—¿Está riéndose? —preguntó Diego Montesinos, que recién llegaba a esa casa de campo donde pasaba tanto tiempo como podía, aunque no era ni cerca a lo que le gustaría estar ahí, acompañando a su familia, pues alguien debía dirigir DeCoMont. —Tiene toda la tarde así —informó Sofía, apoyándose en su esposo, quien encantado la recibía en sus brazos—, a ratos llora y a ratos se ríe, pero incluso cenó con nosotros. —Entonces me alegro de haber mandado al par de demonios por el joven Cipriano —declaró Diego y su esposa se separó de su cuerpo, mirándolo medio asombrada—. ¿No te dijeron que fue mi idea? Sofía negó con la cabeza y Diego le regaló una mueca bastante tierna al amor de su vida, cerrando ambos ojos y frunciendo la boca y la nariz. —No debiste hacerlo —indicó Sofía, resoplando por

