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Danza Rota

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Blurb

Hay deseos que se esconden tan bien… que terminan incendiándolo todo.

Astrid vive por y para la danza. En un mundo donde la disciplina lo es todo y cada movimiento se perfecciona hasta el límite, ha aprendido a callar sus emociones y concentrarse solo en lo esencial: brillar en el escenario. Pero algo cambia cuando un nuevo director artístico llega a la academia, alterando el equilibrio que tan cuidadosamente ha construido.

Él impone reglas. Ella las rompe sin siquiera proponérselo. Lo que comienza como tensión se transforma en una atracción que ninguno puede controlar. Y cuando el arte exige perfección, el deseo puede convertirse en el mayor error... o en la chispa que lo transforme todo.

Porque algunas pasiones no se eligen. Solo se sienten… y dejan marca para siempre.

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Capitulo 1
Astrid —¡Tus pies más en punta, Astrid! — la voz de la Miss Arnaud resuena como un látigo suave desde el fondo del salón. Alzo la barbilla y estiro hasta donde mi cuerpo lo permite, forzando los empeines hasta que duelen. Elevo los brazos con precisión, como me enseñaron. —Mucho mejor— remarca, y puedo escuchar una ligera nota de aprobación en su tono—. Ahora, comienza. Inhalo profundamente. Cierro los ojos un instante, sintiendo cómo el piano llena la sala. Dejo que el compás se apodere de mí. Elevo la pierna con control, y giro, una, dos, tres veces, dejando que el aire me envuelva, hasta caer con gracia en un croisé derrière, mi cuerpo detenido en la tensión perfecta del movimiento final. Silencio. Solo se escucha mi respiración entrecortada. —Excelente. Chicas, en fila. Obedecemos de inmediato, formando un semicírculo alrededor de ella. Miss Arnaud, con su moño impecable y su andar elegante, nos observa como una general frente a su tropa. Fue una de las mejores bailarinas del Ballet de Nueva York. Se retiró hace más de una década, pero su presencia aún impone respeto. Y aunque es dura, todas sabemos que detrás de esa exigencia vive alguien que nos protege. Que cree en nosotras. —Tengo dos anuncios importantes— dice, y automáticamente nos enderezamos—. Primero, la semana que viene asumirá la dirección de la academia un nuevo director. También supervisará personalmente la dirección artística. —Es Vladimir Romanov— me susurra Helena, mi mejor amiga, al oído—. Un ex bailarín famosísimo... bailó en Moscú, París, Londres... —¿Señorita Roschaild? — interrumpe la Miss con una ceja alzada. —Sí, lo siento. El nombre Vladimir Romanov me sonó más como un mito que como una persona. Dicen que su mirada podía hacerte dudar de cada paso que dabas... y desear que te observara una vez más. —Como decía, también la semana próxima se abrirán las audiciones para El lago de los cisnes. El murmullo se enciende entre nosotras. Algunas contienen un grito. Otras se toman las manos. Mi corazón da un brinco. —Habrá un ensayo general, donde evaluaremos su desempeño individual y grupal. Todas tendrán oportunidad de audicionar para el rol principal. El resto de la semana se dedicará a ensayos intensivos. Deben dar lo mejor de sí. Un error y podrían quedar fuera incluso del cuerpo de baile. ¿Entendido? —¡Entendido, Miss! — respondemos a coro, como si nuestras voces pudieran sellar nuestro destino. —La clase ha terminado. Pueden retirarse. El salón se desordena en murmullos nerviosos, risas contenidas y pasos que se arrastran hacia las mochilas y botellas de agua. Me acerco a la esquina donde dejé mis cosas. Helena llega enseguida y me lanza una mirada encendida. —¡No puedo esperar para audicionar! — dice, sacando la toalla de su bolso. —¿Te imaginas quedar en el cuerpo de baile? — susurro con una mezcla de miedo y esperanza. —¿Cuerpo de baile? — se burla, levantando una ceja—. Nena, podemos ir por el principal. La miro. Quiero decirle que sí. Que me lo creo. Pero el nudo en mi estómago me lo impide. No es falsa modestia. Sé que soy buena. Que mi técnica es sólida, que siento cada nota de la música como una extensión de mi piel. El ballet es mi todo. Lo respiro, lo pienso, lo sueño. Pero también sé lo duro que es este mundo. Mi madre lo supo antes que yo. Fue bailarina también, aunque su historia terminó mucho antes de que pudiera escribirla con pasos en un escenario. Siempre me advirtió de lo cruel que podía ser la danza. Me decía que no bastaba con tener talento, que también se necesitaba suerte... y piel de hierro. Fue papá quien la convenció. Le dijo que esto no era un capricho de niña. Que cuando bailaba, yo no jugaba: yo vivía. Y tenía razón. Porque no recuerdo un solo momento de mi vida donde no estuviera bailando. No sé quién sería sin el ballet. Es mi sueño... pero también es mi única opción. Y no puedo fallar. —Vamos a celebrar, yo invito la cerveza— dice Helena, con esa chispa en los ojos que siempre me hace rendirme. —No deberíamos— respondo sin mucha convicción—. Es mitad de semana y, además, no podemos beber. —Astrid, relájate— dice, entrelazando su brazo con el mío con naturalidad—. Somos jóvenes, hermosas y tenemos un motivo para brindar. Mañana entrenamos el doble y compensamos. Suspiro, ya resignada. Helena tiene esa energía contagiosa, esa forma de arrastrarte con ella como una corriente fuerte pero dulce. Me dejo llevar, como casi siempre. Porque en el fondo, me gusta cómo me saca del molde. Entramos a un bar sobre la Quinta Avenida, uno de esos modernos, con luces tenues, música de fondo que vibra más que se escucha y mesas llenas a pesar de ser miércoles. Huele a perfume caro, a cerveza derramada y a risas de gente que necesita olvidar algo, aunque sea por una noche. —Ven, allí hay una mesa— dice Helena, señalando con la barbilla un rincón junto a la ventana. La sigo, esquivando cuerpos, bolsos colgando de sillas y alguna que otra mirada curiosa. —Esto es un infierno— murmuro mientras me siento y estiro las piernas adoloridas. —Un infierno con cerveza— responde ella con una sonrisa amplia. Me masajeo el cuero cabelludo mientras ella llama a la mesera. Llevo el pelo recogido con fuerza desde hace horas y la tensión empieza a hacerme doler la cabeza. Me aflojo el moño y dejo que caiga en ondas hasta mis hombros. —¿Entonces? — me pregunta Helena, apoyando el codo sobre la mesa—. ¿Qué pasó con ese chico que te mandaba mensajes? ¿Tuvieron la famosa cita o fue puro humo? La mesera llega justo entonces con dos vasos altos de cerveza bien fría y un cuenco de maní. —Nada— respondo mientras agradezco con una sonrisa educada—. Al final me dijo que estaba engripado… y luego lo vi en i********: en un club con otra. —¡Qué idiota! — dice Helena, sin filtros—. ¿Tanto para eso? —Ni que lo digas— levanto el vaso. —Brindemos por los imbéciles, entonces. Que nunca falten para que sigamos aprendiendo. —Salud— choque de vasos, y un primer sorbo que baja con alivio. —Quizás nuestro problema es etario— dice ella de repente, como si estuviera lanzando una tesis doctoral. —¿Qué? — me río. —Los chicos de nuestra edad son bebés. Lo que necesitamos son hombres. Hombres de verdad, con años encima, con experiencia... que te den vuelta cinco veces sin que tengas que darles un mapa y una brújula. —Estás loca— digo, todavía riéndome. —No. Lo digo en serio. Los hombres grandes saben lo que quieren, no andan con jueguitos, y, encima, saben cómo tocarte. Nada de andar explicando como si una fuera una enciclopedia de anatomía emocional. —¿Y tú cómo sabes todo eso con tanta seguridad? —Me han dicho— dice, encogiéndose de hombros con una sonrisa traviesa. —Sí, claro. Seguro. —Estoy pensando seriamente en ampliar el mercado. Te aviso que, si un empresario ruso de cuarenta años me invita un martini, le digo que sí. —Mi padre me mata solo de pensarlo— murmuro, dándole otro trago a mi vaso. —Tu padre es sobreprotector, sí, pero... —No empieces. —¡¿Qué?! Solo digo que, para su edad, tu padre está… muy bien conservado— se ríe, con esa carcajada descarada que me hace negar con la cabeza—. Es totalmente material de sugar. —Uno, mi madre lo mata. Dos, y más importante; para mi padre no existe ni existirá otra mujer que no sea mi mamá. Es como si respirara a través de ella. —Eso es… intensamente romántico— suspira Helena, poniéndose melancólica de golpe—. Ya quisiera yo un Alexander Hoffman en mi vida. Un hombre que te mire como si fueras su universo. —Sí, muy romántico— asiento—. Pero no sé… no creo que yo pueda salir con alguien mucho mayor. Me parece que habría demasiadas diferencias: intereses, ritmos, visión de vida. Simplemente… no es para mí. —Quizás— dice Helena, sin perder el buen humor—. Pero nunca digas nunca. A veces la vida te pone frente a lo que no sabías que necesitabas. La miro en silencio. Quizás tiene razón. O quizás yo solo estoy demasiado enfocada en mi mundo de danza y disciplina como para pensar en eso. Pero mientras el bar vibra con las risas ajenas y la cerveza me da un leve calor en el pecho, no puedo evitar preguntarme... ¿y si algún día alguien realmente me diera vuelta la vida? Llego a casa pasadas las diez. Afuera, la ciudad ya duerme, pero en la sala de estar todavía hay una luz encendida. Apenas abro la puerta, me envuelve ese aroma familiar a madera, hogar y calma. Todo está en silencio, excepto por el leve crujir del reloj antiguo en la pared. Camino hacia las escaleras, dispuesta a subir directo a mi habitación, pero una voz suave y grave me detiene. —¿Dónde estabas, princesa? Papá está en el sofá, con varios documentos abiertos sobre la mesa de café. Lleva puestas sus gafas de lectura y se nota agotado: los hombros caídos, la camisa arremangada, el cabello ligeramente revuelto. Aun así, su voz suena cálida, como siempre. Dejo el bolso a los pies de la escalera y me acerco. Me siento a su lado y, sin decir nada más, me acurruco en su pecho como cuando era niña. Él suelta los papeles sin dudarlo, rodea mis hombros con un brazo fuerte y me envuelve. Su otra mano comienza a acariciar lentamente mi brazo, en ese gesto que siempre logra tranquilizarme. —Con Helena— le digo al fin—. Fuimos a comer algo… y a tomar una cerveza. No lo miro, pero puedo sentir cómo alza una ceja. Aun así, no dice nada, solo sigue acariciándome con ternura. —¿Y mamá? — pregunto en voz baja. —Con tu tía Anna. Salieron a ver la exposición de arte que inauguraron hoy. —Es raro que el tío Bastián no esté aquí— comento, acomodando mi cabeza mejor en su pecho. —Tuvo que viajar por negocios— responde, y siento cómo suspira con el peso del día en la voz. —¿Y Adele? —Durmiendo, gracias a Dios— murmura con una mezcla de alivio y cariño—. Esa chica tiene la energía de una tormenta eléctrica. —No te quejes. Tú mismo la consientes demasiado. —Igual que a ti— responde con una media sonrisa. Me planta un beso en la frente antes de soltarme con suavidad. Me levanto despacio, estirándome un poco. —¿Has cenado? —Sí, cariño. Tu madre me dejó comida lista. —Entonces me voy a acostar. Estoy molida. —Descansa, mi amor. Doy un par de pasos hacia las escaleras, pero me detengo y me giro de nuevo hacia él. —Papi… —¿Sí? —La semana próxima son las audiciones para El lago de los cisnes— mi voz suena más bajita de lo que esperaba. El corazón me da un pequeño brinco al decirlo en voz alta. Papá levanta la vista y me observa. Su mirada se vuelve intensa, llena de orgullo y ternura. —Vas a brillar— dice—. Lo harás increíble. Lo sabes, ¿verdad? Asiento con una pequeña sonrisa. Su fe en mí siempre ha sido inquebrantable, incluso cuando la mía tambalea. —Te amo, princesa. —Yo también, papi. Descansa tú también, ¿sí? —Lo intentaré. Subo las escaleras con pasos lentos, arrastrando los pies como si el peso del día se aferrara a mis tobillos. El silencio de la casa me envuelve como una manta tibia, rota apenas por el sonido suave de mis pasos sobre el mármol. Llevo en la piel el calor del abrazo de papá, ese refugio que me devuelve, aunque sea por un instante, la sensación de que todo está bien, incluso cuando no lo está. A medio camino, me detengo unos segundos. Apoyo una mano en la barandilla y respiro hondo. Siento una mezcla extraña de cansancio y algo parecido a esperanza latiendo en el pecho, como una mariposa temblorosa intentando levantar vuelo. Las audiciones están cada vez más cerca, y aunque el miedo me ronda, también hay una parte de mí —pequeña pero firme— que quiere creer que esta vez podría ser diferente. Que esta vez, quizás, sí seré suficiente. Sé que tengo técnica, pero hay noches en las que me despierto sudando, preguntándome si eso es suficiente. Si ser buena es realmente lo mismo que ser inolvidable. Continúo subiendo. Al pasar por la puerta del cuarto de Adele, me asomo en silencio. La veo dormida, hecha un ovillo bajo su edredón rosado, abrazada a la almohada. Su respiración es pausada, tranquila, como si el mundo no pudiera tocarla. Me quedo unos segundos mirándola, deseando poder conservar siempre esa paz para ella. Cuando al fin llego a mi cuarto, cierro la puerta con cuidado. Me dejo caer sobre la cama sin siquiera cambiarme. El cuerpo me duele, pero la mente no se apaga. Desde mi posición, mis ojos se desvían a un rincón de la habitación; allí, colgadas en la pared como una especie de altar íntimo, están las viejas zapatillas de punta de mi madre. Están desgastadas, manchadas, con los lazos deshilachados. Ella me las regaló cuando cumplí trece, el día que le dije —con la voz temblando de emoción— que quería dedicarme por completo al ballet. Las conservo desde entonces como si fueran un talismán. No por lo que representan como objeto, sino por lo que simbolizan: el sueño que mi madre no pudo cumplir… y que ahora yo intento alcanzar con cada tendón de mi cuerpo. A veces, cuando siento que no soy suficiente, las tomo entre las manos y me convenzo de que no puedo fallar. Cierro los ojos y pienso en los pasos que debo perfeccionar, en la tensión constante en mis músculos, en los sueños que a veces se sienten demasiado grandes para mí. Pero también pienso en papá, en su voz diciéndome que voy a brillar, en sus ojos seguros, creyendo en mí sin titubeos. Mañana será otro día largo. De esfuerzo, de disciplina, de exigencia. Pero por ahora, solo por ahora, me permito este momento de calma. De quietud. De no tener que ser perfecta. Solo una chica agotada, abrazando el calor de un amor incondicional y el peso suave de unas zapatillas viejas… antes de volver a intentarlo. No lo sabía entonces, pero esta noche no era solo una celebración. Era el primer paso hacia algo que marcaría mi piel… y mi alma.

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