El sol ya había caído por completo, tiñendo el cielo con los últimos tonos ocres y violáceos, una despedida melancólica del día. En el rancho Moretti, la construcción de lo que sería el Nido del Halcón, los obreros se habían marchado, dejando atrás el murmullo de sus herramientas. El viento apenas movía las lonas blancas que cubrían los futuros jardines, creando un silencio denso y profundo, el silencio del campo, roto solo por los ladridos intermitentes de los canes de Giovanni. Tito estaba en la parte trasera del rancho, agachado, revisando las armas limpias dentro de una caja metálica que contenía un arsenal. Sus movimientos eran precisos y metódicos, cada pieza brillante a la luz menguante. Pero se detuvo, con la mano a medio camino, al oír los ladridos. Primero lejanos, luego más fue

