CAPITULO 4 BIENVENIDO LUCAS

1533 Words
Capítulo 4: Bienvenido Lucas Me quedo mirando a mi hermano mientras sale de la cocina, donde estoy sentado en la silla de ruedas. Lo sigo con la mirada, observando su silueta alejarse por el pasillo. Durante unos segundos, el sonido de sus pasos se pierde entre el silencio de la casa. No sé por qué, pero algo dentro de mí me impulsa a levantarme. Tal vez sea orgullo, o quizá simplemente la necesidad de sentirme vivo otra vez. Con sumo cuidado, apoyo las manos en los brazos de la silla y me incorporo despacio, intentando no hacer ningún movimiento brusco que pueda abrir la herida del costado. Siento cómo la piel tira, cómo el dolor se despierta lentamente, pero aun así doy un paso. Camino hacia el comedor, donde están Fátima y mi hijo Lucas. No he dado ni tres pasos cuando un dolor insoportable se apodera de mí. No es solo la herida: es un dolor que atraviesa mi cuerpo entero, como una descarga que me quema por dentro. Es tan fuerte que me cuesta respirar. El lugar donde más lo siento es en el pie izquierdo; parece que me estuvieran arrancando algo de raíz. —¡Dios! ¡Qué daño! —grito con todas mis fuerzas, una, dos, tres veces, esperando que alguien venga a ayudarme. La voz me sale entrecortada, temblorosa, casi desesperada. No entiendo por qué me duele tanto el pie. No tiene sentido. Estoy gritando y mi mente empieza a llenarse de confusión, cuando de pronto veo a Fátima correr hacia mí. Viene a toda velocidad, como si la vida se le fuera en ello, con los ojos muy abiertos y el rostro lleno de preocupación. “Esta mujer se preocupa por mí”, pienso mientras caigo al suelo sin poder sostenerme más. Ella se arrodilla a mi lado, casi sin aliento. —¿Qué haces en el suelo? ¿Qué pasa? ¿Por qué gritas así? —me pregunta con la voz cargada de angustia. En su mirada puedo ver algo más que miedo: puedo ver amor. Un amor que ella recuerda y que yo, lamentablemente, aún no. —Me levanté… quería ir con vosotros, y empezó a dolerme mucho el pie izquierdo —digo, intentando reincorporarme, buscando su ayuda. Ella me sujeta con delicadeza, con ese tipo de cuidado que solo alguien que ama de verdad puede tener. Me ayuda a volver a sentarme en la silla de ruedas. Mientras lo hace, llevo instintivamente mi mano derecha a la pierna izquierda, donde el dolor late con fuerza. —Tienes un esguince, ¿cómo no te va a doler? ¿No te acuerdas? —me dice, un poco histérica, pero claramente preocupada. Bajo la mirada y entonces la veo: una escayola blanca cubre todo mi pie y parte de la pierna. La toco con los dedos, incrédulo. No recuerdo haberme hecho esta lesión. No recuerdo nada. Ni cómo ocurrió, ni cuándo. Nada antes del golpe. Y eso me asusta. Siento un vacío enorme dentro del pecho. Mientras Fátima sigue hablando, su voz suena distante, como si viniera de otro lugar. Pero escucho la preocupación en cada palabra. Ella no solo está asustada por lo que me pasa físicamente, también teme que mi mente no vuelva a ser la misma. De pronto aparece mi hermano en el marco de la puerta. —¿Qué pasa? No me digas que te has intentado levantar, bobo —dice riéndose con descaro. Fátima lo mira y asiente, sonriendo ligeramente, quizá para quitarle dramatismo al momento. Yo, en cambio, me quedo callado. No puedo evitar sentirme ridículo. Me he levantado sin pensar, sin recordar siquiera que llevo la pierna escayolada. Qué tonto he sido. La cabeza me late con fuerza, como si cada pensamiento fuera un golpe. Intento recordar… pero cuanto más lo intento, más lejos siento mis recuerdos. ¿Qué me pasó antes del golpe? ¿Por qué no puedo recordar quién era realmente? —Ven, vamos al comedor —dice Fátima finalmente, con voz suave. Noto cómo empuja la silla y me deja junto a Lucas, que está tumbado en su pequeño carro, dormido plácidamente. El silencio que hay en el comedor se llena con el sonido suave de su respiración. Giro la cabeza, observando el lugar: la luz que entra por la ventana ilumina el rostro tranquilo de mi hijo. Apenas tiene unas horas de vida, pero ya siento algo inmenso por él, algo que me atraviesa el alma. Solo pensar en su nombre, “Lucas”, me hace querer recuperar cada trozo perdido de mi memoria. Lo miro. En este momento, ese pequeño ser tiene todo mi amor… y sé que lo tendrá para siempre. —¿Quieres cogerlo en brazos? —escucho que me dice Fátima, mientras lo alza con ternura. —¿Estás segura? ¿De que puedo hacerlo? —pregunto, con duda y un poco de miedo. Ella asiente, con una sonrisa dulce. —Claro, Sergio. Es tu hijo. Puedes eso y mucho más —responde, y esa sonrisa me atraviesa el corazón. Miro mis manos. No sé si podré sostenerlo, no sé si seré capaz. Aun así, levanto la cabeza y miro hacia un pequeño espejo colgado en la pared. Veo a alguien mirándome desde el otro lado, un joven de pelo rubio, peinado hacia atrás, con una expresión cansada pero viva. No lo reconozco. No reconozco al hombre que veo. Es como mirar a un extraño que lleva mi rostro. Me acerco lentamente al espejo y paso la mano por mi cabello, notando su textura suave. Intento recordar quién soy. —Sergio Alex —me dice Fátima, haciendo una breve pausa antes de continuar—. Coge a tu hijo. Tú puedes hacerlo. Sé que vas a ser un gran padre. Ya hablamos de esto cuando me enteré de que estaba embarazada, y fuiste tú quien me apoyó en tenerlo. Desvío la mirada hacia ella. La veo con Lucas en brazos, tan segura, tan llena de amor. Extiende sus brazos hacia mí, y en cuanto lo sostengo, siento cómo algo cambia dentro de mí. El bebé es tan pequeño, tan frágil, tan indefenso… pero al mismo tiempo, tan perfecto. Me nace una fuerza desconocida, una promesa silenciosa de protegerlo siempre. Tenerlo en brazos me trae un recuerdo que no esperaba: una imagen borrosa de mi padre, joven, entregándome a otra familia cuando yo era apenas un bebé. Recuerdo su voz quebrada, el dolor en su mirada. Mi madre a su lado, asintiendo entre lágrimas. Ese recuerdo me atraviesa el alma. —¿Ves? Lo haces genial —dice Fátima, sonriendo mientras me entrega un biberón—. Toma, papá, tú puedes. Cojo el biberón con la mano libre y lo acerco a Lucas. En cuanto siente el contacto, empieza a succionar con fuerza. Lo miro maravillado. Su respiración, su calor, su vida… todo me resulta tan real, tan mío. Alzo la vista y me encuentro con los ojos marrones de Fátima. En ellos hay esperanza, cansancio y amor. Tengo tantas ganas de recordarlo todo: sus risas, nuestras conversaciones, los sueños que teníamos juntos. La miro un instante, y entonces algo se enciende en mi cabeza. Un destello. Un recuerdo. —¡He recordado algo! —grito con una felicidad tan grande que me tiembla la voz—. ¡Cariño! —¿Te acuerdas de todo? ¿O casi todo? —pregunta ella, mientras me quita al pequeño, que ya ha terminado de comer. Asiento, y noto cómo las lágrimas me llenan los ojos. —Sí. Me llamo Sergio Alex Cerqueda López. Tengo dieciocho años… y la novia más bonita del mundo, que tiene veinte. Eso sí lo recuerdo —digo, sonriendo entre lágrimas. Ella deja al pequeño en la cuna que hay frente al televisor y se acerca a mí. Me abraza con fuerza, como si no quisiera dejarme ir. La reconozco por fin. Su olor, su voz, su calor. Todo vuelve a mí. Y aunque me duele haberla olvidado, lo único que quiero ahora es no volver a hacerlo jamás. —Cariño —digo en voz baja, mirándola a los ojos—. Lo siento. —No digas nada —responde ella, apoyando su frente contra la mía—. Ahora volveremos a ser felices con nuestro hijo, Lucas. Ahora que lo recuerdas todo. —Necesito descansar… ¿me ayudas? —le pido con un hilo de voz—. No puedo tumbarme yo solo en el sofá. Ella asiente, me pasa el brazo por detrás y me ayuda a incorporarme sin que apoye el pie izquierdo. Me guía con cuidado hasta el sofá y me ayuda a tumbarme despacio, acomodándome para que no me duela la herida. Cierro los ojos. Todo lo que ha pasado hoy me pesa en el cuerpo y en la mente, pero también me llena el corazón. Mientras el sueño empieza a vencerme, lo último que veo es el rostro de mi hijo Lucas, dormido en paz, y el de Fátima sonriéndome con ternura. Por primera vez en mucho tiempo, me siento en casa. . . . . Capítulo editado, para el disfrute de los lectores, espero que os guste. Un poco más largo.
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