Él sonrió, un destello oscuro. Aceleró el ritmo de sus dedos. Los gemidos que escapaban de mi boca no eran de dolor, sino de la desesperación de saber que mi voluntad era inexistente frente a su toque. El sofá de cuero, el símbolo de su poder, se había convertido en mi altar.
Sentí el calor subir de nuevo. El segundo clímax fue más fuerte, más violento, una liberación completa que me dejó sin aliento, mi cuerpo temblando bajo sus dedos.
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El clímax me dejó temblando, pero Alejo no había terminado. Su mano seguía explorando, masturbándome sin piedad, ignorando mi agotamiento. No era por alcanzar un tercer clímax, sino por grabar el momento en mi memoria.
Se inclinó, sus ojos fijos en los míos, con una intensidad que me robaba el aire.
—Abre más, Luna —ordenó.
Hice lo que me dijo. Mi c
