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Una Elfa Casada con el Lobo de Fuego

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El temido Rey Lobo Sadrac Volcaris de Pyrion arrastra una herida que no logra sanar. Después de años probando con toda clase de magias y curanderos, descubre que posiblemente solo el poder del hielo élfico podría curarlo. Por eso exige en matrimonio a la princesa Brielle Cristalis del reino de Talisia.

Brielle es todo lo contrario a él: dulce, curiosa y soñadora. Siempre ha querido conocer el mundo más allá de su reino helado, así que cuando acepta el matrimonio para evitar una guerra, cree sinceramente que podrá construir algo hermoso con su futuro esposo.

Pero cuando llega al reino de fuego, se da cuenta de que ha caído en una trampa. Sadrac no la ve como una persona, sino como su posible salvación. Él está dispuesto a todo para conseguir lo que necesita, y el amor definitivamente no está en sus planes.

Esta es la historia de dos mundos opuestos que chocan: fuego contra hielo, ambición contra inocencia. Ninguno de los dos sabe que tal vez sean exactamente lo que el otro necesita para sanar, no solo heridas del cuerpo, sino también del alma.

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01. El Fuego
"El fuego no conoce la piedad; el fuego es vida. Lo que no consume, lo moldea. El herrero manipula las llamas solo porque el fuego se lo permite. Y yo soy ambos: herrero y fuego. No conozco piedad, manipulo y moldeo. Ante mí, te arrodillas o te conviertes en cenizas." —SADRAC VOLCARIS, REY LOBO DE FUEGO "El hielo no teme al fuego; el hielo es memoria. Lo que no preserva, lo transforma. El hielo no busca destruir, sino perdurar. Mientras el fuego se extingue con el tiempo, el hielo recuerda y espera. Y yo soy la paciencia que enfría incluso las llamas más voraces. No me arrodillo ni me convierto en vapor. Simplemente, permanezco." —BRIELLE CRISTALIS, PRINCESA ELFO DE HIELO Fuego y Hielo. Lobo y Elfo. Como el día y la noche en los Once Reinos, y, sin embargo, sin saberlo, son justamente lo que uno y el otro necesita… REINO DE PYRION, PALACIO REAL En el imponente salón de Estrategias, el Rey Lobo Sadrac estudiaba el mapa desplegado sobre la mesa de oscura obsidiana. Él había pasado los últimos dos años en una búsqueda incesante para la cura al mal que lo aquejaba; buscó a los brujos de los pantanos, fue con curanderos de los bosques profundos, hechiceros de las montañas más empinadas... y todos y cada uno de ellos habían fracasado en curarlo. Ahí en su asiento, el Rey Lobo se movió ligeramente y al instante un dolor agudo le recordó su debilidad. Su mano instintivamente se cerró en un puño mientras apretaba los dientes para contener una mueca. Nadie a simple vista pareció notarlo, pero él sabía que todos estaban demasiado conscientes de él y su… condición. La extremidad afectada, que era su pierna derecha, estaba marcada con venas negras que parecían contener magma en su interior, esta le provocaba un dolor constante que solo el orgullo le permitía disimular. A esas alturas de su vida, ya se había acostumbrado al dolor, pero no a la vergüenza. Él seguía siendo letal en batalla como el rey guerrero que era, quizás incluso más peligroso ahora que la rabia por su condición alimentaba su ferocidad, pero su cojera era innegable, y él sabía que muchos susurraban a sus espaldas. Eso lo hacía lucir débil y el Rey Sadrac lo detestaba demasiado. Sí, su mal era que, debido a una herida incurable en su pierna, lo hacía lento y cojo. Entonces, sin mucho afán, el rey Sadrac deslizó su dedo índice sobre el mapa, deteniéndose en un territorio particular en el extremo norte, mientras acariciaba los contornos de las montañas blancas dibujadas en el pergamino. —Los Elfos de hielo del Reino de Talisia... —murmuró el rey lobo con una sonrisa calculadora formándose lentamente en sus labios—. Es hora de que nos sean útiles. El principe Zelek, quien permanecía a su lado como siempre, lo miró entrecerrando sus ojos. —¿Qué planeas, hermano? —preguntó con cautela—. El fuego y el hielo no se mezclan. Siempre has detestado el frío, el hielo y especialmente a los Elfos. Por eso ni tú ni nuestros antepasados se han molestado en conquistarlos. Al oír eso, el Rey Sadrac se levantó de su asiento con un esfuerzo controlado, apoyándose en su lanza que ahora servía como bastón y como arma. Sus ojos verdes claro, bordeados por cejas espesas, se clavaron en su hermano con esa cualidad intimidante que hacía que pocos en los Once Reinos se atrevieran a sostenerle la mirada directamente. —He estado investigando durante meses —reveló el Rey Lobo con voz baja—. Los Elfos de hielo del reino de Talisia poseen una magia antigua, diferente a todo lo que he probado hasta ahora. Una magia que podría contrarrestar el fuego azul que aún arde en mi pierna enferma —dijo, sonriendo a medias—. Y tienen una princesa, ¿no es así? —continuó con una sonrisita que se veía maliciosa en él—. La princesa Brielle Cristalis. —Te sabes hasta su nombre… —susurró el Principe Zelek —yo ni sabía cómo se llamaba —agregó, arqueando una ceja. —Yo sé todo lo que me conviene —respondió el Rey Sadrac y luego con lentitud, caminó hacia la ventana tallada en la misma roca volcánica que sostenía su fortaleza real. La cojera en el Rey Lobo marcaba cada paso que daba como un recordatorio de su vulnerabilidad, pero la majestuosidad que lo caracterizaba nunca abandonaba su figura. Su cabello castaño, espeso y salvaje como su naturaleza, caía en ondas hasta sus hombros anchos mientras se movía, enmarcando un rostro que era tanto temido como deseado en partes iguales. El Alfa de fuego Sadrac Volcaris era un colosal entre los suyos, medía más de dos metros de estatura, haciendo que muchos alzaran sus cabezas para verlo de frente. Y en ese momento, mientas él contemplaba el paisaje desde la ventana, la luz de esas horas de la tarde acentuaba su piel color canela, curtida por el sol clemente de su tierra de fuego, revelando las cicatrices de viejas batallas que la decoraban como un mapa de sus victorias. —Sabía de la existencia de esa princesa Elfo—respondió el principe Zelek—, pero debe ser apenas una niña a tu lado, de eso estoy seguro, debes doblarle edad... —comentó Zelek, observando las manos de su hermano, grandes y toscas, que se apoyaban firmemente en el alféizar de la ventana. —Tiene la edad apropiada para el matrimonio —interrumpió Sadrac, girándose para enfrentar a su hermano con una sonrisa llena de ambición. El movimiento de Sadrac tensó los músculos bajo su piel bronceada, resaltando la fortaleza viva que era su cuerpo, esculpido por la guerra y moldeado por el fuego que corría en sus venas. No era casualidad que lo llamaran el "Alfa de fuego más atractivo de todo el reino", dejando a su hermano Zelek, igualmente apuesto, pero menos feroz, conformarse con el segundo lugar, como en todo lo demás. —Hoy mismo enviarás una carta al Rey Elfo. Le dirás que quiero a su hija como esposa. De inmediato, el shock se reflejó en el rostro de Zelek, que frunció los labios, incómodo con el rumbo que tomaba la conversación. —Hermano, esto es una locura. No puedes simplemente... —No me importa lo que pienses —cortó Sadrac con dureza—. No busco amor ni alianzas diplomáticas duraderas. No hay nada que me interese en el Reino de Hielo más que la magia curativa que poseen. La princesa es solo el medio para obtener lo que necesito, una solución permanente. Luego, el rey se acercó al príncipe Zelek, apoyando su peso en la lanza. Según susurraban sus amantes, en la intimidad de la alcoba real, la mirada de Sadrac podía arder con una pasión que derretía hasta el acero. Pero ahora, esa misma mirada solo mostraba una fría ambición, desesperado por sanar su pierna. —Y si se niega, añade esto a la carta —continuó, inclinándose hacia su hermano con su típica mirada amenazante—. Dile que, si no me entrega a su hija, el fuego del reino de Pyrion incinerará cada rincón de Talisia. Que cada árbol helado, cada palacio de cristal, cada súbdito de su reino conocerá el poder de nuestra furia. Al decir eso, una sonrisa cruel se dibujó en sus labios mientras añadía: —El fuego no muestra piedad... el fuego lo que no consume, lo moldea… Zelek observó a su hermano mientras éste regresaba cojeando hacia el mapa. La obsesión había consumido al gran Rey Lobo, transformándolo en algo que ni siquiera él reconocía ya. Pero mientras Sadrac trazaba rutas de invasión hacia el Reino de Hielo, no podía imaginar que la Princesa Elfo no sería la frágil pieza que esperaba sacrificar en su juego de poder. Lo que el fuego no sabía era que el hielo también tiene memoria…

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