Cuando Salamandra llegó a casa, la noche ya había cubierto Las Azucenas con su velo espeso de sombras y rumores. El auto n***o se detuvo justo frente al portón de la casona Guerrero, y Tito, con su gesto siempre discreto, —Buenas noches, señorita Salamandra —dijo Tito mientras con un leve gesto de respeto, casi una reverencia. Su voz era calma, profesional. Ella se bajó de su propio auto con ligereza, como si flotara, el cuerpo aún electrizado. Tenía los labios color cereza, los ojos aún encendidos por los besos, y el perfume de Giovanni, una mezcla de sándalo y peligro, impregnado en la piel, un rastro invisible pero potente. —Buenas noches, Tito… Silvano —dijo mientras se despedía con la mano y una sonrisa que no pudo contener, una sonrisa que nacía de la euforia y el secreto. Los h

