Capítulo 2 – La jaula invisible
El silencio era lo único que llenaba el cuarto cuando Elena abrió los ojos por segunda vez. El dolor en sus muñecas delataba que había estado forcejeando contra las ataduras incluso estando inconsciente. La cama en la que yacía era metálica, fría, cubierta apenas por un colchón delgado y áspero.
Intentó moverse, pero los grilletes de acero en sus tobillos y muñecas se lo impidieron. Cada pequeño movimiento hacía que el metal mordiera su piel, dejándole marcas rojas que empezaban a transformarse en moretones.
El corazón le golpeaba con fuerza.
—Esto no puede estar pasando —murmuró, como si decirlo en voz alta pudiera despertarla de una pesadilla.
Un ruido metálico la sacó de sus pensamientos. La puerta chirrió lentamente y la figura de Julián apareció en el umbral. Traía un plato con comida y una botella de agua. Caminó con calma, como si nada fuera extraño en esa situación.
—Tienes hambre —dijo, sin preguntar.
Colocó el plato sobre una pequeña mesa junto a la cama. Era un guiso tibio, humeante, que olía mejor de lo que esperaba en aquel lugar.
Elena lo miró con odio y miedo, intentando mantener la voz firme.
—Suéltame. No puedes hacerme esto.
Julián inclinó la cabeza, estudiándola como un científico frente a un experimento.
—Claro que puedo. Y lo hago por tu bien. Aquí nadie podrá hacerte daño.
Elena tragó saliva, confundida y aterrada.
—Eres tú quien me está haciendo daño.
Él sonrió apenas, una mueca torcida que no alcanzaba sus ojos.
—Con el tiempo lo entenderás. Afuera nadie te valora como yo. Afuera corres peligro. Aquí… estás a salvo.
Elena sacudió las cadenas con fuerza, haciendo sonar el metal contra la cama.
—¡No estoy a salvo, estoy presa! —gritó.
Julián no se alteró. Se limitó a acercarse más y acariciar el borde de la cama con los dedos.
—Los primeros días son los más difíciles. Después… te acostumbrarás.
Esas palabras se clavaron en la mente de Elena como un veneno. ¿Acostumbrarse? ¿A vivir encadenada, lejos de su familia, a merced de un monstruo? No. No podía aceptar esa idea.
La puerta volvió a cerrarse tras él, dejándola en un silencio aún más pesado que antes. El miedo se convirtió en un nudo en la garganta, pero debajo de ese miedo empezó a crecer algo más: una semilla de resistencia.
Pasaron horas antes de que la desesperación la venciera y probara un bocado del guiso. La comida sabía insípida, como si estuviera hecha para recordarle que incluso su hambre dependía de él.
La rutina se repitió los días siguientes. Julián entraba dos veces al día: una con comida y otra para revisar las cadenas. A veces hablaba, otras solo observaba en silencio, lo que resultaba aún más inquietante.
Intentaba manipularla con frases suaves que chocaban con la brutalidad del encierro:
—Nadie pregunta por ti, Elena. Yo soy el único que realmente se preocupa.
—Tu familia no te entiende. Yo sí.
—Eres especial. Estás aquí porque te elegí.
Al principio, Elena discutía, gritaba, exigía explicaciones. Pero él nunca levantaba la voz. Respondía con calma, como si fuera el único cuerdo y ella la histérica. Esa frialdad era más aterradora que cualquier golpe.
Por las noches, cuando todo estaba en silencio, Elena lloraba hasta quedarse dormida. Pensaba en su madre, en su padre, en sus amigas. ¿La estarían buscando? ¿Creerían que había huido? ¿Se habría corrido ya el rumor en el barrio?
Los días se mezclaban entre sí, perdiendo forma. La única señal del tiempo era el cambio en las comidas y el reloj interno de su propio cuerpo. Al tercer día, Elena hizo su primer intento de fuga: fingió estar enferma, convulsionando cuando Julián entró.
Él corrió hacia ella, preocupado, y en ese momento Elena lo atacó con todas sus fuerzas, lanzándole el plato de comida caliente a la cara. Julián gritó, sorprendido por el ardor, y ella aprovechó para lanzarse hacia la puerta.
Pero sus cadenas la arrastraron al suelo antes de poder alcanzarla. El golpe contra el cemento le arrancó un alarido de dolor. Julián se recuperó enseguida y, con una calma escalofriante, la levantó del cabello.
—Veo que aún no entiendes las reglas —susurró, con el rostro enrojecido por la comida derramada.
Ese día apretó más fuerte las cadenas, asegurándose de que no pudiera dar más de dos pasos fuera de la cama. Y dejó la luz apagada durante toda la noche, sumiéndola en una oscuridad absoluta.
Elena temblaba, con lágrimas silenciosas resbalando por sus mejillas. Pero, incluso así, mientras sus ojos se acostumbraban a la negrura, se juró a sí misma algo:
—No voy a acostumbrarme. Nunca. —
Y en lo profundo de su corazón, nació la primera chispa de una promesa que tardaría años en cumplir: escapar, sobrevivir y algún día hacer que él pagara.