Le abrí las piernas del todo. La vi. Tan húmeda, tan roja, tan inflamada. —Qué hermosa estás cuando me rogás —le susurré. Mi lengua fue directa al centro de su placer. La lamí como si me perteneciera, como si comerla fuera el único acto de amor posible en este mundo podrido. Ella se retorcía, me agarraba del pelo, me gritaba que no pare. Y no lo hice. La devoré. La besé entre las piernas con la furia de un hombre desesperado. Mi lengua jugaba, subía, bajaba, la chupaba, la hacía temblar. Le metí dos dedos, lentos, firmes. Ella se arqueó, gritando mi nombre como si estuviera rezando. —¡Alessandro! ¡No pares, por favor! Y entonces me detuve. Subí por su cuerpo. La miré a los ojos. Le acaricié la mejilla, ahora roja por el calor del deseo. —Todavía no —le dije. Y me la metí de una s

