. Siempre lo había sido.