Por lo general, siempre me siento enojado. A veces es frustración, otras veces ansiedad. Pero el enojo está ahí, como un ruido de fondo constante, como un zumbido que me acompaña desde que tengo memoria. Hoy, sin embargo, no es solo enojo. Hoy es miedo. Un miedo distinto, sordo, frío.
Estoy parado frente a una puerta blanca con una pequeña placa que dice “Griselda Ramírez – Psicóloga”. Las manos me tiemblan, aunque trato de mantenerlas dentro del bolsillo del buzo para que no se note. No sé si quiero estar acá. No sé si debería estar acá.
Recuerdo haber ido a terapia cuando era chico. Era otra época, otro contexto, pero la misma sensación de incomodidad. Tenía apenas nueve o diez años cuando mis abuelos, que no sabían qué hacer conmigo, decidieron que un psicólogo podía ser la respuesta. Nunca entendieron mis reacciones, mis ataques de ira, mis silencios prolongados. Decían que era “conflictivo”, que necesitaba “encarrilarme”. Lo cierto es que yo solo estaba roto por dentro, aunque no tenía las palabras para explicarlo. Ni ellos tenían el oído para escucharlo.
A pesar de ser gente de campo, cerrada, un poco ignorante en temas emocionales, mis abuelos hicieron lo que pudieron. Junto a mi tío, buscaron ayuda. Me llevaron a una pedagoga que trabajaba en la ciudad. Pero yo nunca hablé. Me sentaba en la sala, jugaba con los muñecos de plástico, los autos chiquitos, las construcciones de madera. No porque me gustara, sino porque no quería hablar. Porque no confiaba. Porque ya desde entonces aprendí que abrir la boca era peligroso. Porque ya sabía que no había nadie dispuesto a sostener lo que yo tenía para decir.
Después de unos meses, mi abuela se cansó. No era mujer de mucha paciencia. Me dejó de llevar y decidió intentar a su manera: con castigos, con gritos, con correcciones que se parecían más al adiestramiento de un animal que a la crianza de un niño. Ella creía que el dolor se cura con más dolor. Que los límites se marcan con palos, no con abrazos.
Y ahora, parado frente a esta nueva puerta, con muchos más años y mucho más miedo encima, me pregunto si no estoy repitiendo una escena que ya viví. ¿Qué hago acá? ¿De verdad necesito esto? ¿Para qué?
Me convenzo de que no vine por mí. Vine por Mayra. Ella me pidió que lo hiciera. Ella, con esa forma que tiene de mirarme como si todavía valiera la pena. Como si debajo de todo el barro, de toda la mugre emocional, aún quedara algo salvable.
También me digo que si no entro, esta mujer —la terapeuta— seguramente va a llamarla. Le va a decir que no me presenté. Y no quiero verla decepcionada otra vez. Ya la lastimé demasiado. Ya le mentí demasiadas veces.
Así que respiro hondo, golpeo la puerta con suavidad, y espero.
Me abre una mujer de unos cuarenta años, delgada, con rostro amable. Su voz es tranquila, sin apuro. Me invita a pasar. El consultorio es amplio, sobrio, demasiado prolijo. Me siento como si estuviera en una casa que no me pertenece. Me señala el sillón y me siento con la incomodidad de quien siente que puede arruinar algo sin querer.
—Soy Griselda —dice—. ¿Querés decirme cómo estás?
Me cuesta mirarla a los ojos. No porque me intimide ella, sino porque lo que me asusta está adentro. Me siento vulnerable, y eso siempre fue una señal de peligro para mí. Le digo mi nombre, con voz baja, como si aún pudiera evitar que me reconozca por completo.
Siento que observa mis movimientos con precisión. No juzga, pero escucha con el cuerpo entero. No dice mucho al principio, y eso me desconcierta. Me había preparado para que me diera un sermón, para que me hiciera sentir como un proyecto roto. Pero no, simplemente está ahí. Presente. Esperando.
Después de unos minutos, empiezo a hablar. Al principio con frases cortas. Como quien tantea el terreno antes de dar un paso. Le digo que vine porque Mayra me lo pidió. Que no sé si me sirve. Que probablemente no vuelva. Ella asiente, sin presionarme. Como si supiera que la primera batalla ya la gané al estar ahí.
Entonces empiezo a abrir un poco la coraza. Le cuento cosas que nunca pensé que iba a contar. Mi pasado delictivo. Las veces que herí a Mayra con palabras o con indiferencia. Cómo me siento acorralado cuando ella me exige cariño, porque nunca aprendí a darlo de forma sana. Cómo vivo a la defensiva, esperando siempre el golpe, aun cuando ya nadie me lo está dando.
Hablo más de lo que imaginaba. No llego a lo más oscuro —los abusos, las humillaciones, las violaciones—, pero Griselda intuye. Lo veo en su mirada. Me escucha con atención y sin espanto. No hay lástima en ella, tampoco morbo. Solo una presencia cálida. Una mano invisible que acompaña, que no empuja.
Le cuento que fui abandonado por mis padres, que la madre de mis hijos me doblaba en edad y me manipulaba a su antojo. Que muchas veces me usó como herramienta para obtener dinero. Que caí en las drogas. Que estuve encerrado. Que sobreviví como pude.
Y cuando creo que ya está, que me voy, ella me pregunta si quiero venir una vez más. Y sin pensarlo demasiado, le digo que sí. Tal vez porque por primera vez en mucho tiempo, me sentí un poco menos solo.
Al salir, siento el aire distinto. No es que se haya terminado el dolor. No es que ahora todo esté bien. Pero hay algo distinto en el pecho. Una especie de espacio vacío, como si hubiera dejado un poco de carga adentro.
Cuando llego a casa y le cuento a Mayra, me abraza. Me dice que está orgullosa de mí. Me incomoda. No sé cómo reaccionar. Nadie, nunca, me dijo algo así. Y sin embargo, no se siente mal. Se siente… nuevo.
Mayra me está regalando algo que nadie me dio: un lugar seguro para tener mis primeras veces. Y tal vez, solo tal vez, eso sea el comienzo de algo mejor.