FRÍO EN ALCATRAZ
EL CIRCO AZuL
CUBA 1950
Alexander se péndulo una vez y sus ojos concentrados, además de asustadizos, parecían querer salir del globo ocular, denunciando ante el cerebro esa altura en la que se encontraba. En el segundo balanceo se impulsó aún más y con ello el temor que le hacía tragar en seco, soltando por doquier, gotas de sudor como vidrios rotos nacidos en su frente. Dio un giro de ángulo perigonal simple hacia adelante, quedando suspendido en el aire, era la parte más tenebrosa del acto que solo sosegaba los brazos del asistente que en un armonioso balanceo y guindado de los pies en el trapecio, le recibía firme y seguro en un cerrojo que formaban brazos y antebrazos de ambos. Luego de la maniobra quedaban entre aplausos y un agitado respirar, descansando en una tabla horizontal que de andamio los recibía.
Alexander, flaco, musculoso, de nariz puntiaguda y cabello n***o peinado al lado que resaltaba en su blanca piel como noche y luna. Se veía elegante en traje ajustado turquesa y lentejuelas amarillas, además de unas muñequeras azules que exhibía más cuando sujetado de una mano al palo principal posaba junto a su asistente, saludando con la otra mano extendida apuntando al cielo en señal de triunfo y agradecimiento a los doscientos espectadores que asombrados aplaudían.
Pepe, alias “Guataca”, era el asistente al que le decían así debido a las prominentes orejas que custodiaban su rostro, haciendo similitud cada una, con este instrumento de labranza agrícola. Mulato de nariz ñata, pelo malo y cuerpo más fornido que el asistido. Al instante, volvía al trapecio no sin antes darle un golpe de estímulo en el pecho a Alexander, el cual brincaba despavorido debido al trauma que tenía desde niño cuando su tío— el hermano mayor de su mamá— le pellizcaba las tetillas, sobre todo cuando llegaba con unos tragos de más. Le caía detrás por toda la casa, pese a los gritos de auxilio del infante, y los de su mamá defendiendolo. Varias veces se refugió en la cochiquera, junto a los cerditos más pequeños y allí quedaba hasta que sentía que se iba a roncar el fastidioso tío. Desde ahí comenzó en su adolescencia a sentir una especie de corriente cada vez que le tocaban esa zona.
Llegaba el momento fundamental que todos esperaban, el salto mortal doble. Ese morbo del público por el “¿Que pasará?”, “¡Si cae se aplasta como un tomate rojo lanzado desde un séptimo piso!”, “¡No tiene cuerdas que le sostenga!”. Acomodó su traje azul turquesa y lentejuelas amarillas, cerró los ojos con la cara hacia el techo, sentía ese cosquilleo en las manos y espasmos en el abdomen que causaba el vértigo implacable. Entre tanto Pepe se trasladó en el mismo trapecio hasta el del otro extremo, ya estaba boca abajo enganchado de las piernas balanceándose y mirando firmemente la decisión de su compañero.
Abajo, en un rincón, cerca de una de las dos bandas recogida con una soga que componía la entrada de la desgastada carpa azul. Estaba Fernando Fresneda más conocido como “Yunque” —como casi todos los alias, son una ironía y sarcasmo al que se titula con el—. Fernando “Yunque”, era un viejito flaco pellejudo, 1.56 de estatura narizón, blanco, arrugado y con un solo diente abajo. Buen utilitie desde hacía veinte años en el Circo Azul, usaba un viejo redoblante, que ya no tenía en el centro aquel cuero normal por lo que fueron diseñados estos instrumentos de percusión , sino —y para ahorrarle dinero al patrón en un nuevo cuero— se la ingenio recortando en el medio, un trozo de lata grande de aceite La Española, bien estirada y brillante, aunque del logo principal solo quedaba la vasija que portaba una guapa española—imagen del producto — debido al desgaste de tanto tocar con dos trozos de palos pintados de rojo sacados de una escoba. Cuando comenzaba a percutir aquello, la gente no sabía si mirar al acróbata, o despreciar al ruidoso viejo.
Alexander sostuvo las cuerdas que le permitirían aproximar y atrapar el trapecio. Se aferró a este dando varios apretones asegurando el agarre antes de dejarse caer en él y comenzar el balanceo. El sufrimiento y el vértigo implacable echaban andar. Por cada fluctuación tomaba unas bocanadas de aire, hasta que al tercer balance se soltó del trapecio, escuchándose una miríada de gritos entre niños y mujeres. Dio dos giros completos hasta encontrar los brazos musculosos salvadores de Pepe “Guataca”. Se escucharon aplausos de infantes en estado de frenesí. Pero aún faltaba, ellos se encontraban en pleno impulso de un vaivén que lo llevaría de regreso al trapecio acabado de abandonar. A la cuenta de tres, Pepe —que estaba de frente a él — le diría a Alexander cuando saltar, y así fue. Hizo un salto simple encontrándose con la barra que aun andaba en movimiento. Se colocó en su puesto y le hizo una señal de que todo estaba bien a Pepe que de una se incorporaba a su puesto del otro lado. El público en júbilo estaba de pie aplaudiendo y gritando. Ya todo había pasado para este trapecista con vértigo, pero era la única manera de poder ganar cinco pesos en cada función, no sabría hacer otra cosa.
Ese sábado la función terminaría a la una de la tarde, debido a que a las tres andaría de visita el presidente número dieciséis que ha pasado por la república de Cuba, el mismísimo Carlos Prio Socarras estaría en la ciudad. Este año ya había hecho acto de presencia, para visitar las obras del túnel de “Boca Este”, que permitiría abastecer a Santiago de Cuba con las aguas del rio Cauto. Esta vez para inaugurar el mercado municipal que tanta falta le hacía a esta ciudad en donde se encontraba por estos meses El Circo Azul brindando sus espectáculos.
Habían comenzado este año su gira por el país, precisamente en Guantánamo. Pero allí no se recaudó mucho dinero, debido a la poca asistencia de público. Más bien, según su dueño —Felipe Panebianco, más conocido como Cachao— dijo que: “En esa ciudad llena de negros carboneros, y maniseros, nadie tendrá un peso para pagar esa entrada. Más fue el gasto de gasolina en los camiones, que otra cosa. Debían trabajar más y beber menos, mirándose el culo a las negras mientras bailan al compás del changüí” —Este baile precedente del son, que desde 1860 se baila a su compás de 2x4, y que en las fiestas regionales no tienen para cuando acabar— “Cachao” Panebianco, ese mes que fracasaron en Guantánamo, sólo les pagó a cada uno de los artistas, por función, tres pesos— de los acostumbrados cinco —. A los ayudantes como el viejo Yunque solo les dio uno.
Este señor, Felipe Panebianco, era gordo. Usaba pantalones con tirantes y sombrero de paño blanco combinado con sus blancas e impecables guayaberas. Zapatos de dos tonos a la hora que sea. Siempre ostentando ser el dueño hasta de las vidas de sus empleados. Usaba una colonia francesa Mouchoir de Monsieur — nombre debido a la costumbre de rociar los pañuelos masculinos— creada en 1904 por Jacques Guerlain, tenía un aroma cítrico, hojas verdes, y tranquilidad. Podía echarse cantidades abundantes que en realidad no era nada repugnante ni pesado. Él decía que así olía la gente elegante que fue a ver el estreno en Londres de Peter Pan ese año de 1904, incluyendo a su padre. Un comerciante de zapatos italiano, Bernardo Panebianco, que se codeaba con las altas esferas de la aristocracia europea y que terminó en la Habana casado con una española y manejando los ahorros de aquella buena época.
Panebianco, usaba en la muñeca derecha un caro reloj Suizo Medana, con 37 mm de diámetro, sin contar la corona de dar cuerda. Acero reluciente, siete rubís a un aire marcado de Bauhaus — ese hermoso estilo de artesanía, diseño y artes fundado en Alemania 1919 por Walter Gropius— esfera blanca con los números y agujas en oro. El segundero en precioso pavonado azulado además manilla de cuero n***o, puro lujo. Sin contar que en la mano izquierda resplandecía como linterna en la noche, una pulsera de oro 18 modelo clásica Barbada de eslabones gruesos, redondeados y un rectángulo en el medio que grabado decía en letras corridas “PANEBIANCO”. Para rematar una sortija de oro rosa con iguales quilates, portando una hermosa amatista cuadrada en el centro.
Ese mediodía se lució más que nunca. Reunió a todos a las afuera de su remolque, parado en la escalera con un sombrero blanco como la masa de un coco. Dio un discurso anunciando que en uno de los camiones irían todos a ver al mismísimo presidente de la república Carlos Prío Socarras. Manoteaba y gesticulaba como si fuese el vicepresidente. El brillo de pulseras, reloj, anillos y una cadena con la medalla de la virgen del cobre, deslumbraba en la cara de los demás.
— ¿Tú crees que el presidente de la república va querer ver a este n***o? —Pregunto Miguelon — yo creo que lo más n***o que ha visto ese en la vida es su conciencia…
— ¡Va a ir todo el mundo! El presidente Prío Socarras ha sido el mejor que ha pasado por esta isla… ¡Si señor! Los quince anteriores no sirvieron para nada— afirmó con obcecación “Cachao” Panebianco —yo voté por él y su P.R.C (Partido Revolucionario Cubano) más conocido como “Autentico”. Venia de ser dignamente primer ministro del gobierno de Ramón Grau San Martín, que pese a ser del mismo partido, no tiene comparación. Conciencia negra la tiene los del P.O (Partido Ortodoxo) con su lemita de “Vergüenza contra el dinero”, no pueden esconder el comunismo que tienen dentro, y su principal líder, el rojo Eduardo Chibás, fue derrotado contundentemente por mi presidente. Como dice su campaña “El presidente cordial”… y no se hable más ¡Capisci!
Movió de un lado a otro la mano izquierda donde tenía la manilla de oro y sortija con la amatista, en un gesto de poder y regaño al mismo tiempo. El n***o Miguelon, un tipo de 1.90 de estatura, cincuenta años, calvo. Se dedicaba en el circo a levantar grandes pesas estilo ruso, —aquella similar a una bala de cañón pero con un asa ancha encima para el agarre—. Los niños sobre todo disfrutaban y admiraban mucho este acto, principalmente cuando cargaba tres de estas pesas, una en cada mano y la restante con un pie — aunque el padecimiento desde hace un año de una hernia testicular, era un óbice en el desarrollo de su trabajo, sobre todo cuando no tenían ningún tipo de descanso. Para mitigar esto, amarraba una sábana a su abdomen antes de cada función que le aliviaba.
— ¡Ay Felipe!, déjate de hablar tanta politiquería y paganos, que esto es lo que de verdad nos importa. Ni tu ni el “Frio en Alcatraz” ese, me va a comprar mi botellita de ron, ni mis cigarritos —salto Yolanda Pérez Gil, alias “La Perejil”. Una señora de sesenta años, y ayudante del mago.
Muchos deseaban que en un acto de esos, este la desapareciera y luego de esto el jorguín sufriese de algún portento senil y no la trajera más de vuelta. Bebía casi todos los días ron del más barato, a veces antes de cada actuación, lo que la volvía torpe, al punto, que la verruga en su cachete la pintaba exageradamente pareciendo una invasión alienígena eso en la cara .Sin contar lo mal humorada que andaba todo el tiempo. Era del conocimiento público, que estaba en el circo por caridad de Felipe “Cachao” Panebianco, debido a que ambos hacia veinte años atrás, habían tenido su revolcón de sabanas. Para su edad y ritmo de vida, era flaca y de buen cuerpo.
— ¡Hágame el favor y respete señora! Ningún “Frío en Alcatraz”… ¡Señor presidente de la república de Cuba, don Carlos Prio Socarras…! y en cuanto les pague, de inmediato se me ponen la mejor ropa que tengan y vamos todos a recibirlo en la inauguración del nuevo mercado publico municipal aquí en Santiago de Cuba.