Steve. Mi condición esta mañana era un desastre. El dolor de cabeza pulsaba como un tambor ensordecedor en mi cráneo, mientras mi estómago era un revoltijo que no distinguía si la resaca o la culpa lo provocaban. Pero lo peor de todo no era el malestar físico, sino la opresión constante en mi pecho. Ese beso. Ese maldito beso. Cada vez que el recuerdo me asaltaba, sentía que una garra invisible me apretaba el corazón. ¿Por qué carajo besé a Carla ayer? Era una pregunta que me había hecho durante horas, y la respuesta seguía siendo igual de escurridiza. Sabía que todo había terminado entre nosotros. Esa puerta se había cerrado mucho tiempo atrás, cuando las palabras hirientes, las promesas rotas y los silencios prolongados habían cavado un abismo insalvable entre los dos. Lo sabía, y, aun

