El inicio
Vicenta
Mi nombre es Vicenta Aguilar.
Fui adoptada a los cinco años por la familia Aguilar, mi padre era mexicano que se trasladó hace años a Estados Unidos en busca de poder y oportunidades. De México viene nuestro apellido, Aguilar, que lleva el peso de una historia marcada por la lealtad y el honor, aunque también por la sangre y la traición.
Mi padre, Enzo Aguilar, no es el líder de Chicago, pero desde hace varios años es la mano derecha del señor Luca Santoro, el verdadero amo y señor de la mafia en esta ciudad. Esa cercanía al poder nos coloca en una posición privilegiada, aunque también peligrosa.
No es una historia que se cuente en voz alta. Cuando atacaron a mi padre y a su familia, unos miserables se llevaron a su hija menor y la asesinaron. Mi madre, destrozada por la pérdida, me adoptó para llenar un vacío imposible de sanar.
No recuerdo qué pasó antes de aquella noche. Solo sé que dormía en las calles, sin nombre ni rumbo, hasta que mi padre me dio el suyo y me llamó Vicenta, en honor a su propia madre.
Crecer entre los Aguilar fue vivir rodeada de secretos, poder y peligros. Me enseñaron a ser fuerte, a no mostrar debilidad, a ocultar el dolor tras una máscara de orgullo y determinación.
Fui criada como una princesa, prometida desde niña a Maurizio Santoro, el hijo del señor Santoro y futuro Packman . Mi futuro parecía claro: convertirme en la esposa que consolidaría alianzas y fortalecería el poder de la familia.
Me alejé de la cama rápidamente y comencé a vestirme. A mi lado, Maurizio estaba desnudo; su piel bronceada bajo la luz tenue, su torso firme marcado por cada músculo, y esos ojos color tormenta que me quemaban la piel. Demasiado perfecto para ser real.
Me giré hacia él, y en un instante me atrapó entre sus brazos, rozando su aliento contra mi cuello mientras dejaba un beso lento y provocador que hizo que un escalofrío recorriera mi espalda.
—¿A dónde crees que vas, señora Santoro? —su voz me alcanzó como un golpe suave, insolente, con ese tono cargado de burla y lujuria que conocía demasiado bien.
Me giré sin apuro, recogiendo mi ropa interior del suelo con toda la dignidad posible, mientras él seguía desnudo en la cama, apoyado en un codo, observándome como si tuviera todo el derecho.
—Con mi padre, cariño —dije con una sonrisa burlona, abrochando el sujetador mientras lo miraba por encima del hombro—. ¿O necesitas que te lo diga dos veces?
Mauricio rió, lento, arrogante.
—En una semana, a esta misma hora… vas a ser oficialmente mía. Con apellido, anillo y sin escapatoria.
—Pues todavía no lo soy —le solté, acercándome a la puerta—. Y si mi padre se entera de que me tocaste otra vez…
Se levantó sin vergüenza, caminó hacia mí completamente desnudo, y me arrinconó con una sonrisa peligrosa en los labios.
—¿Que me mata? —susurró contra mi oído, mientras su mano se apoyaba descaradamente en mi cintura—. Después de cómo gemiste anoche, Vicenta… dudo mucho que te atrevas a contarle algo.
Mi respiración se detuvo por un segundo. El maldito sabía cómo provocarme.
—Eres un cretino arrogante.
—Y tú una adicta a este cretino. —Me guiñó un ojo, dejando un beso en mi cuello—. Pero tranquila… aún podemos pecar unas cuantas veces más antes de que “tu padre” lo sepa.
Me terminé de vestir rápidamente, ignorando la mirada descarada de Mauricio, que seguía observándome desde la cama como si no tuviera ninguna prisa en cubrirse. Maldito arrogante.
Sin decir una palabra más, abrí la puerta de la habitación y salí, cerrando de un portazo solo para dejarle claro que esta vez no me iba a quedar.
Uno de sus escoltas estaba en el pasillo. Me miró con respeto, aunque no pude evitar notar la ligera sonrisa en sus labios. Sabía perfectamente de dónde venía y con quién había estado.Lo saludé con un leve movimiento de cabeza, sin detenerme.
Bajé las escaleras, salí de la casa y subí a mi coche sin mirar atrás. Necesitaba aire.Necesitaba distancia. Y, sobre todo, necesitaba ponerme la máscara correcta antes de enfrentar lo que realmente importaba.
Hoy tenía una reunión con mi padre, Enzo Aguilar, y con mi hermano mayor. Una reunión de familia… pero no de esas que se llenan de abrazos y risas. En la nuestra, las palabras valen más que el oro, las decisiones pueden costar sangre, y una mala jugada… puede ser la última.
Encendí el motor, pisé el acelerador y conduje hacia casa con la cabeza en alto y el corazón latiendo demasiado rápido.
Cuando llegué a casa, la enorme puerta de hierro ya estaba abierta. Aparqué el coche en la entrada y avancé con paso firme, dispuesta a enfrentar lo que fuera necesario.
Apenas crucé el umbral del salón principal, allí estaban ellos.
Papá, de pie junto a la ventana, con ese porte imponente que no ha perdido a pesar de los años. Su cabello canoso estaba perfectamente peinado hacia atrás, y sus ojos verdes —esos malditos ojos fríos y afilados— se clavaron en mí apenas entré.
A su lado, como una copia más joven, estaba Leonardo. Mi hermano mayor. El reflejo de papá: mismo rostro, mismo porte, misma arrogancia. Y, por supuesto, los mismos ojos esmeralda que no conocen la calidez, al menos no conmigo.
Es una marca de los Aguilar: sus ojos verdes. Bellos, sí. Pero duros. Implacables.
Leonardo siempre me hizo sentir como una intrusa. Desde que llegué a esta casa siendo una niña perdida, él se encargó de recordarme que yo no era “una verdadera Aguilar”. Nunca me lo dijo con esas palabras exactas, no. Él prefería hacerlo con desprecio disfrazado de sarcasmo, con órdenes que no venían del corazón, y con esa forma suya de mirarme como si yo fuera una carga… y no su hermana.
—Llegas tarde —soltó papá sin girarse.
—Qué raro —bufó Leonardo—. Vicenta, como siempre, haciendo todo a su manera.
Lo ignoré.
—Buenos días —dije con tono ácido, dejando mi bolso sobre la mesa—. Qué gusto ver que el ambiente sigue tan acogedor.
Leonardo me lanzó una sonrisa torcida.
—El sarcasmo no te queda tan bien como crees. Aunque bueno, tampoco te queda bien el apellido, ¿verdad?
Mis ojos se clavaron en los suyos. Pero no le di el gusto de enfadarme. A él le encanta provocarme.
—¿Me llamaron para esto o hay alguna humillación más creativa en el menú de hoy?
Papá se giró por fin.
—Te llamamos porque en una semana serás la esposa de Maurizio Santoro. Y todavía actúas como si fueras libre de hacer lo que se te antoje.
—¿Y qué hice ahora? —repliqué, sin perder el control.
—¿Acostarte con él antes del matrimonio te parece una jugada inteligente? —disparó Leonardo con su tono venenoso.
Me encogí de hombros, con una sonrisa que sabía que lo sacaría de quicio.
—Me pareció mejor idea que casarme sin saber si valía la pena repetirlo.
—¡Vicenta! —gruñó papá.
—¿Qué? ¿Ahora fingimos ser una familia tradicional? ¿Después de todos los negocios sucios, alianzas rotas y cadáveres enterrados?
Leonardo dio un paso hacia mí. Tenía el rostro tenso, los ojos chispeando furia.
—Te lo advierto: si tu debilidad compromete este matrimonio, no me va a temblar la mano para recordarte tu lugar.
—Hazlo —le solté—. Pero asegúrate de que sea la última vez que intentas levantarme la voz, Leo. Porque la próxima, yo también jugaré sucio.
Papá se interpuso entre ambos.
—Basta ya. El trato con los Santoro es lo único que importa. En una semana serás Vicenta Santoro, y a partir de ahí no habrá margen para errores. Ni para berrinches.
—Perfecto —dije, alzando la barbilla—. Seré Vicenta Santoro… pero nunca dejaré de ser Aguilar. Y eso, créeme, va a pesar más de lo que creen.
Y sin darles más espacio para otra amenaza, salí del salón. Con la cabeza en alto y los tacones marcando mi rabia contra el mármol.