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1287 Words
El Fuego Dormido Puede Germinar Dante cerró la puerta de su propio dormitorio con un golpe seco y se dejó caer contra ella, soltando un bufido frustrado. Aflojó el nudo de la corbata con un gesto brusco, como si esa tela pudiera liberar la presión que lo había acompañado toda la cena. El licor aún ardía en su garganta, pero no era el alcohol lo que lo inquietaba. Eran los ojos de Serena. Se pasó una mano por el cabello, despeinándolo y caminó de un lado a otro de la habitación. Era la misma muchacha que hace tres años irrumpió en la oficina del , con lágrimas de enojo en los ojos y el uniforme escolar arrugado… y ahora… ahora estaba frente a él convertida en una mujer. Una mujer que había cocinado un postre que lo transportó directamente a su infancia, a las manos de su madre desaparecida demasiado pronto. Un sabor que creía perdido. Un calor en el pecho lo atravesó. Cuando Theo dijo que había sido Serena quien lo preparó, la maldición se le escapó sin pensarlo. No fue el sabor, ni siquiera el recuerdo: fue la forma en que, al levantar la vista, ella lo miraba con esa serenidad orgullosa, consciente de lo que había provocado en él. - Cazzo… - repitió ahora, hundiéndose en el respaldo del sillón junto a la ventana - ¿Qué demonios está haciendo conmigo? No habían pasado ni veinticuatro horas desde que ella llegó y ya se sentía atrapado en un terreno peligroso. Serena no lo trataba como los demás: no le temía, no lo adulaba, tampoco intentaba complacerlo. Sonreía con esa coquetería apenas velada, con una facilidad que lo desconcertaba, como si ni siquiera ella se diera cuenta del efecto que causaba en él. Y lo peor era que él lo había sentido. Esa corriente eléctrica en cada cruce de miradas, esa tensión que se colaba en sus silencios. Dante apretó los puños. Su padre, claro, lo sabía. Rafaele Moretti jamás hacía nada al azar. Esa sonrisa satisfecha durante la cena lo delataba: había planeado todo, desde la llegada de Serena hasta sentarla a su lado. “¿No la recuerdas?” había dicho con sorna. Claro que la recordaba. Nunca la había olvidado. Pero lo que lo desquiciaba no era el recuerdo, sino la certeza de que la niña se había convertido en alguien que podía atravesar sus murallas con apenas una sonrisa. Se inclinó hacia adelante, apoyando los codos en las rodillas, con el ceño fruncido. - No voy a caer tan fácil. - murmuró, como si con eso pudiera convencerse – Ya soy adulto. Y aun así, cuando cerró los ojos, lo primero que apareció en su mente fue la imagen de Serena riendo suavemente en la mesa, con los labios manchados de crema del zabaione. Una visión tan vívida que el pulso le traicionó. El fuego de la chimenea parpadeaba en el lugar, proyectando sombras que bailaban sobre las paredes de piedra. Recordó con una nitidez que lo descolocó aquella tarde de tres años atrás, en el despacho del amigo de su padre. El despacho de Arthur Winters olía a cuero viejo y whisky caro. Dante había acompañado a su padre por cortesía, recién graduado de su maestría en Londres, con ese aire de joven profesional que aún no se acostumbraba a las reuniones interminables. Conversaban de negocios mientras Rafaele discutía números con Arthur, y Dante, distraído, se mantenía en un rincón del despacho, jugando con la pluma que llevaba en el bolsillo. Había llegado acompañado de una inglesa elegante, de cabello rubio platinado y modales estudiados, una de tantas con las que solía dejarse ver. Era un acuerdo tácito: ella mostraba su compañía como trofeo y él encontraba en su cercanía un entretenimiento superficial. Y todo cambió en el instante en que la puerta del despacho se abrió de golpe y Serena entró. El contraste fue tan brutal que todavía podía sentirlo. Ella vestía un uniforme escolar sencillo: falda oscura, blusa blanca y un lazo que caía desordenado sobre el cuello. No tenía la sofisticación artificial de la mujer que se encontraba a su lado; en su lugar, llevaba esa frescura de quien aún no sabe cuánto poder puede ejercer sobre otro. - ¡Abuelo! - la voz quebrada de una muchacha irrumpió en la estancia. La adolescente de cabello con trenzas, en uniforme escolar, con el rostro enrojecido y los ojos empañados, apareció en el umbral. No parecía una niña frágil, no exactamente: era la rabia la que la hacía llorar, la impotencia. Arthur se levantó de inmediato, preocupado, pero Dante… Dante se quedó clavado en el sitio. La pluma se le resbaló de los dedos. Ella habló atropellada, quejándose de que Damian la había dejado en el colegio, que se había ido con sus amigos sin siquiera esperarla. Las palabras se mezclaban con lágrimas de frustración, de orgullo herido. Y en ese instante, algo lo golpeó en el pecho. No era la belleza, aunque incluso con la sencillez de un uniforme, tenía un brillo inconfundible, era la intensidad. Esa fuerza extraña que irradiaba al llorar como si se negara a ser pequeña, como si incluso en su vulnerabilidad exigiera ser tomada en serio. Rafaele, que lo observaba con ojo de padre, le lanzó una mirada cómplice y hasta un guiño. Dante apartó la vista, incómodo, aunque la imagen ya estaba grabada en su memoria. Cuando Serena reparó en la presencia de desconocidos en la oficina, se detuvo en seco, se disculpó con un murmullo avergonzado y salió apresuradamente, ocultando su rostro. Pero él se quedó allí, mudo, con el corazón golpeando en las costillas. No supo explicarlo entonces. Solo que esa chica había dejado una huella absurda, imposible de ignorar. Dante había sentido algo en el pecho, una emoción intensa y contundente, como si alguien le hubiera robado el aire. La sonrisa educada que Serena le dedicó -apenas un gesto de cortesía, sin intención- lo desconcertó. La forma en que apartó un mechón de cabello detrás de la oreja, los ojos tímidos. pero curiosos, lo dejaron en una inquietud que no recordaba haber experimentado jamás. La inglesa había intentado retomar su atención, hablando en voz baja, acercándose con sutileza. Pero Dante ya no estaba allí. Su mirada, su mente y sus sentidos se habían fijado en la muchacha que conversaba con el anfitrión, en esa dulzura inadvertida que desarmaba cualquier fachada de control. Y lo más extraño había sido su reacción. Cuando terminó la reunión, con un gesto frío, despidió a la inglesa y no volvió a verla. Ni siquiera se detuvo a pensar en por qué lo hacía, simplemente lo hizo. Esa decisión lo había perseguido durante años ¿Por qué una joven, apenas una muchacha en uniforme, había tenido el poder de borrar a todas las demás de su entorno? Ahora, tres años después, la veía convertida en mujer. Verla reír en la mesa con esa ligereza provocadora, Dante entendía que aquello no había sido una ilusión pasajera. Lo que entonces había sido un destello juvenil, una chispa inesperada, ahora ardía con una intensidad peligrosa. Lo que había sentido entonces había germinado en silencio, esperando el momento de volver a arder. Y ardía. Dante se recostó contra el respaldo de la silla y cerró los ojos un instante, maldiciéndose en silencio. - Esto no es un juego… - murmuró en voz baja, con un dejo de desesperación. Dante soltó un juramento bajo y se levantó de golpe. Necesitaba aire, distancia, cualquier cosa que lo apartara de esa sensación absurda. Pero, en el fondo, sabía que ya era demasiado tarde. Desde aquella primera vez en la oficina de Arthur, Serena Whitmore había sido un punto de no retorno.
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