Me incliné, acercando mi rostro al suyo. Su perfume amaderado me envolvió, era embriagador. —Mira, si el presidente me pregunta algo y no sé, me haces una seña. ¿Trato? Te invito un café. Uno de verdad, no de los de la cafetería de mala muerte. Alejo bajó la cabeza ligeramente, su mirada se posó en mis labios, luego en mis ojos. El contacto visual era intenso, cargado de una tensión que superaba la de la espera del jefe. —No creo que puedas pagar mi café, Luna —dijo, con esa voz baja y ronca. —¡Qué arrogante! —dije, sintiéndome ofendida. —Tú lo crees —respondió, y por primera vez, me ofreció la silla de visita frente al escritorio. —Siéntate, Luna. El presidente está listo para verte. Me senté, mirando la silla que parecía tragarse mi trasero. El juego había terminado. Ahora venía l

