Mientras en otro lugar el aire de Buenos Aires, denso y cargado, no solo olía a asado y melancolía de tango. En el exclusivo salón privado del restaurante El Aljibe, el humo del tabaco se mezclaba con el perfume dulzón y empalagoso de los tratos sucios, un hedor a ambición y sangre seca. Luis Monsalve, una figura imponente a pesar de su estatura media, estaba sentado en la cabecera de una mesa larga y pesada de ébano, su superficie pulida reflejando las tenues luces del candelabro. Con la punta de un cortapuros de plata, hojeaba unos papeles manchados, no de tinta, sino de la sangre aún fresca de una transacción violenta. Frente a él, un informante demacrado, con el rostro surcado por el miedo, le daba los últimos reportes de Las Azucenas, susurrando datos como si las paredes tuvieran oído
