—Ash, las ojeras. Bueno, ni modo.
Me puse un poco de maquillaje, lo suficiente para disimular la noche de excesos. Agarré mi bolso, una carpeta que tenía preparada para meter papeles hasta el fin del mundo y que me aceptaran.
—Qué complicado es —pensé—. Pensé que era fácil, ash.
Me rocié perfume, ese que usaba solo para las ocasiones importantes. Salí de la habitación.
Mi hermana Lucia y su prometido, Oliver Smith, estaban en la sala con mis padres. Lucia 27 años, con ese aura de abogada exitosa, me miró de pies a cabeza.
—¿Te cepillaste los dientes? —preguntó mamá, antes de que pudiera llegar a la puerta.
—Ya, tengo un chicle de masticar —dije, sacándolo de mi bolso con un gesto rápido.
—No te pueden apestar las tapas. Eres una borracha —soltó mamá.
Es boca madre, es boca, no tengo tapas.
Lucia se interpuso con su gracia habitual.
—Ya, vamos, Luna. Te llevamos.
Asentí, mi cabello suelto, sintiéndome como una impostora en su ropa.
Salimos de casa. Entré al auto, me subí al asiento de atrás. Lucia y Oliver, con su aura de éxito, iban adelante. Oliver Smith, un hombre de 35 años, empresario importante.
—Es una empresa de un amigo —dijo Oliver, mirándome por el espejo retrovisor—. No es que haya hablado de ti, no. Ahí están aceptando. Ya si quedas, bueno, es suerte.
—Gracias —dije, sintiendo un leve agradecimiento. Al menos, había una oportunidad.
—¿Y cómo se llama la empresa?
Oliver sonrió.
—Blackwood Global Marketing.
Mi respiración se detuvo.
—Oye, espera. Esa empresa no es solo de hombres... —dije, recordando los rumores de la universidad. La empresa machista, la que no contrataba mujeres.
—No sé. Puedes intentarlo —me dijo, su tono neutral—. Solo es pasantía, no es como si estás pidiendo trabajo. Así que inténtalo.
Asentí. ¿Qué más podía hacer? ¿Volver con mamá y enfrentar el drama eterno?
+
Luego de unos minutos de silencio tenso, llegamos.
Mi hermana me dio la suerte del mundo, su novio también. Salí del auto y vi el gran edificio. Un rascacielos de cristal y acero que gritaba PODER.
—Aah, esto no puede ser. Bueno, perderé tiempo —murmuré para mí. Los rumores: Ninguna mujer se puede atrever a entrar. Quería salir corriendo. Pero mi hermana le diría a mamá, y ahí me esperaría un palo, un enorme... un sermón eterno.
Tragué grueso. Entré.
Tragué grueso y sin querer, mis dientes atraparon mi labio inferior. El viejo hábito de mordérmelo cuando estaba nerviosa.
El recibidor era espectacular. Mármol, diseño minimalista, tonos fríos, y sí, lleno de hombres en traje. Trajes. No había ni una sola falda.
Me acerqué al mostrador de recepción.
—Hola —dije al recepcionista, un chico joven, con una sonrisa de dientes perfectos—. Vengo a dejar documentos, estos... como uno que pide solicitud de pasantía.
El chico sonrió, pero su sonrisa no llegó a sus ojos.
—Lo siento, nena. Parece que no eres de aquí. Aquí solo se aceptan hombres.
Tragué saliva. Lo siento, dije. Tartamudeé. Tragué grueso. Intenté dar media vuelta, mi corazón latiendo como un colibrí borracho.
Me hice hacia atrás, dispuesta a la huida más ignominiosa de mi vida. Y entonces, mi taconazo de diez centímetros se dobló en el mármol pulido.
Caí.
Caí en brazos de alguien. Fuerte. Firme. Abrí los ojos. Me encontré mirando un mentón fuerte, una mandíbula bien definida. Levanté la mirada.
Ojos gris metálico, fríos y penetrantes. Cabello oscuro, corto, con mechones rebeldes que le rozaban la frente.
No, no podía ser.
Era él. El del club. El que olía tan rico y… ¡No recuerdo más! ¿Qué hice?
Sentí el calor subir a mi cuello. Me recompuse con una velocidad sorprendente, me levanté, mis manos temblaban.
—¡Lo siento! —dije, sintiendo que mis mejillas se encendían—. Usted trabaja aquí, lo siento, es que me confundí. Olvidé que aquí solo trabajaban hombres. Hmmm. Ese presidente tuyo sí que es machista. Tan machista que no puede contratar a mujeres. Solo hombres...
El hombre, me miraba con una expresión indescifrable. Su amigo, el rubio del club, estaba parado a su lado, con la mano en la boca, intentando contener una risa.
Me acerqué a él, bajando la voz hasta un susurro conspirador. La adrenalina de la vergüenza me hizo decir la mayor tontería.
—Creo que tiene miedo de llevarlas a todas a la cama, ¿no crees? —le dije, haciendo un gesto con los ojos.
La boca de él se torció, conteniendo una sonrisa.
—Me voy —dije, dando un paso hacia la salida.
—Ah —dijo él, su voz grave—. ¿Me recuerdas?
Me detuve. Le miré fijamente.
—Sí, el del club. Solo que... lo siento, no recuerdo nada más. Espero no haberte hecho algo malo. Lo siento, eh, me tengo que ir. Es que me miran con ojos asesinos.
Señalé a los hombres de traje que me observaban, con una mezcla de desprecio y diversión.
—Dime tú que trabajas aquí, ¿crees que hay un club de satanismo? No sé. ¿Crees que por eso no contratan mujeres? ¿Para hacer sacrificios a la luz de la luna? ¡Porque de lo contrario no entiendo el machismo corporativo a este nivel! Debe ser un viejo amargado que le rompieron el corazón y ahora odia al género. Pobre, yo le diría que no todas somos iguales...
Mi boca se movía sola. La resaca, el miedo, la desesperación por la pasantía... todo se mezclaba en un río de tonterías.
—O tal vez —continué, acercándome de nuevo a él, como si solo estuviéramos él y yo en el vestíbulo—, el jefe tiene un problema de autocontrol. ¿Te imaginas? Contrata a una mujer, se enamora, pierde la cabeza, quiebra la empresa. ¡El drama! Por eso solo contrata hombres. Menos tentación. Pero vaya que se pierde de mucho... ¡Hay tantas mujeres talentosas! Yo, por ejemplo. Y no solo por mi capacidad de caer.
Le hice un gesto a mi tobillo dolorido.
Él me miraba, y aunque su rostro era una máscara de hielo, vi un destello en sus ojos grises. Un destello de diversión, de rabia contenida, de interés.
—¿Y tú crees que eres talentosa? —preguntó, con la voz baja, casi una advertencia.
—¡Claro! ¡Soy brillante! —exclamé—. Aunque mi talento principal es el desastre. Y derramar cosas. Si me contratan, juro que traigo mi propio delantal. ¿Necesitan a alguien que arruine documentos? ¡Soy su chica! ¡Puedo hacer que el ambiente tenso sea soportable con mis chistes de humor n***o! O con mis caídas. ¡Soy un entretenimiento! Mira, el recepcionista ya está riendo. ¡Alegría corporativa!
El recepcionista estaba, efectivamente, riéndose abiertamente. El amigo del hombre que me ve detenidamente, se reía tanto que casi se caía.
—Adiós —dije, extendiendo mi mano.
Él la tomó. Su mano era grande, cálida, poderosa.
—Mucha suerte, señorita... —dijo, esperando mi apellido.
—Bennett. Luna Bennett. No te preocupes, no volveré a caer en tus brazos. Prometo practicar mi equilibrio. ¡O ponerme zapatos planos! Pero en Blackwood, no. Demasiado machista para mi gusto. ¡Adiós!