CAPÍTULO 5 – LA SANGRE QUE DESPIERTA

2397 Words
El cielo sobre el Castillo Draven estaba cubierto de nubes pesadas cuando un elegante Mercedes n***o de los años 80, con los faros encendidos y la carrocería brillante a pesar del barro del camino, se detuvo frente a los portones principales. El motor se apagó con un ronroneo suave pero decidido, y de su interior descendió con prisa un hombre de pasos firmes y rostro determinado. Era el gobernador Víctor Salazar. Un hombre de rostro curtido por los años, pero con mirada firme, alto, de contextura recia, y cargaba sobre sus hombros el peso de la integridad. A diferencia de muchos de sus colegas en el reino, Víctor no había comprado su cargo ni vendía su lealtad. Era de los pocos funcionarios que creían que el poder se debía ejercer con responsabilidad, y que los gobernantes estaban para proteger al pueblo, no para esconderse tras muros de oro. Venía directo desde la ciudad de Lioren. Había manejado durante más de 2 horas, sin detenerse, lo que tenía que hablar no o podía esperar. Lo que había sentido en el orfanato Piedra Gris lo había calado tan hondo que no podía dormir si no hablaba con el Rey. Pero al llegar, fue recibido con una noticia inesperada, que lo tomo por sorpresa . —El Rey Kael no se encuentra en el castillo —informó una voz grave y serena—. Está en recorrido por el reino desde hace dos días . El gobernador se giró, molesto por dentro, pero respetuoso por fuera. Frente a él, en lo alto de las escalinatas de piedra del salón principal, lo observaba un hombre de postura recta, piel canela, ojos oscuros que no pestañeaba, y un rostro serio enmarcado por una mandíbula afilada y limpia de barba. El cabello lo llevaba corto, al ras, y su porte irradiaba autoridad. Vestía una camisa blanca impecable bajo un saco n***o cerrado por un solo botón. Era Roger, el Gama del Reino. —Soy el Gama. Puede hablar conmigo, gobernador ,hágalo con confianza—añadió, descendiendo con calma—. Si vino hasta aquí, algo grave debe tener para decir. Víctor asintió, sin preámbulos. Le explicó todo. Cómo al llegar al orfanato Piedra Gris notó que todo parecía... demasiado armado.Todo demasiado limpio y demasiado callado. Cómo la niña que le asignaron para hablar parecía estar repitiendo un guion de película . Cómo le mintieron en la cara con respecto a las niñas enfermas ,se dió cuenta clarito que no habia ninguna enfermedad. Y cómo el silencio de las otras era más fuerte que mil gritos. —No puedo asegurarlo, Gama —dijo al final, apretando los puños—, pero hay algo oscuro en ese lugar. No es solo negligencia. Es maldad pura . La Dirección del lugar no es grata. Roger lo escuchó todo sin interrumpir, se tensó apenas al oír "Piedra Gris". Ese nombre no le gustaba. Desde que el Consejo propuso dejar esa ciudad como la última del recorrido, algo se le revolvía por dentro. —Gracias por venir —dijo finalmente—. Lo que ha hecho demuestra que aún hay hombres dignos en este reino. Le aseguro que esto no va a quedar sin respuesta y le informare todo al Rey Apenas el gobernador partió, Roger se dirigió a donde estaba su despacho. No avisó a Carlos ni a Diego. No les confiaba ni la hora. A diferencia del Rey, que los había tenido cerca desde la muerte de sus padres, Roger nunca los aceptó. Aquella tragedia —ese accidente absurdo con un coche nuevo, en plena ruta despejada— nunca le cerró del todo. El Rey había asumido demasiado joven y en ese vacío de poder, Carlos y Diego se habían vuelto sus asesores más cercanos. Pero Roger... Roger nunca bajó la guardia. Esa misma tarde, fue personalmente a los establos. Eligió tres caballos resistentes. Se aseguró de que las monturas tuvieran doble refuerzo, alforjas livianas y correas de cuero endurecido. Él mismo eligió a los dos jinetes que lo acompañarían. Guerreros silenciosos, leales, y por sobre todo, discretos. No usaron insignias. No usaron colores reales. No se anunció la partida. La cocinera del castillo, Daria, que lo conocía desde niño, le entregó tres bolsas con pan de centeno, frutas secas, agua y un poco de carne curada. —¿A dónde vas, muchacho? —preguntó, con voz baja. Roger le dedicó una media sonrisa, sin responder. Pero Daria lo miró con esos ojos de madre que todo lo saben. —Que los lobos antiguos te acompañen. Hay cosas que solo el instinto ve. Y tu instinto nunca se equivoca. Montó su caballo y salió en dirección sur, hacia Lioren, pero no tomó la carretera. Cortó hacia el monte, bordeando los caminos por sendas viejas y olvidadas. Rutas que solo los antiguos usaban. Donde el bosque era más espeso, el aire más denso, y los sentidos más agudos. Y mientras avanzaban, el silencio de los árboles le devolvía una certeza en forma de escalofrío: Algo lo llamaba desde Piedra Gris. No sabía qué,ni quién. Pero sabía… que tenía que llegar antes de que fuera demasiado tarde. Mientras tanto,el mediodía llegó con una quietud sospechosa. Que por primera vez en años, les dieron ropa menos rota unas zapatillas desgastadas pero completas. Trapos que, si bien olían a humedad, no estaban tan rasgados como los que solían usar. Aitana, Catalina y Eugenia intercambiaron una mirada. Aquello no era un acto de bondad. Era un presagio de que algo no estaba bien . Les dieron una taza de leche tibia y un trozo de pan duro a cada una. Ahora lo sabian ,algo malo iba a pasar . Las manos de Catalina temblaban mientras sujetaba la taza. Eugenia, desconfiada, la olfateó. Pero fue Aitana quien alzó la vista primero. La expresión en su rostro cambió. Había algo más ahí. —No —susurró apenas, haciendo una seña leve con la cabeza. Catalina y Eugenia le entendieron al instante. No tomaron ni una gota. En cambio, fingieron hacerlo, y luego, como si sus estómagos vacíos no resistieran, se inclinaron hacia el suelo y vomitaron de forma violenta. El estómago retorcido por años de hambre facilitó la actuación. Nadie sospechó que fue una decisión consciente. Pero Sor Constanza lo tomó como una ofensa personal. —¡Desagradecidas! —gritó, cruzando el pasillo como una ráfaga oscura. Les dio una bofetada a cada una—. ¡Les di algo caliente! ¡Una bendición, y así lo devuelven! Aitana cayó al suelo, su mejilla enrojecida, pero sin una lágrima. La mirada fija. Firme. Casi desafiante. —¿Querés otra? —gruñó Sor Constanza. —¿Qué le pusiste a la leche? —preguntó Aitana, sin parpadear. La directora se detuvo. Por un segundo, pareció que el tiempo se congelaba. —Vas a lamentar cada palabra —murmuró con una sonrisa seca—. Y ojalá vivas lo suficiente para arrepentirte. Horas después, llegó un camión. Aitana lo vio desde el cuarto de limpieza, con la espalda contra la pared y la vista fija en la ventana pequeña del fondo. Supo al instante lo que significaba. —Nos sacan de aquí —susurró. Catalina temblaba hoy la fiebre no cedía. El cuerpo le dolía como si su piel se estuviera desgarrando desde adentro. Tenía espasmos, y su respiración se aceleraba por momentos. —No puedo más, Aitana … no puedo —murmuró, con voz rasgada—. Me duelen las uñas, los dientes… hasta los hombros. Siento que algo me está rompiendo. Eugenia le tomó la mano. Estaba ardiendo. —Vamos a salir de esta. Juntas. Siempre juntas. Las sacaron a empujones, como ganado. Las subieron al camión con violencia. Uno de los hombres agarró a Aitana del cabello, tirándola hacia atrás hasta hacerla caer contra una de las ruedas. Su espalda golpeó el borde metálico con fuerza. Gritó de dolor. —¡Soltala! —gritó Catalina. Algo crujió. No fue un hueso. Fue… su interior. Un estallido invisible. Catalina se lanzó. Con una fuerza descomunal, empujó a los tres hombres. Uno voló por los aires y cayó sobre la grava. Otro chocó contra la caja del camión. El último rodó por el suelo, atónito. Catalina jadeaba. Su rostro estaba transformado: los pómulos marcados, los ojos enrojecidos, los colmillos… visibles. Su cuerpo temblaba. Aitana y Eugenia la miraron, sin entender. Algo… algo la estaba devorando desde dentro. La subieron por la fuerza. Sor Constanza las miró desde la puerta del orfanato. —¡Que vivan poco,mugrosas ! —escupió—. ¡Que la Luna las condene por lo que son! Aitana juró en silencio. Si alguna vez salía viva, si alguna vez tenía una oportunidad, volvería por ella. Y ese monstruo no escaparía de su venganza. Dentro del camión, el olor a encierro y gasolina era casi asfixiante. Eugenia abrazaba a Catalina, que ardía en fiebre, su cuerpo bañado en sudor frío. Aitana mantenía los ojos abiertos, estaba en alerta. El traqueteo del motor era un susurro constante. —¿Creés que nos quieren matar? —preguntó Eugenia. —No lo sé —susurró Aitana—. Pero si no escapamos… algo peor va a pasar. El vehículo se detuvo después de unas horas de hacer ruta . Una risa ronca sonó desde la cabina. —Es ahora —susurró Aitana. Se escuchó el chirrido de los barrotes. Dos hombres se subieron a la caja del camión. —Bueno, muñequitas. Hora de divertirse un poco. Uno de ellos agarró a Eugenia por el brazo. El otro se dirigió hacia Catalina queriéndola manosearla. —No… —susurró ella—. No me toques. Su voz era otra.Mucho más grave. Más profunda como un rugido contenido. El primer golpe vino acompañado de un chillido inhumano. Catalina se dobló hacia adelante… y luego se irguió de golpe. Su columna crujió. Sus ojos se tornaron amarillos. Sus uñas se alargaron. Su piel parecía estirarse como si fuera otra. El lobo rugió desde sus entrañas. Uno de los hombres no alcanzó a gritar. Su cuello fue desgarrado en un segundo. El otro intentó correr, pero una garra lo detuvo. La sangre salpicó las paredes. Aitana y Eugenia estaban paralizadas. Catalina —o lo que quedaba de ella— se lanzó sobre el conductor cuando este intentó huir. Lo atrapó por el cuello y, con un solo movimiento, lo arrancó del asiento. El metal del camión crujió. Cuando todo acabó, solo quedó el sonido de la respiración de Catalina, cubierta en sangre, temblando que cayó de rodillas. El cuerpo volvió a su forma humana. Lloraba. —¿Qué hice…soy una asesina ? —susurró. Aitana se acercó y la sostuvo. —Nos salvaste. No pasó nada. Acá no pasó nada. Tomaron las mantas del camión, una campera vieja. Salieron. Entraron al bosque. Corrieron, corrieron, hasta que el sol comenzó a bajar otra vez.Llevaban colgada de sus hombros a Catalina. Catalina ya no podía más. La fiebre seguía. Las piernas no respondían. La acostaron bajo un árbol, la cubrieron con la manta. —No podemos quedarnos acá —dijo Eugenia. —Voy a buscar ayuda —declaró Aitana. Miró al cielo. La Luna brillaba débil, pero presente. Cerró los ojos. Juró que la encontraría. Que las salvaría. Corrió. Un día entero. Hasta que sus piernas ya no respondieron. Hasta que vio a tres jinetes entre los árboles. Uno la miro con los ojos firmes. —Ayuda… —susurró Aitana, antes de caer, desmayada, en brazos del Gama Roger. El bosque de Lioren estaba en silencio. No el silencio habitual de las primeras horas de la madrugada, sino uno más denso, cargado, como si la misma tierra estuviera conteniendo la respiración. El rocío se aferraba a los helechos, y los árboles se mecían apenas, susurrando secretos que sólo los lobos podían entender. Roger descendió de su caballo. Lo sintió en el aire. Un rastro,Un olor inconfundible. No era sangre. No era miedo. Era algo más primitivo,el llamado ,el Instinto,algo le pertenecía a ese aroma. —Aquí —susurró. Sus jinetes se detuvieron detrás, atentos. Roger caminó entre la maleza como si la conociera desde siempre. Cruzó un sendero angosto, descendió una pequeña pendiente y entonces la vio. Una figura delgada, tirada a un lado del camino, casi cubierta por un arbusto. El cabello rojo, sucio, enmarañado, brillaba con un tono apagado bajo los primeros rayos del amanecer. Sus labios estaban partidos. Las manos, rasguñadas. El cuerpo, tembloroso. —Diosa... —murmuró Roger, apretando los dientes. Se agachó a su lado y la giró con suavidad. El olor fue inmediato. Golpeó su nariz y descendió directo a su pecho. Su lobo interior rugió. Era ella. No entendía cómo. No entendía por qué. Pero su alma reconocía a esa joven herida y deshidratada como algo más que una víctima. —Agua. Ya. —ordenó sin alzar la voz. Uno de los soldados corrió hacia el caballo. Roger la sostenía con delicadeza, como si fuera de cristal. Le retiró los mechones de la cara y apoyó su frente contra la de ella por un instante. No sabía qué estaba pasando, pero su cuerpo lo sabía. Su lobo lo sabía.¿ Ella era su compañera?. Cuando le acercaron el agua, le humedeció los labios y Aitana comenzó a reaccionar. Parpadeó con dificultad, sus ojos se abrieron apenas. —Ayuda... —murmuró. —Estoy aquí. —Roger sintió que le temblaba la voz. —Mi prima... mi prima está enferma. Está en una cueva... por allí. —señaló con los dedos temblorosos hacia el monte. Roger se incorporó al instante. El instinto le gritaba. Su cuerpo vibraba como si una tormenta estuviera por estallar en su pecho.¿Tu prima ? —Quédense con ella. No se muevan. Protegerla como si fuera de cristal porque lo es. Y sin esperar respuesta, se lanzó hacia el bosque. Cada zancada lo impulsaba más rápido. Su corazón latía al ritmo de la tierra. Sabía que no estaba corriendo hacia una simple loba. Estaba corriendo hacia su destino y su lobo lo entendió.Cambio rápidamente y el pelaje oscuro de su lobo apsrecio. Y nada… nada lo iba a detener. En ese momento sintió rugir a su lobo y se dió cuenta que la pelirroja ,no era su compañera, pero su instinto ,sabía que su lobo la buscaría en cada cueva de ese lugar cueste lo que cueste .
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