CAPÍTULO 1: PIEDRA GRIS
PRÓLOGO
La caída del Rey... y el ascenso de la verdadera Reina
El aire dentro del Gran Salón del Consejo estaba espeso, cargado de solemnidad y mentiras.
Cada llama de las antorchas titilaba como si supiera que el destino se estaba por romper en mil pedazos.
En el altar de mármol n***o, el Rey Kael Draven se preparaba para proclamar a su Reina. Vestido con la capa real, con la mirada fija en la mujer que tenía a su lado, parecía seguro.Firme.
Daniela Márquez estaba de pie, vestida de blanco. Su voz temblaba mientras pronunciaba sus votos, aunque sus labios apenas se movían.
—Acepto el vínculo sagrado que hoy se proclama. Acepto ser la compañera de quien me eligió. Aunque... —hizo una pausa, giró el rostro hacia él, y bajó la voz como una cuchilla— aunque sé que su alma ya pertenece a otra.
Un murmullo recorrió el salón como un soplo de viento antes de la tormenta pero no hubo tiempo para reacciones.
Un rugido estalló en el aire del majestuoso salón. Fue salvaje, antiguo y doloroso.
Las puertas se abrieron de golpe y una loba cruzó el umbral.
No era una loba cualquiera era la Loba Roja.
Su pelaje ardía como fuego bajo la luz del mediodía, sus ojos eran dos centellas llenas de furia. El mundo contuvo el aliento. El Rey Kael también.
Aitana, llegó transformada, majestuosa, tan poderosa, avanzó entre los asistentes que estaban atónitos, seguida por su manada,la que siempre han estado con ella Catalina, su Gama ,Eugenia, su Beta. Roger y Elías sus guardianes. Nadie habló. Nadie osó detenerla.
Cuando llegó a el centro del salón, Aitana se transformó de nuevo. Su cuerpo volvió a la forma humana, envuelto en un resplandor que desnudó la verdad frente a todos.Sus heridas y cicatrices viejas en todo su cuerpo se veían como un mapa escrito con sangre .
Estaba rota, pero en esa ruptura brillaba el poder que ni la corona ni el Consejo podían negar.
—No esperaba esta traición de vos, Kael —dijo con voz firme, sin llanto, sin temblores—. Me ocultaste ,me negaste y me reemplazaste… sabiendo que mi alma era tuya.
El Rey dio un paso. Pero ella levantó una mano.
—No. No des un paso más,porque desde este momento... te rechazo como compañero y te proclamo traidor ante la Diosa.
Un silencio helado se apoderó del Consejo. Nadie respiró.
El lobo dentro de Kael aulló en su pecho, queriendo correr hacia ella, abrazarla, pedir perdón… pero él no se movió. Porque entendió.
La había perdido.
Y mientras el eco de su voz aún vibraba en las columnas del salón, la verdadera Reina se alzó frente a todos. No necesitaba coronas ni rituales. Solo su presencia bastaba.
Y Kael… Kael cayó de rodillas.
Porque entendió, al fin, que el mayor castigo no era perder el trono.
Era perderla a ella.
***
Un tiempo antes aquel Orfanato Piedra Gris no era un hogar. Era una prisión disfrazada de refugio, con paredes húmedas que exhalaban moho, pasillos interminables que devolvían ecos fantasmales, y donde había camas oxidadas que chirriaban como si gritaran por auxilio. Más de treinta niñas habitaban ese lugar sombrío, pero tres de ellas no eran tratadas como las demás.
Aitana, Catalina y Eugenia compartían un colchón raído en un rincón oscuro de un cuarto sin ventanas.
El único punto de luz era una lámpara vieja que parpadeaba cada vez que el viento azotaba las paredes, como si la misma casa temblara ante el horror que contenía. Dormían apretadas, buscando calor entre sus cuerpos durante los inviernos crueles que se colaban por las rendijas.
Nadie sabía por qué Sor Constanza las detestaba con tanto fervor, pero era evidente que las niñas del orfanato las evitaban.
Las llamaban "las extrañas".
Eran las que siempre recibían los castigos más despiadados, sin importar si habían sido culpables o no.
A lo largo de los años, sus cumpleaños pasaban desapercibidos, ignorados por quienes administraban ese infierno con forma de institución.
En una ocasión, Sor Constanza, con su habitual sadismo, les arrojó un trozo de pan con moho encima de una bandeja metálica y les dijo con una sonrisa torcida y con desagrado, "Canten, canten, que hoy están más cerca de la muerte que de otra cosa". Las niñas, rotas por dentro pero aún aferradas unas a otras, se tomaron de las manos y cantaron en voz baja un "que los cumplas feliz" tembloroso, mirando aquel pan inmundo como si fuera una torta. Nunca olvidaron esa humillación y nunca lo harán.
—¡Arriba, basuras! —rugió la voz de la directora, empujando la puerta con tanta fuerza que golpeó la pared.
Sor Constanza no era una mujer cualquiera. Decía ser monja, pero su alma olía a azufre. Su rostro parecía tallado en piedra, con arrugas que contaban historias de odio, y unos ojos negros tan fríos como la muerte. Caminaba como una bestia al acecho, y su aliento apestaba a algo podrido, como si por dentro no quedara nada humano. Su voz, afilada como cuchillo, cortaba la poca paz que pudiera existir entre aquellas paredes.
—Hoy les toca limpiar los baños del segundo y tercer piso —espetó—. Quiero ver el suelo tan reluciente que pueda verme reflejada y no quiero ni una sola queja. Si encuentro suciedad, duermen en el sótano. Otra vez .
—Pero... ayer limpiamos los pisos —intentó decir Aitana, con voz baja, más por reflejo que por valentía.
El golpe llegó sin previo aviso. Un bofetón seco le hizo girar el rostro, dejando una marca roja que ardía como fuego, y por un momento creyó que su oído había estallado. Sus ojos se llenaron de lágrimas, pero no lloró, no le daría ese placer.
—¿Querés hablar, mocosa? ¿Querés otra ronda de maíz bajo las rodillas? ¿Querés que te encierre de nuevo en la despensa con los ratones? —vociferó la directora, con una sonrisa llena de veneno.
Aitana no respondió. Tragó saliva y bajó la cabeza aunque tenía solo diecisiete años, el dolor y el sacrificio habían cincelado su alma. Era la más débil físicamente, la más callada, la que más sufría pero también era la que más se entregaba por las demás. Se ponía de pie cada vez que alguna caía y se interponía entre los castigos y sus primas más sus hermanas del corazón.
En su espalda llevaba el peso de cada injusticia, y en su alma, una llama aún dormida que comenzaba a arder.
Tomaron escobas y trapos. Subieron los escalones rotos, algunos con clavos oxidados saliendo como dientes, y comenzaron a fregar los baños. El hedor era insoportable ,los inodoros manchados, el agua estancada, el frío que les trepaba por los pies descalzos como agujas de hielo. Las manos se les entumecen con cada cepillada . El alma, no. Porque eso era lo único que no les habían podido quitar. Aún.
—Esto no es normal —gruñó Catalina, escupiendo en un balde de agua negra—. A las otras les dan zapatos. A nosotras ni ropa limpia. ¿Cuántas veces más vamos a tener que aguantar todo esto?
—Nos odia,nos quiere muertas y no sé si no lo va a lograr —susurró Eugenia, con un brillo de furia y desesperación en la mirada. —Nos trata como bestias, pero ni los animales viven así.
Pero lo más cruel no era la suciedad. Era no saber el por qué. El desprecio con que eran miradas por los adultos que debían cuidarlas , el rechazo inexplicable de quienes debían protegerlas.
Eran apartadas de las demás, obligadas a comer solas, a dormir aisladas, a callar incluso cuando el hambre les mordía las entrañas que eran casi todos los dias. Recibían las sobras, castigos y palabras humillantes. Las demás niñas no las tocaban algunas las miraban con miedo y otras, simplemente con lástima. Pero nadie las defendía. Nunca.En estos doce años que viven en ese lugar nunca nadie hizo nada por ellas.
¿Qué las hacía diferentes? ¿Qué crimen habían cometido antes de siquiera tener edad para entender el mundo?
Aitana tenía sueños las pocas noches que lograba dormir profundamente ,eran extraños, poderosos, como si su alma supiera algo que su cuerpo aún no entendía. Se veía corriendo entre árboles infinitos, sintiendo el suelo vibrar bajo sus pies, aullando con fuerza bajo la luna. Siempre había ojos dorados que la observaban desde la oscuridad,se despertaba con el corazón latiendo como un tambor y siempre amanecía con una tristeza inexplicable.
Una vez, escucharon a Sor Constanza hablar por teléfono. Fue una casualidad que ese día, olvidó cerrar con llave el armario donde guardaba el aparato.
—Sí, las tengo vigiladas... —dijo la directora, con voz ronca—. No, aún no han mostrado señales de transformación. Lo juro,cuando llegue el momento, se las entregaré. Nadie sospecha nada.
¿Transformación? ¿Se refería a ellas? ¿A quien las entregarían?
Aitana se lo había callado durante semanas, pero en las noches de luna llena sentía algo agitándose bajo su piel. Una fuerza dormida con una energía que no era suya, pero que parecía llamarla. Catalina, una vez, dijo que podía oler el miedo ajeno. Eugenia confesó que su cuerpo ardía de fiebre cuando sentía enojo y últimamente le pasaba más seguido. Ninguna entendía lo que les pasaba, y hablar de eso era peligroso.
El silencio se volvió su único escudo y su única defensa.
Una tarde, Eugenia rompió sin querer una taza en el comedor. Antes de que Sor Constanza pudiera gritar, Aitana se arrodilló en el suelo.
—Fui yo ,me tropecé y no la vi.
La monja la miró con desprecio. Sonrió con malicia.
—Muy bien. Sabés lo que toca.
La arrastraron al patio trasero de los pelos. Le colocaron un palo sobre los hombros, los brazos extendidos como si estuviera crucificada, y la hicieron arrodillarse sobre granos de maíz. El castigo duró tres horas. Tres horas de sangre, piel desgarrada, fiebre y silencio. Tres horas bajo el sol helado de la tarde, con las rodillas abiertas, los labios partidos y la vista nublada por el dolor y cuando regresó al cuarto, apenas pudo mantenerse en pie.
—Todo por vosotras... —susurró con voz quebrada.
Catalina y Eugenia la abrazaron con fuerza, entre lágrimas, como si al tocarla pudieran sanar sus heridas. El corazón de ambas latía desbocado. Aitana ardía en la fiebre. Su piel brillaba bajo la luz intermitente como si algo dentro de ella estuviera comenzando a nacer. Algo que Sor Constanza no podría detener.
Y en algún lugar del mundo, la Luna ya había empezado a moverse. Porque lo que estaba destinado… siempre encuentra el camino a ser.
Esa misma noche, no muy lejos de Piedra Gris, en una región salvaje donde los árboles se alzaban como columnas eternas y el cielo se teñía de estrellas rojas que parecían observar desde el más allá, el rey de los licántropos se despertó sobresaltado, cubierto en sudor frío, con el pecho ardiendo por una sensación imposible de ignorar.
—¿Otra vez el sueño? —le preguntó su Beta, un guerrero de mirada severa y una pequeña cicatriz en la mejilla, que había aprendido a leer el silencio de su rey como si fuera un idioma secreto.
—Sí —murmuró el rey, aún jadeando, con los ojos clavados en el vacío—. Pero esta vez... la sentí. Está viva,ella está sufriendo y su dolor me atravesó como una daga.
—¿Dónde? ¿Pudiste verla?
—No lo sé. Solo vi oscuridad y una voz... que gritaba sin hacer ruido. Pero la voy a encontrar. Cueste lo que cueste.
Mientras tanto, en las entrañas del orfanato, Aitana lloraba en silencio. Las lágrimas caían despacio, resbalando por sus mejillas magulladas. La luna creciente brillaba como un espejo roto a través de los vidrios sucios del cuarto. Y dentro de su pecho, algo más que rabia empezaba a despertar.
Era una vibración profunda, ancestral. Un linaje oculto que latía bajo su piel. Una fuerza antigua que se removía en lo más hondo de sus huesos. Un destino que no pedía permiso... solo exigía ser escuchado.
El sol aún no se había asomado cuando los gritos de Sor Constanza volvieron a sacudir los pasillos como una maldición diaria que parecía no tener fin.
—¡Arriba, ratas! ¡Hoy viene el gobernador! Quiero este lugar tan limpio que pueda olerse desde la calle.
Aitana se incorporó con un quejido ronco. Sus huesos crujieron como ramas secas bajo el peso del cansancio y la violencia acumulada. Su cuerpo dolía como si hubiera sido arrastrado por una tormenta, pero dentro de ella... algo ya no era igual.
Catalina y Eugenia la miraron con preocupación, pero también con un respeto silencioso.
Había algo distinto en su mirada. Algo que no estaba la noche anterior. Sabían que Aitana no era la más fuerte.
Que era la más flaca, la más frágil, la que más veces había caído. Pero también era la que siempre se levantaba. Y, sin saberlo, la sangre de la Reina que corría por sus venas empezaba a reclamar su lugar. Con cada latido,con cada herida,con cada lágrima derramada bajo esa luna cruel que, en el fondo, ya la estaba llamando por su verdadero nombre.
No muy lejos de Piedra Gris, en el corazón de un castillo , el Rey Kael Draven observaba la llanura desde su balcón con los puños cerrados. Sus ojos dorados, intensos y atormentados, reflejaban la misma pesadilla que lo perseguía desde hacía más de una década. Tenía treinta años, pero su alma parecía más antigua que su cuerpo. El peso del trono, de las pérdidas y de lo no encontrado, lo convertía en un hombre de silencios largos y miradas que podían romper el alma.
—Ese sueño te está hablando ahora, mi rey? —preguntó su Beta, Elias, un hombre leal, de voz grave y rostro curtido por mil batallas.
Kael no apartó la vista del horizonte.
—Sí. Cada vez es más nítido. Más real. La escucho llorar, Elias. Siento su miedo en el pecho, como si su alma me golpeara por dentro. Sé que está viva y sé que me necesita.
El Gama, Roger, que acababa de entrar con informes del consejo, dejó los papeles a un lado y cruzó los brazos con seriedad.
—Han pasado doce años desde la primera vez que lo sentiste. Al principio creímos que era una señal. Luego dudamos. Pero esto... esto ya no es un presentimiento. Seguro que es el vínculo.
—Mi compañera sufre —dijo Kael con los dientes apretados—. Y no puedo seguir esperando sentado en este trono mientras los del consejo murmuran que estoy débil porque no la he encontrado.
Creen que soy un rey incompleto... pero no entienden que es ella la que me sostiene, incluso sin estar a mi lado.
—¿Y qué pensás hacer? —preguntó Elias .
Kael se volvió hacia ellos. Su voz fue firme, clara, y como un trueno suave en la sala:
—Nos vamos. Planearemos una gira por el reino. Conoceremos nuestras tierras, nuestros pueblos, sus miserias y sus historias. Vamos a desenmascarar a los traidores que se esconden bajo promesas falsas. Y yo... voy a encontrarla. Aunque tenga que recorrer cada rincón de este país.
En ese momento, una mujer mayor entró al comedor. Tenía el cabello recogido en una trenza apretada, manos callosas y ojos dulces que brillaban como dos luceros. Se llamaba Daria, la cocinera del castillo, desde hacía más de cuarenta años que vivía en el castillo vino con sus padres con cinco años y se quedó a vivir para servir a los Reyes. Era como una madre para muchos, y nadie se atrevía a faltarle el respeto.
—Majestad, su desayuno —dijo con ternura, dejando la bandeja frente a él—. Pan recién horneado, queso de montaña y un poco de té de lavanda para calmar el alma.
Kael le sonrió con gratitud, aunque sus ojos seguían oscuros por dentro.
—Gracias, Daria. Pero hoy no desayunaré aquí. Esta mañana, empiezo a moverme. No puedo seguir soñando mientras ella está allá afuera... sola.
Daria lo miró con un cariño maternal y tocó su mano con respeto.
—La encontrará, majestad. El destino siempre se cumple y lo suyo... está escrito en piedra.
Kael asintió. En lo profundo de su alma, algo rugía con fuerza y aunque no lo sabía, aunque aún no podía imaginarlo... su reina ya lo esperaba.
En otra ciudad, no tan lejos, en un rincón olvidado donde las sombras intentaban sepultar la verdad, Aitana despertaba a su linaje, mientras la Luna tejía en silencio el encuentro inevitable.
Y cuando él llegue... el mundo temblará.