La noche cayó más rápido de lo usual, envolviendo Las Azucenas en una oscuridad profunda. O eso le pareció a Salamandra, que caminaba con pasos pesados por el jardín trasero de la mansión, el césped frío bajo sus pies descalzos. En una mano sostenía una copa de vino blanco, el líquido pálido reflejando la escasa luz de la luna, y la otra tocaba distraídamente las hojas ásperas de los rosales, sintiendo su textura. Afuera, el pueblo dormía en silencio, un remanso de paz, pero dentro de ella había un ruido constante, una tormenta silenciosa. No de música, ni de fiesta… sino de memoria viva, de imágenes que se repetían sin cesar. Rufo. El perro tuerto. Ese animal grotesco, con más cicatrices que piel sana, que había aparecido de la nada, había vuelto a buscarla. Había mordido su bota con l

