Capítulo 3 — ¿Quién es ella?
Se da media vuelta y, aunque no logro recordarla, sé que tiene un vínculo especial conmigo. Lo siento. Me mira, y por algún motivo intuyo que hago lo correcto al dejarla quedarse. Pero algo en mi mente me dice que una chica tan guapa no podría ser nada mío.
—Mamá, me quedo con él —responde ella, mirando a su madre—. Tráeme el carrito, para poner a Lucas.
Al escuchar la palabra Lucas, algo dentro de mí se sacude. Ese nombre... me resulta familiar. Siento que en algún momento lo elegí yo mismo. Entonces... ¿de verdad es mi hijo?
—Le he jodido la vida a ella... —susurro apenas audible.
—Lucas es mi hijo —digo, mientras veo que mi hermano se acerca a la silla de ruedas que hay junto a mi cama.
—Sí, es nuestro hijo. ¿Lo recuerdas? —responde ella, mirándome. Me toma la mano. Su contacto me resulta cálido, pero también extraño; me hace sentir incómodo, como si mi cuerpo recordara algo que mi mente no puede alcanzar.
Estoy a punto de responderle cuando la cortina se mueve. Es el médico. Se coloca frente a mí, revisa unos papeles y se los entrega a mi hermano.
—Aquí tenéis el alta. Falta vuestra firma, aquí —dice, señalando con el dedo.
—Pero mi hermano no recuerda a su mujer —responde mi hermano, mirándolo con preocupación.
—A veces, después de una operación de este tipo, algunos recuerdos se pierden temporalmente. Puede ser por la anestesia, que todavía está en su cuerpo. Si en unos días sigue igual, que venga a vernos —explica el médico.
Sus palabras me suenan lejanas, como si las escuchara bajo el agua. Debe ser la anestesia. Aún siento un malestar general; el cuerpo me pesa.
—Vamos, Sergio Alex. ¿Te ayudo a levantarte? —dice mi hermano mientras firma el alta como mi tutor legal.
Fátima se levanta con el bebé en brazos. Mi hermano me ayuda a ponerme de pie, aunque apenas tengo fuerzas. El dolor sigue ahí, punzante, y mantenerme erguido es un esfuerzo enorme.
—Juan, ayúdame a poner a Sergio en la silla de ruedas —le dice ella a mi hermano, mientras me observa con ternura—. Yo puedo caminar.
—Vale, Fátima. ¿Estás segura? —responde él.
Ella asiente.
Me quedo pensativo al escuchar su nombre: Fátima. Así se llamaba mi madre. Siento que algún recuerdo intenta abrirse paso.
—Mi mamá se llama Fátima —digo, con una pequeña sonrisa, feliz de recordar algo.
—Pero... tu madre se llama Estefani —responde ella, mirándome confundida.
Su respuesta me descoloca. Una desmotivación profunda me atraviesa. ¿Estaré imaginando otra familia? ¿Volveré a recordar quién soy realmente?
—Sí, tienes razón —interviene mi hermano—. Fuiste adoptado cuando tenías dos años. Luego, nuestra madre recuperó la custodia y volviste con nosotros. Tu madre adoptiva se llamaba Fátima.
Escucharlo me remueve. Vuelven a mí algunas imágenes, trozos de vida que parecen encajar de nuevo... aunque sigo sin recordarla a ella. Me ayudan a sentarme en la silla de ruedas. Es cómoda, y agradezco poder descansar. Mi hermano la empuja hacia la salida del hospital. Ella —mi novia, mi esposa, no lo sé— camina a nuestro lado.
Al final del pasillo está su madre.
—Sergio —escucho que pronuncia mi nombre con voz dulce—. ¿Vendrás a casa con mis padres o irás con tu hermano?
—Voy contigo —respondo, mirando al bebé. Aunque no la recuerde, sé que ese pequeño lleva mi sangre—. Quiero volver a recordarte... quién eres para mí.
—Mamá, nos vamos los tres a casa, como me dijiste —dice ella con una sonrisa.
Su madre recoge la mochila del bebé y la coloca en el carrito. Yo, sentado en la silla de ruedas, me siento inútil por no tener fuerzas para cargar a mi hijo.
—¿Está lejos la casa a la que vamos? —pregunto, casi sin energía.
—No, solo a tres calles de aquí —responde la madre de ella, empujando el carrito.
El camino se me hace eterno. Cada metro parece pesar una tonelada. Finalmente llegamos a un edificio de seis plantas. Ella abre la puerta, y mi hermano se acerca para ayudarme: no tengo fuerzas ni para empujar la silla.
En la entrada hay dos cuadros horribles y un sillón celeste. Subimos todos en el ascensor.
—A ver si entramos todos —dice alguien, riendo nerviosamente.
Entramos apretados. El carrito del bebé ocupa casi todo el espacio. Lucas empieza a llorar. Le hago caras, muecas tontas... y, al cabo de unos segundos, se ríe.
Esa sonrisa.
Es la sonrisa más bonita del mundo. No hay palabras para describir lo que siento al verla.
—Lucas, siempre estaré a tu lado, hijo —le digo sin apartar la mirada.
Las puertas del ascensor se abren. Hemos llegado al quinto piso. Nos dirigimos a la puerta de la izquierda. Ella abre, y entramos en un pequeño recibidor con una mesa y un espejo. A la derecha hay un comedor acogedor, con una mesa para cuatro y un sofá frente a una tele de plasma.
Mientras avanzo con la silla, veo la cocina: pequeña, pero luminosa y ordenada.
—Tete, me tengo que ir —dice mi hermano desde el pasillo.
—Vale —respondo, mirándolo.
Lo observo alejarse. Se despide con un gesto, y me quedo allí, en la cocina, sentado, sintiendo el peso de mi nueva realidad. No sé quién soy del todo, pero sé que quiero recordarlo. Quiero volver a ser el hombre que ellos esperan que sea
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Este capítulo a sido rescrito, para la mejora de la lectura