CAPÍTULO 2: LA VISITA

2462 Words
A la mañana siguiente, cuando el cielo apenas comenzaba a despejar las nubes plomizas, una camioneta oficial detuvo su marcha frente a los portones oxidados del Orfanato Piedra Gris. Las ruedas crujieron sobre la grava húmeda, levantando una tenue niebla de tierra y desconfianza. Sor Constanza ajustó el velo con manos temblorosas, aunque no de nerviosismo, sino de cálculo. En su rostro había una sonrisa entrenada, una máscara de caridad y devoción perfectamente colocada. —Abran las puertas, niñas. Hoy recibimos una visita muy especial —anunció con tono seco, pero trató de sonar amable. El Gobernador Víctor Salazar descendió del vehículo. Era un hombre de unos cincuenta años, vestido con un saco gris oscuro, rostro firme y mirada clara. Saludó con cortesía, sin el exceso ni la frialdad de los políticos corruptos. Su expresión, aunque seria, no cargaba el cinismo de quienes disfrutan del poder. Pero tampoco era completamente confiable. Había algo en su mirada que no terminaba de mostrar del todo su juego. —Buenos días, Sor Constanza. Gracias por recibirme —dijo, estrechando su mano con corrección. —El honor es nuestro, señor gobernador. Las niñas están encantadas de saber que vendría. Son unas pequeñas bendiciones. Este orfanato hace lo que puede con lo poco que tiene —respondió ella, inclinando la cabeza con falsa humildad. —He recibido su carta solicitando más ayuda económica —comentó el gobernador mientras avanzaban por los pasillos fríos del edificio—. Quiero ver personalmente las condiciones en las que viven las menores. No me gusta firmar papeles sin saber a quién estoy ayudando. —¡Por supuesto, claro que sí! Aquí tratamos a todas como hijas del Señor. Algunas tienen historias difíciles, muy rebeldes... pero con amor y disciplina, se puede todo —dijo ella, con una sonrisa que ocultaba veneno bajo los dientes. Mientras caminaban, algunas niñas se alineaban en silencio por orden de las cuidadoras. Sonreían con miedo. Varias estaban peinadas y vestidas de forma más presentable que de costumbre. Pero Aitana, Catalina y Eugenia no estaban allí. Sor Constanza se había asegurado de encerrarlas en el cuarto de mantenimiento, lejos de las miradas del gobernador. —¿Y cuántas niñas tienen actualmente? —preguntó Salazar, mientras observaba una sala con camas viejas cubiertas con colchas limpias, que evidentemente habían sido puestas para la ocasión. —Treinta y dos, señor. Aunque tres de ellas están… convalecientes —improvisó Sor Constanza—. Fiebres altas. Las mantuvimos aisladas por precaución. Pero están bien atendidas, lo juro. El gobernador asintió, pero algo en su rostro se tensó apenas un segundo. Era como si hubiera visto este tipo de engaños antes. Sor Constanza no era como una monja parecía como una bruja. Como si algo en el ambiente no encajara. Como si supiera que las cosas más importantes suelen estar escondidas. —¿Podré hablar con alguna de ellas? A solas —preguntó con amabilidad, pero con un dejo de firmeza. Sor Constanza tensó la mandíbula. Se esforzó por mantener la calma. —Por supuesto. Escogeré a una de las más... expresivas. Valeria es muy dulce, le encantará hablar con usted. —Me gustaría escoger yo mismo, si no le molesta —replicó el gobernador con una media sonrisa. Una que no era enteramente cálida, ni enteramente fría. Como si midiera las reacciones. Como si supiera que las verdades se ocultan detrás de los decorados. —Claro, claro... como usted diga —dijo Sor Constanza, fingiendo una risa nerviosa mientras se secaba las manos con el delantal. Detrás de una puerta cerrada con candado, en un cuarto húmedo donde el polvo y el olor a cloro se mezclaban con el aire, Aitana, Catalina y Eugenia escuchaban los pasos pasar de largo. No sabían quién era el visitante. Solo sabían que debían permanecer calladas. Aitana, con las rodillas aún marcadas por el castigo del día anterior, le susurró a sus primas. —Algún día... esto se va a acabar. Y en sus ojos, por primera vez, no había miedo ,había fuego. CIUDAD CENTRAL: CASTILLO DE DRAVEN A sesenta kilómetros de Piedra Gris, en la capital llamada Dravenra se alzaba el castillo del Rey Kael Draven. Construido entre riscos y nieblas eternas, aquel bastión marcaba el corazón de un reino dividido en diez regiones principales. El recorrido real previsto para la gira era el siguiente: 1. Rovek – zona portuaria, afectada por contrabando. 2. Mirelda – ciudad minera con conflictos laborales. 3. Selkar – región agrícola donde los recursos escaseaban. 4. Haron – ciudad industrial marcada por la contaminación. 5. Elyan – antigua sede religiosa, ahora en decadencia. 6. Bravenn – territorio fronterizo con movimientos rebeldes. 7. Orvel – centro de comercio, influenciado por corrupción. 8. Keldra – región noble, aliada del consejo. 9. Zirna – zona montañosa, hogar de clanes aislados. 10. Lioren – pequeña ciudad olvidada, donde se encuentra el orfanato Piedra Gris.** Lioren había quedado para el final del recorrido, una decisión tomada por el consejo bajo la excusa de logística… pero en realidad, como un intento deliberado de mantener al rey alejado de lo que debía encontrar. El sol apenas asomaba en el horizonte cuando los vehículos del Castillo Draven comenzaron a alinearse frente al portón principal. Eran autos oscuros, sobrios, de estructura fuerte y sin lujos modernos. Motores encendidos, radio comunicadores encendidos y documentos sellados sobre los asientos traseros. Los asistentes cargaban mapas, maletines y provisiones cuidadosamente organizadas. En la sala del ala este, el Rey Kael Draven se encontraba frente a una gran mesa de madera con un mapa extendido, sostenido por cuatro pesados sujeta papeles. A sus costados estaban su Beta, Elías, y su Gama, Roger. La tensión, aunque no se nombraba, flotaba en el aire como un humo denso. —Hoy partimos —dijo Kael, apoyando ambas manos sobre el borde del mapa—. El consejo respaldó la sugerencia de Carlos y Diego, los dos sabios de las afueras de la ciudad. Ellos creen que debemos iniciar por Rovek, luego Mirelda, Selkar… y así avanzar hasta terminar en Lioren. —Las primeras ciudades están llenas de focos visibles de conflicto: saqueos, hambre, descontento popular —enumeró Elías, con tono serio mientras pasaba las páginas del itinerario impreso en papel—. La gira tiene sentido si lo vemos como una acción política. Mostrar presencia donde más se necesita. La gente lo agradecerá. Kael asintió, pero su ceño permaneció fruncido. —Sí, pero hay algo en este orden que me inquieta —murmuró—. Lioren quedó al final, otra vez. Como si la hubieran querido esconder detrás del resto. Como si no fuera urgente y si alguien no quisiera que lleguemos antes. Roger cruzó los brazos, observando el mapa. Su expresión era difícil de leer. —¿Dudás de Carlos y Diego? —preguntó. —No. Confío en ellos —respondió Kael sin dudar—. Me han aconsejado desde que tengo memoria. Viven aquí en el reino, alejados del consejo y sus juegos de poder. Su sabiduría viene de la tierra, no de los pasillos del poder. Pero… Señaló una anotación en tinta, sobre la esquina del mapa. —Esto apareció en una copia que me llegó anoche. Es una marca circular, como una trampa, justo en el borde que rodea Lioren. Nadie la colocó oficialmente. No venía en el plano que nos mandaron por fax la semana pasada. esto spareció después. Roger se acercó. —¿Podría ser una advertencia? ¿O una distracción? —No lo sé. Pero esa ciudad está a apenas sesenta kilómetros de aquí —dijo Kael—. Si de verdad hay algo allí... Y lo estamos dejando para lo último, eso me incomoda. Elías deslizó un teléfono portátil sobre la mesa.Eran uno de los antiguos, grandes, con antena desplegable. —Carlos llamó esta madrugada. Insistió en que Rovek es el mejor punto de partida para la gira. Dijo que el movimiento popular allá está al límite. Si no llegamos pronto, podría haber disturbios graves. —Confío en Carlos y en Diego. Pero esta marca… —Kael volvió a mirar el trazo en el mapa como si quisiera arrancarlo con la mirada—. Hay algo más grande moviéndose por debajo. Como diría mi madre: "hay algo raro en el techo." Roger intercambió una mirada con Elías. Uno de ellos respiró más lento. El otro se tensó apenas,una fracción de segundo. Lo suficiente para que la duda sembrara su raíz en el corazón del rey. —La caravana está lista —dijo Elías—. Los autos ya están cargados y el equipo de prensa saldrá media hora después. Los diarios locales harán su cobertura. —Entonces partimos —afirmó Kael—. Si esta gira tiene trampas, las desactivaremos. Y si hay traición… no quedará oculta por mucho tiempo. Uno de ellos sonrió pero el otro no. Y así comenzó la gira del Rey. Una marcha a través de nueve ciudades. Con la décima, Lioren, olvidada en la esquina del mapa. Allí donde todo parecía tranquilo. Allí donde la Luna esperaba con el corazón palpitando bajo una piel aún maltratada. Allí… donde se escondía el verdadero destino del Rey. *** A varios kilómetros del Castillo Draven, en una casa modesta ubicada en la frontera boscosa del Reino, Carlos y Diego compartían un desayuno simple en una mesa de madera vieja, mientras la radio sonaba de fondo con interferencias suaves y el crujido del pan tostado marcaba el único ritmo en la habitación. La chimenea ardía lentamente, y las paredes estaban cubiertas de mapas, notas en papel gastado y líneas marcadas con bolígrafo rojo. Era su centro de operaciones, su refugio y, para el Rey, un lugar de confianza lejos del bullicio del consejo oficial. —Ya partieron esta mañana —murmuró Carlos, tomando su taza de café—. Rovek fue la primera ciudad. Tal como aconsejamos. —Y era lo correcto —asintió Diego, con los ojos fijos en el mapa del reino—. Es la zona más inestable. Si no se muestra allí, la prensa podría volverse en su contra. El pueblo necesita verlo… aunque él no lo sepa todavía. Hubo un breve silencio. El tipo de silencio denso que se forma cuando dos hombres que se conocen demasiado intentan leerse sin hablar. —La marca en el borde del mapa… ¿fuiste vos? —preguntó uno de ellos, sin levantar la vista. —No. Pensé que había sido vos —respondió el otro, encogiéndose de hombros con una media sonrisa que no llegó a los ojos. —Qué raro —dijo el primero, bajando la mirada hacia el mapa central—. Porque apareció justo después de la última revisión. Uno de ellos se giró lentamente hacia la ventana. Afuera, los árboles se movían con el viento suave, como si la naturaleza escuchara. Como si la Luna misma aguardara, paciente. —El Rey es demasiado confiado,no en el consejo, eso ya lo aprendió. Pero sí en nosotros y a veces… no es bueno que se confíe tanto. Hubo una pausa y una intención no dicha. Una idea sembrada. —Lioren quedará para el final. Ya está decidido —dijo el otro, doblando un informe y guardándolo en una carpeta. —Sí… es mejor así. Hay cosas que no están listas para ser encontradas. Uno de ellos pensó en retrasarlo, en desviar, en crear obstáculos suaves que parezcan parte del plan. No por odio era ambición de algo que nunca tendrian. Sino por algo más profundo… más oscuro. Algo que aún no se revela. —¿Qué harás si llega antes de tiempo? —preguntó uno. —Eso no va a pasar —respondió el otro, con una voz demasiado segura. Y mientras el fuego crepitaba, ambos volvieron a sus papeles, como si no acabaran de sellar un destino. Como si nada hubiera pasado. *** El nuevo gobernador Víctor Salazar no era un hombre ingenuo. Había escuchado mentiras vestidas de caridad, discursos falsos pronunciados con manos temblorosas, y frases construidas con la misma precisión con la que se apilan ladrillos sobre tumbas. Pero lo que escuchaba ahora, sentado frente a una niña de apenas trece años, superaba cualquier guion mal ensayado. Valeria, la “niña modelo” que Sor Constanza había presentado, tenía la sonrisa justa, la postura exacta, la voz aguda y temblorosa que intentaba parecer dulce. Pero no lo era. No era espontánea, no era libre. Y sus palabras olían a miedo. —Me gusta mucho leer, señor gobernador. Sor Constanza nos cuida mucho, y siempre tenemos comida caliente. Aprendemos oraciones, manualidades y juegos sanos. Todas somos felices acá —dijo la niña, cruzando las manos sobre la falda como le habían enseñado. Víctor no respondió de inmediato. La observó en silencio. Tomó nota mental de la forma en que sus dedos se apretaban con fuerza. Del parpadeo nervioso cada vez que mencionaba a la directora. Del leve temblor en la comisura del labio inferior. —¿Cómo están las niñas enfermas, Valeria? —preguntó con tono neutro. La niña tragó saliva. —Bien… muy bien. Están descansando. Ya casi se mejoran. —¿Y cómo se llaman? Valeria parpadeó. Abrió la boca, pero no salió ningún nombre. —Eh… no me acuerdo ahora… —balbuceó—. Creo que una se llama… eh… no me acuerdo, pero no son niñas chicas. —¿Qué edad tienen? —No sé bien, pero no son chiquitas. Son… grandes. O sea, no tanto, pero… —empezó a enredarse, sus palabras cayendo una sobre otra. Víctor inclinó ligeramente la cabeza. —¿Las conocés? Valeria lo miró como si la pregunta hubiera sido una trampa. —No… o sí… no jugamos mucho. Están en otra parte. Pero están bien —insistió, aferrándose al único discurso que sabía decir. El gobernador se reclinó en la silla. Su mirada, que hasta ese momento había sido cordial, cambió sutilmente. De observador a analista. De visitante a juez. —¿Quién te dijo lo que tenías que decir hoy, Valeria? La niña se congeló. Bajó la vista ,sus labios se apretaron. La piel de su cuello enrojeció. —Nadie… solo… me dijeron que tenía que portarme bien. —¿Y te amenazaron si no lo hacías? —No —susurró. Pero su voz no tenía convicción,no tenía verdad. Víctor suspiró. —Está bien, Valeria. Podés irte. Gracias por tu tiempo. La niña se levantó casi al instante, sin mirarlo. Caminó con pasos cortos y ansiosos hacia la puerta y cuando la cerró tras de sí, Víctor se quedó solo, rodeado de un silencio mucho más estridente que cualquier palabra. Sabía que le habían mentido y que algo oscuro se escondía detrás de esas paredes recién pintadas. Y ahora, lo que debía decidir no era si actuar,era cuándo hacerlo
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