El inicio

3100 Words
*     ― ¿Qué es todo esto que tenemos acá? ―luego de recibir el montón de hojas que reposaban sobre su escritorio, el viejo romano Cayo Cornelio, resoplo con disgusto.     El centurión Cayo Cornelio sostenía sobre sus espaldas una carrera de más de treinta años al servicio de las legiones romanas. Ya estaba cerca del retiro, pero se mantenía al día con los ejercicios y rutinas de la disciplina militar, lo que le permitían seguir vigente en las líneas de mando, y ser considerado como uno de los más respetados centuriones al servicio del imperio romano para la época.     Cuando le fue asignado el caso de las insurrecciones judías en la costa del lago de Tiberiades, lo tomo de buena gana, pues consideraba aquel viaje más como unas vacaciones que como cualquier otra cosa. Esperaba que los efluvios del mar y la dieta basada en el pescado le pudiesen hacer bien a sus dolencias estomacales. Apenas llego a la pequeña ciudad que hacia puerto en la costa del mar de Galilea, aposto su guarnición en una casa adjudicada por la procuraduría romana de Cesarea, equipada con todos los enceres e implementos necesarios para la manutención de su empresa.     Era tarde ya cuando logro poner todo en orden en medio del caos de la casa. Planeaba descasar mientras sus hombres realizaran las inspecciones de rutina. Ya después tendría tiempo suficiente para dedicarse a redactar un informe sobre los avances, uno que cumpliese con la complaciente tarea de mantener calmados los ánimos aguas arriba, pero cuando uno de los destacamentos regreso de su ronda, trajeron consigo un descubrimiento llamativo, por decirlo de alguna manera. En un sótano, oculto debajo de los escombros de una casa que había sido destruida por el fuego, encontraron algo que sus hombres más experimentados consideraron necesario de someter a su criterio. Nada peligroso, pero si con el potencial de echar luces sobre su investigación.     Ahora frente a sus ojos tenía la imagen de un judío que no debía pasar la treintena de años, vestido de harapos y que se mostraba débil y casi sin aliento. Sus hombres lo dejaron en la oficina al mismo tiempo que dejaron sobre su mesa de trabajo un montón de hojas de pergamino amarillentas y repletas de texto escrito en idioma griego. El anciano Cornelio se rasco la hirsuta barba que empezaba a marcarse en sus mejillas. Sus planes para esa noche eran muy diferentes. La rabia no podía disimularse de su rostro.     El joven apenas logro sentarse con la ayuda de los dos soldados que le escoltaron hasta la habitación del anciano. Su cuerpo, sucio y demacrado, se sumergió en los recodos del desgastado diván de madera y terciopelo de estilo romano. Su rostro cubierto por una poblada barba oscura y descuidada, dejaba entrever unos pronunciados pómulos que se acentuaban por la delgadez de su contextura, lo que le confería un aire cadavérico a su apariencia. Creyéndolo casi a punto de fallecer, el anciano se sorprendió al descubrir su forma de reaccionar, tan elocuente y pertinaz, ante la pregunta que le acababa de formular.     ― Tenga paciencia le pido ―la voz grave del joven salía de la comisura de una boca que batallaba para moverse―. Entiendo que debe parecerle algo muy extraño, pero le pido por favor, lea lo que se le ha entregado. Le aseguro que si lee lo que ahí está escrito, usted entenderá verdades más allá de su comprensión humana.     ― Pero esto no tiene sentido ―Cornelio bufo conteniendo las ganas de burlarse en la cara del prisionero―. No sé cómo esto podría explicarme algo. Lo que yo necesito saber es lo que hacías tú en ese lugar. Es sencillo: yo necesito que hables, es lo único que solicito; que me expliques las razones por las cuales no debería enviarte en este mismo momento al calabozo ¿o acaso te quieres burlar de mí?     ―Jamás intentaría eso señor.     ― Es lo que parece muchacho…. ¿Sabes quién soy? ―a pesar de su edad, el anciano no disimulaba su tono autoritario que tantos años de mando le habían vuelto cosa corriente     ― De verdad señor, si le pido que lea ese montón de papeles desordenados, es porque es la única manera de que pueda comprender lo que ocurrió… si… si yo intentara contárselo con palabras… estoy seguro que me creería loco.     La habitación se sumió en la quietud mientras los dos hombres sostenían sus miradas. Cada uno sintió sobre si, el peso de la mirada contraria. El silencio que se inició se prolongó durante varios segundos; las miradas se mantuvieron inmutables. A pesar de la apariencia dudosa e incómoda reflejada en el rostro del joven, su manera de desenvolverse logro sostener su afirmación, lo que impregno a sus palabras de una credibilidad aún mayor. Sin embargo, detrás de la mirada cargada de seguridad, el joven se mostraba aturdido, incluso temblaba, quizás podría ser producto del viento que se dejaba entrar por la ventana abierta, después de todo, en el invierno, el viento sopla con mucha intensidad, y en una noche así, el frio podría ser insoportable. “Debo cerrar esa ventana” pensó el anciano.     ― Primero debes comer ―el anciano, decidió terminar aquel incomodo momento. Hablo sin mirar al joven, mientras se levantó para cerrar la ventana.     ― No señor… no es momento para comer. Hasta que usted no haya leído y entienda la situación en la que me encuentro, no seré capaz de llevarme un pan a la boca.     ― Vamos hombre, no te estoy preguntando, apenas te conozco, pero tú cara me dice que si no te alimentas pronto, podrías perder la conciencia aquí mismo, y un testigo inconsciente no proporciona datos fiables.     ― Pero señor…     ― Ya le dije que no es una opción ―interrumpió el anciano levantando la palma de su mano― si te desmayas por inanición ¿quién va a explicarme este montón de garabatos que me estás pidiendo que lea?     El joven se tranquilizó. El rostro del anciano había mutado en una mueca de relajación. Fue la primera señal para empezar a creer que su petición estaba siendo aceptada. “Dios aún está conmigo” se dijo el joven para sí mismo.     El anciano Cayo Cornelio regreso a su lugar de preminencia, sentado en un amplio diván de madera de roble del Líbano, en la cabecera de una amplia mesa de trabajo. Tras un par de órdenes dadas por el centurión a sus subordinados, una joven criada entro en la habitación cargando con varios enseres. La visión de aquella joven esclava fue para el joven una incitación imposible de ignorar, como no pensar en “ella”, con su rostro lozano y su mirada dulce e inocente.     En las manos del joven judío le fue depositado un plato con algunos alimentos, pan y queso mayormente y una que otra aceituna. La criada regreso a la puerta, desapareciendo de su vista dejando tras ella una extraña sensación; el judío no se dedicó a pensar en ello, el hambre le recriminaba. Con ímpetu se aboco a degustar los trozos de pan, sin importarle que estos tuviesen más apariencia de sobras que de manjar.     ― Perdona que no pueda servirte un mejor plato. No me gusta abusar de mis criados. Además no es costumbre darle de comer a los prisioneros.     ― ¿Prisionero? ―El joven pregunto desorientado― ¿eso es lo que soy?     ― Por lo menos hasta que seas capaz de esclarecerme un par de dudas, deberás considerarte “un huésped no deseado” en esta casa.     El temblor en las manos del joven dejaba a la vista que nunca había estado expuesto a una posición así. Cornelio, experimentado en el oficio de lidiar con prisioneros, sabía aplicar las dos manos para conseguir la información: la de la dulzura y la del látigo. Esa noche se sentía benevolente.     ― ¿Entonces, tú me pides que lea todo esto? ―El anciano hizo la pregunta al mismo tiempo que extendió la mano para acercar uno de los folios que yacían sobre la madera de su mesa de roble labrado.     Sin esperar la respuesta a su pregunta, tomo una pequeña lámpara de metal, de esas que solo alguien adinerado podría tener, brillante y adornada con motivos mitológicos, y la encendió con la llama de otra lámpara similar que se encontraba ardiendo en cerca del muro. Las dos luminarias lograron disipar con mayor intensidad la penumbra de la noche que se cernía sobre el espacio de la habitación, sin embargo el anciano no había encendido esa lámpara para para poder leer, pues a pesar de su edad, aún conservaba una vista envidiable; lo hizo si, para escudriñar con mayor facilidad el rostro del extraño joven, que a decir verdad era todo una caos peculiar: sus ojos revoloteaban de arriba abajo sin fijarse en nada, sus manos, temblorosas, desparramaban el agua cada vez que intentaba dar un sorbo del cuenco, y su cabeza ladeaba, de derecha a izquierda, al momento que intento articular palabras nuevamente.     ― Si señor ―el esfuerzo que realizaba para mantenerse en pie era notorio, aun así, se levantó del diván para inyectarle intensidad a su discurso― sé que soy un extraño para usted, un prisionero mejor dicho, y sé que no hay nada que diga que pueda convencerlo para que escuche mis palabras ―a pesar de sus intentos para dotar su discurso de coherencia, la duda se acentuaba de manera progresiva en su voz― pero… ―hizo una pausa, y sin advertirlo se produjo un cambio en su voz, fue instantáneo, una transformación inexplicable. La certeza le afloro al hablar― Mas sin embargo, aquí estoy, me encuentro delante de usted, cuando debería estar muerto… y no solo en una, sino en varias ocasiones. Vez tras vez, me encuentro saliendo airoso y avanzando… aun cuando me doy por vencido y decido parar, logro seguir adelante sin razón aparente es una… una fuerza… no, mejor dicho, un valor… me impulsa a seguir y vencer…. solo alguien que entienda lo que está escrito aquí entendería el motivo por el que ahora me encuentro delante de usted, sin saber a dónde me llevara esta conversación, pero aun así sé que debo continuar.     Y el silencio regreso…     La respiración agitada del joven, ahora en silencio, era testimonio de la intensidad que acababa de imprimir a sus palabras.     El anciano clavo las dos rocas que tenía por ojos en la humanidad de aquel joven judío. Soltó una bocanada de aire hacia el frio de la noche, y sin dar ningún tipo de comentario a lo que este acaba de expresar, prefirió abordarlo con una siguiente pregunta:     ― ¿Cuál es tu nombre?     El joven Judío se mostró contrariado ante la reacción del viejo romano. Dudo unos instantes, como temeroso de develar su identidad, pero al cabo de un rato se evidencio su resignación; así, dejando caer sus hombros de manera estrepitosa, se decidió a pronunciar su nombre.     ― Jesús bar Abas ―acoto el joven―. “Jesús el hijo de Abas” en lengua aramea. Para ustedes los romanos, seria simplemente Jesús Barrabas     ― Barrabas ―repitió el viejo en voz baja―. No recuerdo de donde, pero es nombre se me hace familiar… me suena ese nombre.     El joven se movió inquieto, dispuesto a enfrentar cualquier represalia, pero Cornelio no le dio mayor importancia al asunto y solo se limitó a continuar con lo que le ocupaba en el presente. Los manuscritos en las manos del anciano, eran escrutados por su fría mirada.     El silencio se extendía.     El plato con las migajas, había sido olvidado por completo y yacía a un lado de la mesa, en la que al otro extremo se encontraba el anciano sumido en sus pensamientos.     ― Toma asiento ―dijo al fin el cansado centurión― ¿Por dónde debo comenzar?     ― Los folios están marcados señor ―el joven, aliviado al ver el interés del anciano, se permitió descansar de su estado de alerta. Regreso a sumir su cuerpo en el cómodo diván―, solo debe ubicar la página marcada con la anotación del “Día I” y así puede organizar su lectura.     El Viejo romano dejo escapar una sonora carcajada que resonó por las paredes de madera de la habitación. El judío, incomodo, se removió en su asiento.     ― ¿Te crees escritor? ―le pregunto el anciano con un dejo de sorna en su voz.     ― No señor. No me atrevo a decir eso. Solo soy un hombre bendecido con la oportunidad de conocer una historia demasiado importante. Una historia que si no cuento, corre el riesgo de quedarse presa en mi cabeza, y no me puedo permitir ese lujo… es posible que a estas alturas ya no quede nadie vivo que pueda contarla.     El anciano alzo la mirada confundido.     ― ¡Por Júpiter! ¿Pero qué historia puede ser esa? ―exclamo el viejo mientras rebuscaba entre sus dedos el inicio de la historia.     ― La mejor historia jamás contada.     “Judíos exaltados” pensó Cornelio “Son un pueblo pobre y sin dirección que se afana en inventarse historias sobre sus dioses para justificar las calamidades que sus errores humanos les hacen vivir”. El centurión consideró lo que acababa de escuchar de boca de Barrabas, y se relajó, después de todo, tenía tiempo libre, y aquel jovencito le había hecho gracia con sus delirios de grandeza. Le daría el gusto: leería lo que le presentaba.     ― “Día I”―leyó el anciano imitando con su voz un tono exclamatorio― ¿aquí comienza?     ― Sí señor.     ― Veamos… está escrito en griego…              "Día I         Me dispongo a dar inicio a este camino, un camino de escritura en el que doy un paso con un claro principio y un similar fin: conocerle a Él.     Así me preparo para recuperar lo que me fue arrebatado. Ya mucho me he lamentado, ahora es tiempo de regresar al papel lo que reposa navegante entre mis recuerdos. En aquellos días se me dijo que en una pequeña casa, en las afueras de la ciudad de Tiberiades, tendría la oportunidad de encontrarme con una persona que respondería muchas de mis preguntas, alguien sumamente capacitado para ponerme al tanto de los hechos que acontecieron en los primeros años de vida de aquel hombre.     Que mejor complemento podía esperar para cerrar mi investigación. Para este momento ya he conocido la historia sobre la pasión de sus últimos días y sobre su obra milagrosa entre los hombre de los pueblo. La verdad suele rehuir y ser confusa pero yo estoy listo para poner por escrito el manifiesto camino de la verdad, ese que sea liberador para la humanidad. Estoy listo, ahora sí, aunque sea lo último que haga, para poner en orden de una vez por todas la historia de Joshua Bar José, mejor conocido como Jesús el nazareno.     Es la primera noche que escribo y un montón de temores me abordan. El primero de todos y el más sobrecogedor se convierte en una terrible obviedad, ya que es en extremo posible que nadie pueda jamás posar su vista sobre estas líneas que me afano en redactar. Con todo esto atizando los demonios de mi espíritu, me sumerjo en un conflicto interno y visceral, el cual espero poder sortear con la puesta por escrito de la historia, que no es mía, aunque sea yo el autor, y que no me pertenece a mí, sino que debería pertenecerle a la humanidad entera. Es mejor que empiece de una buena vez a contar la historia.     Si, eso haré a partir de aquí, dejare que mi "yo" presente enmudezca para que mi "yo" de entonces pueda dar paso a contar como ocurrió todo. Todo ocurrió en la casa. Mejor empiezo por contar como llegue a la casa."...          “Esto es una locura” pensó el anciano. Como podía permitirse la venia de estar leyendo un texto escrito por unos judíos fanáticos y sectarios. Unos rebeldes que ni siquiera sus compatriotas judíos aceptaban, y por culpa de quienes se habían desatado los disturbios por los cuales él se encontraba en ese momento fuera de su hogar, en medio de una misión oficial.     Su primer instinto fue el de dejarlo todo sobre la mesa y mandar al chiquillo a pudrirse en un calabozo, pero algo no le permitió hacerlo. Se le quedo trabado en la cabeza algo de aquellas letras, algo que le formo una buena imagen de todo aquello, y preso de la curiosidad, se decidió a continuar, “solo un poco más” se dijo, “solo un poco más”.     Al ver como los ojos del anciano seguían de largo por sobre las líneas de su manuscrito, el joven al fin se permitió un ápice de esperanza. Busco el plato que había quedado olvidado sobre la mesa, y se consintió saborear otro trozo de pan. El tacto del alimento solido bajando por su tracto digestivo le pareció a Barrabas una caricia de terciopelo.     ― ¿Sigo leyendo? ―pregunto Cornelio cuando termino de leer las últimas líneas de aquel primer folio.     ― Si le place señor, le pido que lo haga ―repuso Barrabas.     ― ¿Aun continua el “Día I”?     ― Si señor, aún queda más de ese día.     ― Bien… leeré lo que resta. Si me parece que vale la pena la inversión de tiempo, le dedicare el resto de la noche a tus letras. Pero si por el contrario, encuentro que es una bazofia y que solo me estas tomando el pelo, te prometo que te hare pagar el atrevimiento mandándote a la celda más podrida que se pueda encontrar en la ciudad, y yo personalmente me asegurare de que el tiempo que estuviste encerrado en ese sótano, sea un paraíso en comparación de lo que te haría vivir. ¿De acuerdo?     El joven Barrabas lleno sus pulmones de una gran bocanada de aire. Las palabras de Cornelio le resonaron hasta hacerle temblar los tuétanos. Pero era la única manera, se convencía a sí mismo.     ― Si señor… De acuerdo ―Afirmo Barrabas.     ― Me sorprende tu valor.     El joven sonrió, sabiendo que en sus adentros se hallaba derrumbado, pero no tenia de otra.     ― Si continua leyendo entenderá por soy capaz de asumir el riesgo.     ― Muy bien… termina de comer y siéntate mientras yo leo… ya veremos a donde nos llevaran tus escritos. “No tiene la menor idea” pensó el joven.
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