Viajamos en el avión privado de mi abuelo y llegamos a Estados Unidos. La mansión que nos recibió era inmensa, con torres y jardines que la hacían parecer un auténtico castillo sacado de un cuento de hadas. Al entrar, los techos altos y los muebles lujosos me abrumaron. Sin embargo, la magnificencia del lugar no logró ocultar la frialdad que sentí de inmediato. Mi abuelo me miraba con la misma hostilidad de siempre; sus ojos duros y su ceño fruncido eran un recordatorio constante de que no me quería.
A los pocos minutos de nuestra llegada, conocí a mi tía Marisela, la hermana menor de mi papá. Me abrazó con fuerza y me dijo que había deseado conocerme desde hace mucho tiempo. Su calidez y sinceridad fueron un respiro en medio de tanta tensión. Sin embargo, su afecto no era suficiente para hacerme olvidar que no todo era felicidad en esta familia.
También conocí a Emma, quien fue la esposa de un primo de mi papá. Ella estaba acompañada por su hija Alicia, que tiene mi misma edad. Desde el primer momento en que nos vimos, Alicia me lanzó una mirada fría y distante. Se comportaba de manera hostil, como si yo fuera una intrusa en su vida.
He entendido que los únicos nietos biológicos de mi abuelo somos mis hermanos y yo, ya que mi tía Marisela nunca se casó ni tuvo hijos. A pesar de esto, mi abuelo ha apoyado a Emma y a su hija Alicia como si fueran parte de la familia. Esta situación solo aumenta mi confusión y el sentimiento de rechazo que percibo. Me pregunto constantemente por qué mi abuelo muestra tanto cariño hacia ellas mientras me trata con tanta indiferencia.
Mi cuarto es bastante pequeño en comparación con las demás habitaciones de la mansión, pero es más grande que el que tenía en mi casa. A pesar de su tamaño modesto, me ofrece un espacio propio en medio de tanto lujo y opulencia. Me miré al espejo, observando mi cabello castaño y ondulado que caía en cascadas sobre mis hombros, y mis ojos azules intensos que siempre habían sido mi rasgo favorito.
Siempre me he considerado hermosa y perfecta, pero en estos momentos mi autoestima está tan baja que me siento fea. Alfredo no solo rompió mi corazón, también rompió mi fe en los hombres y en mí misma. Sus palabras y acciones aún resuenan en mi mente, como un eco persistente de dolor y desilusión.
Después de ducharme y cambiarme de ropa, bajé a desayunar. Mientras caminaba por los pasillos adornados con cuadros y muebles antiguos, sentía una mezcla de nerviosismo y esperanza. Al llegar al comedor, vi a mi abuelo sentado en la cabecera de la mesa, acompañado por las demás mujeres de la familia. Estaban disfrutando de un gran banquete: frutas frescas, pasteles, jugos y una variedad de platos que me hicieron agua la boca.
Me acerqué a la mesa e intenté sentarme en una silla vacía. Mi abuelo levantó la mirada de su plato y, con una frialdad que me heló la sangre, dijo:
—Tu lugar no está aquí. Ve a sentarte con los sirvientes.
Me quedé paralizada por un instante, sintiendo las miradas de todos sobre mí. Antes de que pudiera reaccionar, mi tía Marisela intervino:
—Padre, por favor, ella es tu nieta. Déjala desayunar con nosotros.
Mi abuelo la miró con desdén y replicó, sin levantar la voz pero con una firmeza que no dejaba espacio para la discusión:
—Marisela, te he dicho que no te metas en esto. Aquí mando yo.
El silencio se hizo pesado en la sala. Con el rostro ardiendo de vergüenza y los ojos llenos de lágrimas que me negaba a derramar, me dirigí a la mesa de los sirvientes. Ellos me miraban con una mezcla de compasión y lástima, lo que solo aumentaba mi humillación.
Mientras comía en silencio, cada bocado me recordaba mi situación. La comida, que en otras circunstancias habría sido deliciosa, se volvió insípida en mi boca. Miré a mi tía Marisela, quien me ofreció una sonrisa de aliento, aunque su preocupación era evidente. Sabía que quería ayudarme, pero estaba limitada por el poder y la autoridad de mi abuelo. Cada vez que sus ojos se encontraban con los míos, me enviaba un mensaje de resistencia y esperanza, algo que necesitaba desesperadamente en ese momento.
Después de desayunar, no tenía mucho que hacer, así que decidí dirigirme al jardín. Esperaba encontrar un poco de tranquilidad entre las flores y los árboles que rodeaban la mansión. El aire fresco y el canto de los pájaros me ayudaban a calmarme un poco después del humillante desayuno. Me senté en un banco de piedra, observando los rosales y respirando profundamente.
No había pasado mucho tiempo cuando vi a Alicia acercarse. Me esforcé por sonreír y ser amable.
—Hola, Alicia —dije con un tono amigable—. ¿Te gustaría caminar conmigo por el jardín?
Ella me miró con frialdad, sus ojos reflejando una hostilidad que no entendía del todo.
—No necesito caminar contigo para conocerte —respondió, cruzándose de brazos—. Ya sé quién eres. Eres idéntica a tu abuela.
Su comentario me sorprendió. Había oído que me parecía a mi abuela, pero no entendía por qué esto parecía molestarle tanto.
—¿Qué quieres decir? —pregunté, tratando de mantener la calma.
Alicia dio un paso más cerca, su expresión se volvió aún más severa.
—Escucha bien —dijo con voz baja pero firme—, no pienses que puedes venir aquí y quitarme mi lugar en la empresa o en el corazón de mi abuelo. La heredera de la fortuna seré yo, no tú.
Sus palabras me dejaron atónita. No entendía por qué se sentía tan amenazada por mi presencia.
—Alicia, no vine aquí para quitarte nada. Solo quiero conocer a mi familia y entender por qué... —mi voz se quebró un poco—, por qué mi abuelo me trata así.
Ella soltó una risa sarcástica.
—Claro, y yo soy la reina de Inglaterra. No me hagas reír. Sé que estás aquí para intentar ganarte su favor, pero no lo permitiré. —Se dio la vuelta y empezó a alejarse, pero se detuvo y miró por encima del hombro—. Y un consejo: no intentes ser algo que no eres. No eres bienvenida aquí, no eres una Aragón, ni parte de la familia y jamás lo serás.
La vi irse, sintiéndome más sola y confundida que nunca. ¿Por qué me traían aquí si no querían que estuviera? ¿Qué esperaba mi abuelo de mí? Las dudas y el miedo se mezclaban en mi mente mientras me quedaba sentada en el banco, intentando encontrar una respuesta en la tranquilidad del jardín.
Era evidente que nadie me quería aquí.