Un día para recordar

751 Words
Estoy feliz. Realmente feliz. Pocas veces puedo sentirme así. Corro tan rápido como me dan las piernas; me duelen los pies, el aire arde al entrar por mi nariz, y la transpiración corre por mi cuello. Pero no me importa. Hoy los colores del mundo son más intensos, tan brillantes que me duelen los ojos. Me duele la cara de tanto reírme. Estoy agitado, pero no quiero parar. No puedo parar. Salto de un juego al otro, corro tras la pelota, pero también quiero tirarme por el tobogán. Soy pequeño, lo sé, pero estoy completamente consciente de que debo exprimir cada segundo de este día como si fuera el último. Desde una banca de la plaza, mi tío Diego me observa con una sonrisa serena. Nuestras miradas se cruzan y él me guiña un ojo. Ann está a su lado, jugando con unas muñecas que él mismo le regaló. Ella también está feliz. Debo frenar un momento. Mi estómago está pesado, lo siento hinchado. Comí mucho… pero fue maravilloso. Me encanta estar con mi tío porque siempre me pregunta qué quiero comer, y me da lo que pido. Puedo elegir. No hay imposiciones, no hay remolacha. Aún tengo el sabor de mis galletas favoritas en la boca. Comí una tras otra sin parar, y él me miraba con ternura. Creo que se sorprendió de lo mucho que comí, pero no me dijo nada. Tomé gaseosa hasta eructar. Él se rió, y yo también. Fue como estar dentro de uno de mis sueños: una mesa llena de comida rica, sin límites, con bebidas de todos los colores. Un festín. Un pequeño paraíso. Estoy satisfecho. Había olvidado lo que se sentía estar así, lleno, contento, en paz. Si no fuese porque quiero seguir jugando, me acostaría sobre el césped a descansar. El sol brilla en lo alto, el cielo está celeste, limpio, y los árboles esconden entre sus ramas a los pájaros que cantan sin miedo. Hay otros niños en el parque. Los observo mientras juegan y ríen con los adultos que los acompañan. Supongo que son sus padres. Ellos los miran con atención, les celebran los logros, los abrazan. No sé qué me pasa, pero ver esa escena me revuelve el pecho. Siento un nudo en la garganta. Mis ojos se llenan de lágrimas. Quiero llorar… pero no lo hago. Mi papá dice que llorar es de nenas, y yo no quiero decepcionarlo. No otra vez. Me acerco a un grupo de chicos que juegan a pasarse la pelota con una sincronía envidiable. Quiero ser parte de eso. Tomo valor, doy un paso adelante y estoy a punto de preguntar si puedo jugar con ellos, cuando escucho que alguien grita mi nombre. —¡Coco! Es mi tío. Siempre me llama así. Desde que tengo memoria, me dicen Coco. Antes pensaba que ese era mi verdadero nombre. Pero ahora sé que no lo es. Mi nombre real es Juan. Coco es solo un apodo… uno que a veces me hace olvidar quién soy. Ignoro su llamado. Me hago el sordo. No quiero irme. No quiero que este día termine. Este día es mío, y no quiero que se acabe. Pero después de unos minutos, siento una mano tibia y suave sobre mi hombro. Ya sé quién es. —Vamos, Coco —dice Diego, con ese tono tierno con el que siempre me habla, como si tuviera miedo de romperme—. Es tarde, y tu hermana está cansada. —Un rato más… —le digo, con la carita que uso cuando quiero salirme con la mía. Lo veo dudar, pero cuando vuelve la vista hacia Ann, que ya está medio dormida en la banca, sé que esta vez perdí. —Vamos, que Ann necesita descansar. Además… tienen que volver a su casa. No creo que sepa lo que esas palabras significan para mí. “Volver a casa” suena a algo cálido, seguro. Pero eso no es un hogar. No para mí. No para nosotros. Es solo un lugar donde sobrevivimos. Donde el miedo tiene forma, voz y olor. Recojo la pelota y empiezo a caminar, arrastrando los pies. En mi mente se forman imágenes oscuras de lo que dejé atrás… y lo que me espera cuando regrese a ese lugar. Pero algo cambió hoy. Lo sé. Este día me lo guardo en el corazón. Y mientras camino, decido en silencio que no voy a quedarme allí para siempre. Nadie va a volver a lastimarnos. Ni a mí, ni a mi hermana.
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