La apertura del Bar Las Diosas

1453 Words
La transformación del viejo galpón en el Bar Las Diosas fue lenta y ardua, pero constante. Sam supervisaba cada clavo, cada tabla, cada botella que se colocaba en las estanterías. No era un constructor, pero su mirada era la de un estratega, calibrando cada detalle para asegurar que el lugar no solo fuera funcional, sino que también emanara una atmósfera particular: una mezcla de refugio y promesa. Los hombres del pueblo, aquellos que Sam había traído o que simplemente habían llegado arrastrados por el viento, trabajaban con una mezcla de sudor y curiosidad. Algunos, los más jóvenes, veían en el bar una oportunidad de diversión; los mayores, un presagio de algo más complejo. Gumercinda, por su parte, se encargaba de la parte invisible, la que Sam no podía ver con sus ojos acostumbrados a la aritmética de la supervivencia. Ella seleccionó a las mujeres, no a la fuerza, sino con una delicadeza que sorprendía a Sam. Habló con las viudas, con las madres solteras, con las que tenían la mirada perdida. Les ofreció un trato, no una caridad. —Aquí —les dijo Gumercinda, usando gestos y una mezcla de italiano y las pocas palabras en español que había aprendido—, no serán víctimas. Serán… diosas. Venderán su tiempo, su compañía, su belleza, si así lo quieren. Pero siempre serán dueñas de sí mismas. Nadie las obligará. Nadie las tocará si no es su deseo. Sam las protegerá. Y de sus ganancias, la mitad será para ustedes, la otra mitad para el bar, para que sigamos creciendo. No todas aceptaron. Algunas se negaron, aferradas a una dignidad que la guerra había dejado casi intacta. Pero muchas, la mayoría, con el estómago vacío y los hijos hambrientos, vieron en los ojos de Gumercinda no solo una oportunidad, sino también una promesa de seguridad. Así fue como, una por una, las "diosas" comenzaron a tomar forma. Eran mujeres con historias de horror grabadas en el alma, pero con una chispa de vida que el Bar Las Diosas buscaba reencender. La noche de la inauguración, el polvo del camino levantado por los pasos de los hombres llenó el aire. El bar, iluminado tenuemente con lámparas de aceite que proyectaban sombras largas y danzantes, zumbaba con una energía contenida. Un viejo gramófono, traído quién sabe de qué puerto, soltaba melodías italianas melancólicas y pegadizas, un sonido que transportaba a muchos a un pasado que preferían olvidar, pero que al mismo tiempo los anclaba a una nostalgia que hacía el presente más soportable. Sam estaba de pie junto a la barra, con los brazos cruzados, observando. Su rostro, tallado por el sol y las decisiones difíciles, no mostraba emoción alguna. Pero sus ojos, oscuros y penetrantes, lo veían todo. Cada hombre que entraba, cada mujer que se movía entre las mesas, cada intercambio de miradas y de monedas. Un instinto primario le decía que este lugar no era solo un negocio, sino el corazón de su incipiente imperio. Gumercinda, vestida con un sencillo pero elegante vestido oscuro, se movía entre las mesas con la gracia de una sombra. Sus ojos, que antes habían sido de lluvia, ahora tenían un brillo distinto, el de la determinación. Hablaba en voz baja con las mujeres, las aconsejaba, las protegía con su sola presencia. Las "diosas" estaban nerviosas, algunas con las manos temblorosas al servir la primera copa, otras con una falsa audacia que apenas ocultaba su vulnerabilidad. Entre ellas, destacaba una mujer. Se llamaba Lena, una polaca de cabello oscuro y ojos tan azules como el hielo. Había llegado con su pequeña hermana, de apenas cinco años, en brazos, huyendo de un horror que la había dejado muda por meses. Su belleza era cruda, casi agresiva, y sus ojos, a pesar de su frialdad, parecían gritar una historia. Sam la observó con particular atención. Lena no sonreía. Servía las bebidas con una eficiencia mecánica, pero su mirada se posaba en los hombres con una evaluación fría, casi desafiante. En un momento, mientras Sam reponía botellas, Lena se acercó a la barra. Su voz, cuando habló, era ronca, como si no la hubiera usado en mucho tiempo. —Señor Guerrero —dijo en un español apenas inteligible, con un acento eslavo marcado. Sam levantó una ceja, esperando. —¿Es cierto lo que dice Gumercinda? —preguntó Lena, sus ojos fijos en los de él—. ¿Que aquí somos… dueñas? Sam la miró directamente. La pregunta no era de curiosidad, sino de desafío. Había una astucia en esos ojos de hielo que le recordaba a la gente de su propio pasado. —Aquí, señorita —respondió Sam, su voz baja y firme, sin un ápice de condescendencia—. Las reglas las pongo yo. Y mi palabra es la ley. Mi palabra dice que sí. Eres dueña de lo que vendes. Y lo que es tuyo, es tuyo. Mi promesa es tu escudo. Lena no apartó la mirada. Asintió lentamente, como si evaluara el peso de sus palabras. Un destello casi imperceptible cruzó sus ojos. Quizás, por primera vez en mucho tiempo, una chispa de esperanza, o quizás, una nueva estrategia. Esa noche, el Bar Las Diosas se convirtió en el epicentro de Las Azucenas. La música se hizo más fuerte, las risas más desinhibidas, el aroma a tabaco y alcohol se mezcló con el perfume de las mujeres. Para Sam, era el sonido de la prosperidad. Para Gumercinda, el tenue murmullo de almas encontrando un respiro. Y para Lena y las otras "diosas", era el inicio de una nueva batalla, una que quizás, por primera vez, sentían que podían ganar. La leyenda de Sam Guerrero, apenas comenzaba a grabarse en la pampa argentina. Porque, pasaron las décadas. Ochenta años se deslizaron como el agua del lago que abrazaba Las Azucenas. Las tierras que Sam Guerrero compró con lo justo florecieron, no solo con las azucenas blancas de Gumercinda, sino con vides robustas y campos de cereales que se mecían bajo el sol argentino. El pequeño pueblo que Sam había forjado con hombres sin patria creció, sus calles de tierra se ensancharon y sus casas de adobe se volvieron más sólidas, con chimeneas que humeaban promesas de hogar. El apellido Guerrero se volvió sinónimo de respeto, pero no del tipo de respeto ganado en los salones de la alta sociedad. Era un respeto forjado en la determinación, en la palabra que se cumplía y en la protección inquebrantable que Sam ofrecía a los suyos. Era un respeto que venía de la estabilidad que él había logrado, del trabajo incansable y de la astucia para prosperar donde otros fracasaban. La familia había consolidado su poder, extendiendo sus negocios más allá del campo y el bar, hacia el transporte y la agricultura, siempre bajo el amparo de la legitimidad y la influencia local que habían sabido construir. El Bar Las Diosas, en particular, fue la piedra angular de su estabilidad económica, el lugar donde el dinero fluía de manera constante y segura. Y en el corazón de ese pueblo, un Bar Las Diosas renovado, ampliado, pero con la misma esencia vibrante y seductora, seguía respirando. Ya no había lámparas de aceite, sino luces de neón que proyectaban un brillo rojizo sobre los rostros cansados y los cuerpos entregados. El gramófono había sido reemplazado por un escenario donde la música sonaba en vivo cada noche. Ahora, en el año 2025, el bar es el reino de Salamandra Guerrero, la hija del actual dueño, nieta de aquellos primeros fundadores. Su nombre era un presagio: fuego y misterio. Salamandra no era una de esas mujeres de ojos de lluvia, ni una "diosa" comprada. Era la dueña. Cada sábado, subía al pequeño escenario con un micrófono antiguo en la mano y cantaba tangos. Su voz, grave y ahumada, no era perfecta, pero poseía una resonancia que cortaba el aire como una cuchilla. Un tango diferente cada noche, como si en cada nota pudiera sostener la historia entera de su linaje, de las lágrimas y la sangre, de los sueños rotos y los imperios construidos sobre pilares de trabajo y perspicacia. Los clientes, la mayoría hombres que conocían el peso de la vida, escuchaban en silencio, hipnotizados por la tristeza y la fuerza que Salamandra volcaba en cada verso. Su presencia era un ancla, un recordatorio de que, a pesar de los años y los cambios, los Guerrero seguían siendo la familia dominante y respetada en aquel pueblo. Pero esta historia no habla solo del pasado que los Guerrero forjaron, ni de la melancolía que Salamandra cantaba. Esta historia, que comienza con el eco de un tango, habla de lo que ocurre cuando un hombre peligroso, un verdadero m*****o de la mafia, llega a Las Azucenas.
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