El amanecer en la mansión llegó con un silencio extraño, un silencio que no era paz, sino vigilia. Afuera, el mar seguía rugiendo con voz de bestia, pero dentro de los muros, el aire era espeso, como si cada piedra recordara secretos que nadie debía oír. Lucía despertó en una habitación amplia, vestida con una bata blanca de lino. Las cortinas, de terciopelo burdeos, estaban cerradas. En la mesa junto a la cama había una jarra con jugo de naranja, un taza con café y un plato con un cornetto recién horneado y un tazón de cereal con yogurt y miel. Todo era hermoso, pero ella no podía ver belleza en nada. La sensación de prisión era más aguda precisamente por el lujo. Había dormido, sí. Poco. Pero más por cansancio y fatiga, que por gusto. La mayor parte de la noche había pasado despierta,

