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Bajo el ala del Halcón

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Blurb

Sinopsis:

«La primera vez que la vi, en el corazón sombrío de Las Azucenas, no supe si quería escucharla cantar hasta el amanecer o silenciar su voz con un beso que lo consumiera todo. Salamandra Guerrero. Ese nombre, con su eco de fuego y peligro, ya ardía en mi boca antes de que su voz, una mezcla embriagadora de terciopelo y veneno, rozara mis oídos. Ella no era solo hermosa; era la trampa más exquisita, el fuego envuelto en seda que prometía la perdición.

Yo, Giovanni Moretti, no llegué a Las Azucenas buscando el amor. Mi vida se ha forjado en el acero de los negocios, en la brutalidad de la supervivencia. Vine a reclamar lo que me pertenece por derecho de sangre y de poder. Vine a recordarles a todos quién soy. Pero entonces, ella subió al escenario y el tiempo, una corriente que siempre había dominado, simplemente se detuvo. Cada palabra suya me hablaba directamente a los rincones más oscuros de mi alma, desnudando mis cicatrices y mi implacable sed de posesión.

Ella, sin embargo, tenía otro. Un idiota que le besaba la mejilla con una familiaridad que me provocaba un ardor primario, con unas manos que yo aún no había tocado. Y yo, que nunca he pedido permiso para tomar lo que deseo, decidí protegerla... a mi manera. Con el ala del halcón, ese emblema de mi poder y mi depredación. Que el mundo me llame secuestrador, si así lo desea. No me importa su juicio. Porque nadie, absolutamente nadie, entenderá la verdad: que no fue ella quien cayó en mi jaula. Fui yo quien quedó irrevocablemente preso en su voz, en el fuego indomable de su espíritu. Salamandra no se deja encerrar. Salamandra hace de su jaula un escenario y canta, como si la libertad no estuviera al otro lado de las rejas, sino que ya la llevara dentro.

La secuestré. No para hacerle daño, sino para salvarme a mí mismo del fuego que me quemaba. La envolví en mi noche, bajo mi ala protectora y posesiva. No me importaba si era odio lo que despertaba en ella, mientras me perteneciera. Le ofrecí mi silencio, mi casa impenetrable, mi absoluta protección... y, sin pedirlo, le entregué mi alma. Ella no lo sabía. Aún no lo sabe. Pero Salamandra Guerrero fue la única capaz de hacerme vulnerable, de quebrar la armadura que había construido a lo largo de décadas. Hay cosas que ni siquiera el poder de Giovanni Moretti puede controlar. Cosas como una mujer indomable, cuyo amor no se compra ni se somete. Estoy intentando no arrodillarme ante una rosa salvaje que florece, desafiante, en la boca del infierno. Y si para tenerla debo incendiar el mundo que me teme... Entonces que arda, Las Azucenas.»

En las sombras del poder y el crimen, Giovanni Moretti es conocido como "El Halcón", un hombre imparable que ha construido su imperio con sangre, lealtad y sacrificios. Pero su vida está a punto de cambiar cuando la obsesión se convierte en un amor indomable, y ese amor, en la mayor de sus batallas.

Salamandra Guerrero, la Reina del Halcón, es ahora su fuerza y su debilidad. Embarazada de su hijo y atrapada en un mundo de traiciones, amenazas y antiguos enemigos, enfrenta un futuro incierto. Mientras Giovanni lucha para proteger a su familia y asegurar un legado, se ve obligado a tomar una decisión irreversible: fingir su propia muerte para alejar a su Araña del mundo de la mafia y darle a su hijo una vida sin sombras.

Con la promesa de regresar, Giovanni se adentra en un camino oscuro, donde el peligro acecha en cada esquina y la lealtad es más valiosa que nunca. Pero la guerra entre los clanes no da tregua, y con el implacable Silvano Lorusso al acecho, las piezas del tablero de la mafia se mueven con rapidez, poniendo a prueba los límites del sacrificio.

En un torbellino de obsesión, traiciones, sacrificios y secretos, Bajo el ala del Halcón es una historia de amor prohibido, poder sin límites y un destino inquebrantable, contada desde las entrañas de la oscuridad. Mientras Salamandra debe aprender a ser la reina que su pueblo necesita, Giovanni deberá enfrentarse a los fantasmas de su pasado y a un enemigo que no descansará, todo mientras un hijo en camino se convierte en el símbolo de su lucha por la libertad y el renacimiento.

¿Conseguirá Giovanni escapar de un destino que él mismo ha forjado, o morirá por el amor que siempre ha jurado proteger? ¿O será el amor la verdadera trampa, la única que el Halcón no pudo controlar?

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Las azucenas
Año 1945. Dicen que Sam Guerrero, cuando todo empezó, llegó a Argentina con lo justo. Una maleta de cuero envejecido que olía a salitre y a los años de viaje, un acento tibio de su Italia natal que se pegaba a las palabras como el mosto a la barrica, y una esposa. Ah, Gumercinda. Una mujer con ojos de lluvia, dos pozos profundos de melancolía y resiliencia, que no hablaba una palabra en español, pero parecía entender todos los silencios. Especialmente los de Sam, que eran los más ruidosos. Venían de una Europa en ruinas, una tierra donde el polvo de las ciudades derribadas aún se asentaba en el aire y el eco de las bombas seguía vibrando en los huesos. Atrás, Sam había dejado un apellido. Un linaje que, antes de la guerra, había significado algo en los bajos fondos de Nápoles, una sombra respetada en callejones y puertos. Pero la guerra no distinguía entre apellidos ilustres o infames; lo había barrido todo, dejando un rastro de cenizas y un pasado que olía a sangre vieja y oportunidades perdidas. El nombre que alguna vez sirvió de escudo, ahora solo era un recordatorio de lo que ya no existía. Pero en su pecho, Sam traía algo más valioso que el oro de los banqueros suizos, algo que ni las bombas ni la desesperación de la posguerra pudieron arrebatarle: una voluntad feroz. Una determinación tan dura como el acero templado de una navaja, la inquebrantable necesidad de empezar de nuevo. No solo de sobrevivir, sino de reconstruir algo. No importaba qué, no importaba dónde, pero tenía que ser suyo, forjado con sus propias manos y su propia sangre. Buscaron su lugar lejos del bullicio de Buenos Aires, de los puertos atestados de inmigrantes, de los ojos curiosos de la ley. Sam quería tierra virgen, un lugar donde el pasado no pudiera encontrarlos tan fácilmente. En algún punto del interior de Argentina, donde la tierra parecía dormida bajo un sol implacable y el viento, ese compañero constante del gaucho, hablaba solo a través del silbido en los cardales, compró un pedazo de campo olvidado. No era mucho, solo unos pocos acres secos, con un rancho decrépito y un pozo medio seco. Pero para Sam, era un lienzo en blanco. Lo llamó Las Azucenas. Lo hizo por las flores que Gumercinda, con manos temblorosas y una esperanza que desafiaba la lógica, sembraba al borde del rancho. Las cultivaba cerca de un pequeño lago, un ojo de agua que rodeaba aquellas tierras, casi como un abrazo silencioso. Sus dedos se hundían en la tierra árida, depositando bulbos pequeños y frágiles, y Sam la observaba en silencio, el corazón encogido por una mezcla de ternura y la promesa de una prosperidad que aún se veía lejana. Las flores, blancas y puras, eran un contraste absoluto con la brutalidad que Sam había conocido y con la que aún cargaba. Eran el único atisbo de belleza delicada en su nueva, y aún incierta, realidad. Allí, bajo el vasto cielo argentino, con el transcurso del tiempo, Sam Guerrero se convirtió en un imán. No solo vendía tierra, sino también una promesa. Vendió parcelas a otros como él. Hombres sin patria, con cicatrices invisibles y miradas que habían visto demasiado. Mujeres con hijos a cuestas, sus ojos cansados pero llenos de una determinación idéntica a la de Gumercinda. Almas exiliadas por una guerra que había dejado cicatrices más hondas que las visibles, heridas en el alma que tardarían generaciones en sanar, si es que lo hacían alguna vez. —Aquí, somos todos iguales —les decía Sam, su voz grave resonando bajo el sol—. Aquí, el pasado se queda en el barco. Aquí, no hay nazis ni fascistas ni comunistas. Solo hay hombres y mujeres que quieren trabajar y vivir en paz. O, al menos, vivir. Su última palabra siempre iba cargada de un doble sentido que solo los más curtidos captaban. Y así fue como, en poco tiempo, Las Azucenas dejó de ser un campo solitario para convertirse en un pequeño pueblo. Un crisol de acentos, de lenguas incomprensibles para la mayoría, pero con una resonancia universal: la del miedo superado y la esperanza renacida. Italianos, con sus gestos dramáticos y su pasta casera. Alemanes, con su disciplina y su cerveza artesanal. Polacos, con sus cuentos de frío y resistencia. Todos llegaron con acentos distintos, costumbres extrañas para los pocos lugareños, pero la misma hambre. La misma desesperación silenciosa y la misma hambre de futuro. Un hambre tan potente que podía mover montañas. Gumercinda, la silenciosa Gumercinda, observaba. Desde el porche de su rancho, que lentamente se transformaba en una casa más sólida, observaba el ir y venir. Observaba el hastío de las noches, cuando los hombres, agotados por el trabajo en el campo, se sentaban solos en los porches, bebiendo mate amargo y mirando la inmensidad de la pampa. Observaba la melancolía en los ojos de aquellas viudas jóvenes, de aquellas madres solteras que habían perdido a sus maridos y a sus hijos en el fragor de la guerra. Mujeres que llegaban con vestidos deshilachados y una tristeza que les pesaba más que las pocas posesiones que traían. Las veía intentar reconstruir sus vidas, con manos vacías y corazones rotos, trabajando en la siembra o lavando ropa para los demás. Una tarde, mientras el sol teñía el cielo de naranjas y púrpuras, Gumercinda preparaba la cena. El silencio entre ella y Sam era cómodo, lleno de la familiaridad de años de convivencia. De repente, soltó el cucharón con un golpe seco. Sam, que estaba afilando su navaja en la puerta, levantó la mirada. —¿Qué sucede, mia bella? —preguntó, en su italiano natal, la única lengua en la que se sentía realmente libre con ella. Gumercinda se giró, sus ojos de lluvia fijos en él, una chispa que Sam no había visto en mucho tiempo. —Sam, estas mujeres… estas almas perdidas… necesitan algo más que tierra y trabajo. Sam frunció el ceño. —¿Qué más, Gumercinda? Les damos lo que tenemos. —Necesitan un lugar. No una iglesia, ni una tienda. Un refugio para el alma. Un sitio donde puedan respirar. —¿Un lugar para rezar?—preguntó Sam, confundido. —No. Para vivir. Para bailar, beber. Y si quieren, llorar. Pero entre luces, música, y pieles tibias. No más luto. No más duelo eterno.—No hablo de pan y techo —replicó ella, con una pasión inusual en su voz suave—. Hablo de alma. De consuelo. De olvidar por un instante el frío de Europa y el calor de los combates. Se acercó a él, su mirada intensa. —Los hombres necesitan beber. Necesitan música. Necesitan un lugar donde no sean solo campesinos agotados. Y las mujeres… —Suspiró, una tristeza profunda cruzando su rostro—. Las mujeres necesitan… una forma de sobrevivir, Sam. Una forma de vender lo único que les queda a algunas, sin perder lo que más valoran. Sam la miró, la navaja quieta en su mano. Comprendió al instante. Su mente, acostumbrada a las transacciones complejas y a las negociaciones silenciosas, captó la magnitud de la idea. Un bar. Y no uno cualquiera. Un lugar donde la desesperación se transformara en una mercancía, donde la soledad se diluyera en alcohol y caricias. Un lugar donde los hombres pudieran encontrar consuelo, aunque fuera comprado con monedas tristes, y donde las mujeres, las "diosas" caídas de la guerra, pudieran recuperar un atisbo de poder sobre sus propios destinos. —Un bar —repitió Sam, saboreando la palabra—. Y las muchachas… Gumercinda asintió. —No es solo por dinero, Sam. Es por la dignidad que se puede encontrar en la transacción, si se hace bien. Si se hace con respeto. Ellas elegirán. Serán dueñas de sus cuerpos y de sus ganancias. Y les daremos protección. Sam asintió lentamente. La idea era audaz, arriesgada, y encajaba perfectamente con su visión de Las Azucenas. Un lugar donde las reglas las ponía él, un lugar donde la desesperación se canalizaba y se controlaba, y donde él era el único mediador. Así nació el Bar Las Diosas. No era un letrero lujoso, solo unas letras toscas pintadas sobre una tabla de madera, pero el nombre se grabó a fuego en la conciencia del pequeño pueblo. Con su apertura, no solo se inauguró un local de vicios y placer, sino que nació también la leyenda de un linaje. Un linaje que, bajo el ala protectora —o quizás posesiva— de Sam Guerrero, no conocería el olvido. Un linaje que se construiría sobre el alcohol, el sudor, la música lúgubre, los susurros en la oscuridad y el brillo de las azucenas en el jardín de Gumercinda, que parecían florecer con una pureza irónica en medio de tanta oscuridad. La historia de la familia Guerrero, los que llegaron de la guerra para construir un imperio de cenizas y deseos, apenas comenzaba.

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