Los días, las semanas, los meses y los años pasaron para Alba y Nacho.
Mismo colegio, mismos estudios y una complicidad entre ellos difícil de igualar, aunque el estudiante brillante y de notas increíbles siempre fue él, y no ella, a la que le costaba más aprobar.
Juntos hicieron la Comunión y lo celebraron también juntos; él, vestido de almirante, y ella, de princesita, mientras Luis y Lena, junto al resto de la familia, disfrutaban de aquel bonito día.
De la inocente niñez pasaron a la complicada pubertad, una pubertad repleta de secretos y confidencias que sólo ellos se contaban entre risas y cuchicheos.
Alba se enamoraba locamente de chicos mayores que ni siquiera la miraban. Incluso se enamoró de Luis, pero éste siempre la respetó, pues aquella muchachita era como su hermana.
Nacho, por su parte, aun teniendo la misma edad que ella, conquistaba a las chicas con tan sólo sonreírles. Tanto él como su hermano Luis, al que adoraba y era su héroe, tenían a todas las adolescentes a sus pies. Su facilidad para enamorar era increíble, y Alba los observaba divertida, convencida de que eran un par de donjuanes.
Con dieciséis años, los jueves acudían con los amigos a la discoteca del barrio, en la que las chicas entraban gratis. Allí, Alba disfrutaba bailando, mientras Nacho y Luis, los perfectos ligones, terminaban besándose con alguna chica en los sofás del local.
Religiosamente, los dos buenos amigos acudían al quiosco de don Tomás todas las semanas para comprarse la revista Súper Pop, especializada en la música y los ídolos del momento. Después, regresaban a casa de Alba, donde se metían en su habitación y disfrutaban de las fotos y los artículos de sus cantantes y actores favoritos.
Con el tiempo, Luis se presentó a las pruebas para ingresar en el cuerpo de bomberos y, gracias a un contacto de José, el padre de Alba, fue admitido. Aquello fue motivo de felicidad para todos, y en especial para la yaya Remedios, a quien una ayudita para mantener la casa no le venía mal.
Nacho continuó con sus estudios. Los idiomas eran lo suyo, y aunque trabajaba por las tardes en una agencia de viajes, no faltaba ni una sola mañana a clase. Para él era importante acabar su formación. Esperaba mucho de la vida, y algo le decía que se lo tendría que trabajar, porque la vida nunca te regalaba nada.
Alba, por el contrario, tras hablarlo con sus padres, decidió dejar de estudiar y buscar trabajo. Teresa y José intentaron disuadirla, debía seguir estudiando, la formación era esencial, pero ella se negó. Los estudios no eran lo suyo, y hasta encontrar algo mejor, decidió ayudar a su padre en la frutería. Era lo menos que podía hacer para echar una mano a la familia.
cuando Alba cumplió dieciocho años, todos sus amigos le organizaron una gran fiesta, la llenaron de regalos y fue un día muy especial para ella.
El 4 de julio, cuando los cumplió Nacho, todos, incluido Luis, fueron a celebrarlo a la discoteca Joy Eslava, en la calle Arenal.
Al entrar en el local, Luis, que iba junto a su hermano, vio a una chica con la que ya había quedado en otras ocasiones.
—Pasalo bien —le dijo a Nacho mientras le guiñaba un ojo a ella—. Yo he quedado con Juliana.
Alba y él se miraron y sonrieron. Por primera vez, Luis estaba atontado por una chica. Y, aunque no era la más simpática del mundo, simplemente por el hecho de que a Luis le gustara, ellos la aceptaban.
Más tarde, cuando hablaban con sus amigos, comenzó a sonar la canción Déjame,0del grupo Los Secretos. Todos empezaron a bailar al tiempo que cantaban a voz en grito aquella canción que tanto les gustaba.
Durante horas, bailaron en la pista al ritmo de Adam & the Ants, Spandau Ballet, Kurtis Blow o la Electric Light Orchestra, hasta que, agotados, Alba y Nacho fueron a la barra a pedir un par de san franciscos. Estaban sedientos.
Mientras esperaban a que les sirvieran, Alba se fijó en cómo varias chicas miraban a su amigo. Eso la hizo sonreír y, acercándose a él, cuchicheó: —Como siempre, no pasas inadvertido.
—Tú tampoco, monito —se mofó él—. Lo que pasa es que no les das opción.
Nuevamente, Alba sonrió.
—Cuando me guste uno, te aseguro que verás la opción.
Ambos rieron, y en ese instante vieron a Luis al fondo, besándose con la chica con la que había quedado.
—No sé qué le ve Luis a esa niña de papá —murmuró Alba acercándose de nuevo a su amigo—. Mira que es sosa.
—Y antipática —afirmó Nacho.
En ese momento comenzó a sonar por los altavoces Celebration,[2] de Kool & The Gang, y cuando Alba la oyó, empezó a saltar. ¡Le encantaba esa canción! Nacho, animado, la sacó a la pista a bailar.
El resto de sus amigos, también animados, los siguieron. Estar con ellos siempre era divertido.
Una hora más tarde, cuando todos estaban charlando, Alba fue al baño. Para variar, había bastante cola. Suspiró. ¡Menudo rollo!
Mientras esperaba, miró a su alrededor y se percató de que un chico alto, espigado y que, por lo corto que llevaba el pelo, debía de estar haciendo la mili, no le quitaba ojo. Se miraron. Sonrieron. Pero ninguno se movió de su sitio.
Tras salir del baño diez minutos después, Alba regresaba junto a sus amigos cuando chocó con alguien. Al mirar hacia arriba se dio cuenta de que era el chico que minutos antes la había observado.
—Perdón —se disculpó él.
Ella negó con la cabeza al tiempo que le dedicaba una bonita sonrisa.
—No pasa nada, tranquilo.
El joven sonrió y, señalando al fondo, preguntó:
—¿Qué os dan a las chicas en el baño para que siempre haya cola para entrar?
Su comentario hizo sonreír a Alba. Sin duda, era uno de los grandes misterios de la humanidad y, divertida, respondió: —Es algo ¡secreto! Y, si te lo digo, ¡lo sabrás!
Ambos sonrieron y, a continuación, él se presentó:
—Me llamo Víctor, ¿y tú?
—Alba.
—Precioso nombre.
—Gracias.
Nerviosa por el modo en que el atractivo desconocido la miraba, ella se disponía a seguir caminando cuando él añadió:
—¿Me permites que te invite a tomar algo?
Alba miró hacia el lugar donde estaban sus amigos y, al ver a Nacho, que la observaba con una sonrisa pícara, aceptó.
—De acuerdo.
Sin rozarse, caminaron juntos hasta la barra. Una vez allí, ella se pidió una Coca-Cola y él una cerveza y comenzaron a hablar. El muchacho era de Salamanca y estaba haciendo la mili en Toledo. Había ido a Madrid a divertirse con varios de sus compañeros, reclutas como él, hasta el día siguiente, cuando tenían que regresar al cuartel.
Alba observó cómo algunos de ellos revoloteaban por la pista en busca de alguna chica que les hiciera caso. Unos tenían éxito y otros no, y Víctor, divertido al verlos, cuchicheó:
—Las discotecas no son lo mío, pero se empeñaron en venir y no pude negarme.
Hablar con él era fácil, especialmente porque, además de ser un chico muy atractivo con unos preciosos ojos marrones, era también educado. En ningún momento intentó propasarse con ella, cosa que no podía decirse de otros que lo acompañaban.
Cuando la música cambió y bajaron la intensidad de las luces, Alba se movió nerviosa. La mirada de aquel muchacho la intimidaba pero, al mismo tiempo, le gustaba. —¿Bailamos? —le preguntó él entonces.
Sin poder negarse, más que nada porque no le apetecía hacerlo, aceptó la mano que él le tendía y ambos salieron a la pista. Allí, Víctor la agarró por la cintura, la acercó a él y comenzó a moverse al compás de la íntima canción Endless Love,[3] de Lionel Richie y Diana Ross.
Nerviosa, Alba se dejó llevar por la melodía, el momento y la compañía y, tras varios segundos en silencio, cuando miró a los ojos del muchacho, éste le dijo:
—Tranquila. No tiene por qué pasar nada que no quieras.
Oír eso le gustó y la calmó. Ella no era chica de enrollarse con cualquiera como hacía Nacho, al que le daba igual que fuera rubia o morena. Que ella besara a un chico era algo excepcional, algo muy meditado, pero en esta ocasión, y sin saber por qué, acercó los labios a los de él y, sin pensárselo dos veces, lo besó.
Sorprendido, él aceptó el beso. Le apetecía tanto como a ella y, ocultos por la oscuridad del momento, se besaron mientras bailaban sin perder el compás.
Disfrutando de lo que ella misma había comenzado, Alba sentía cómo su corazón latía con fuerza. Era la primera vez que se lanzaba a hacer una locura así. Por norma, siempre eran ellos quienes empezaban y, cuando el beso acabó y ambos se miraron, roja como un tomate, oyó que él decía: —Besas muy bien, ojazos.
Alba sonrió.
Aquel chico. Aquel momento. Su tono de voz. Su mirada. Todo ello unido era perfecto. Un instante realmente perfecto y, con el vello de punta, murmuró:
—Seguro que no me vas a creer, pero...
No pudo decir más. Él acercó su boca a la de ella y la besó de nuevo. Alba lo aceptó excitada. Le gustaba cómo besaba. Le agradaba ser besada por él, y se dejó llevar. ¿Por qué no?
Tras aquella canción comenzó a sonar Woman,[4] de John Lennon. En silencio continuaron bailando, mientras, sin necesidad de decir nada, sus bocas volvían una y otra vez a encontrarse.
Cuando el tema acabó y empezaron a sonar los Bee Gees, Nacho, que había observado la escena y estaba tan sorprendido como la propia Alba, se acercó a ellos y, tras darle con el dedo a Víctor unos toques en el hombro, le soltó:
—¿Puedo bailar con mi hermana?
Sin ganas de separarse de ella, pero consciente de que no podía negarse, Víctor asintió. La dejó en los brazos de aquél y se alejó. Nacho abrazó entonces a Alba reprimiendo una sonrisa.
—Bueno..., bueno..., bueno... —cuchicheó—. ¿Lo pasa bien mi chica?
—Muy bien —afirmó ella con complicidad.
Nacho, que la conocía mejor que nadie, la miró y, mofándose, dijo:
—Pero bueno, monito, ¿desde cuándo eres tan libertina? Besos con lengua, ¡qué escándalo!
Alba volvió a reír. Lo que había hecho era inusual, ella no se besaba con cualquiera. Observó cómo Víctor se acercaba a sus amigos reclutas y respondió: —No sé qué me ha pasado. Siento que es especial.
—Y tan especial —afirmó divertido Nacho—. Sólo hay que ver tu cara de tonta.
Luego, ambos continuaron riéndose mientras comentaban lo ocurrido.
Alba no podía apartar los ojos de aquel chico. Algo lo hacía diferente, y se acaloró cuando se dio cuenta de cómo él la observaba apoyado en la barra.
Una vez terminada la canción, Nacho y ella se separaron y, dejándose llevar, ella volvió a acercarse a Víctor.
—¿Te apetecería salir conmigo a tomar un café o un chocolate con churros a San Ginés? —le preguntó con una sonrisa. Víctor la miró y ella insistió—: A mí no me gusta el chocolate, pero te aseguro que...
—¿No te gusta el chocolate?
—No. Ni un poquito —replicó, y de un tirón, para que no la interrumpiera, prosiguió—: Como te decía, la gente que prueba los churros con chocolate en San Ginés se va encantada. Es una chocolatería que está, según sales, a la izquierda en el callejón. No tiene pérdida. Te lo digo por si quieres avisar a tus amigos.
Víctor asintió. Nada le apetecía más que seguir conociendo a aquella preciosa rubia de ojos azules. Habló con uno de sus amigos y a continuación afirmó:
—Solucionado. Vayamos a probar ese chocolate con churros.
Una vez en la chocolatería, se sentaron a una mesita junto a una ventana, y pidieron un café para ella y, para él, un chocolate. —Estaban buenísimos —dijo Víctor cuando se terminaron los churros.
Ella asintió.
—¿Te ha regañado tu hermano? —preguntó él entonces.
Al pensar en ello, Alba sonrió.
—No. Nacho simplemente se ha sorprendido. No suelo ir besando a los chicos, y menos el día que los conozco. A Víctor le gustó oír eso y, envalentonándose, le cogió la mano y preguntó:
—¿Me darías tu número de teléfono?
Alba lo pensó. ¿Debía hacerlo? Pero al final respondió:
—No.
—¿Por qué?
—Porque no doy mi teléfono a los extraños, aunque a ese extraño lo haya besado.
El joven sonrió y, posando los labios sobre los de ella, murmuró mimoso: —Haces bien. No debes fiarte de cualquiera.
Estaban besándose cuando oyeron jaleo. Al mirar hacia el callejón, Víctor vio que se trataba de Ricardo, uno de sus compañeros. Sin duda había bebido de más y los porteros de la discoteca lo estaban echando.
Rápidamente, Alba y él se levantaron, salieron de la chocolatería y se acercaron hasta el lugar donde estaban los otros chicos. El tal Ricardo llevaba un pedal considerable.
—Una de dos —dijo uno de los porteros de malos modos—, u os vais ahora mismo o llamo a la policía.
Todos se miraron. Si llamaban a la policía y terminaban en el calabozo siendo reclutas, se meterían en un grave problema, por lo que no lo dudaron. Tenían que marcharse.
Víctor maldijo mientras observaba cómo sus compañeros caminaban hacia la Puerta del Sol, puesto que aquello significaba tener que dejar a la encantadora chica que acababa de conocer.
—He de marcharme con ellos —dijo apurado.
—Lo entiendo —murmuró Alba con decepción.
Ambos se miraron. Estaba claro que no querían separarse, y Víctor insistió:
—¿Qué te parece si volvemos a vernos en la chocolatería el sábado que viene sobre las cuatro? Tomamos algo y, si luego quieres, entramos en la discoteca o damos un paseo.
Alba no lo dudó ni un instante.
—De acuerdo —se apresuró a responder.
Con una preciosa sonrisa, Víctor se acercó a ella y le dio un beso que le arrebató el aliento. A continuación, la soltó y, tras perderse en aquellos ojos azules tan llenos de cariño y bondad, le guiñó un ojo y le gritó mientras corría ya hacia sus compañeros: —¡Hasta el sábado, ojazos!
Alba sonrió también y le dijo adiós con la mano. Luego, triste y feliz a un tiempo, entró en la discoteca, donde, tras contarle a Nacho lo ocurrido, volvió a divertirse junto con sus amigos.