Me acerqué al escritorio, totalmente fuera de mí. Mi cabeza era un torbellino de alivio y pánico, y el alivio me hizo hablar más de la cuenta. —¿Qué te sucedió con la ropa? —preguntó Alejo, su voz grave, con un tono de diversión condescendiente. No iba a permitir que me preguntara eso. La vergüenza se transformó en un ataque de descaro. Me acerqué aún más, ignorando el protocolo. Sentí la necesidad de tocarlo, de recordarle que éramos cómplices del caos. Le solté una palmada en el pecho, un golpe rápido y ruidoso en su traje perfectamente cortado. ¡Qué locura! Mi mano ardía por el impacto. —Bueno, antes de que aparezca el presidente —dije, bajando la voz hasta un susurro conspirador, como si estuviéramos a punto de compartir un cigarrillo en un descanso—. Te diré, ¿recuerdas el chico d

